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Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

Una misma noche (6 page)

¿Pero qué escribir ahora? Escribir, precisamente, sobre
la táctica de entrar por los fondos.

E

1976

—Acompáñelos al fondo —ha dicho el Jefe a mi padre. Así lo dice: como si él ya no fuera el dueño de la casa.

Y mi padre acata y los acompaña con una disposición que creo reconocer: entre todos los hombres que han hecho, como él dice, «la milicia», hay acuerdos secretos que aún me están vedados.

—Y usted, venga conmigo.

Y mi madre, que en cambio no comprende qué puede estar sucediendo, sin mirarme una vez, sale a la vereda.

¿Y la gente del barrio la ve salir, así, como una acusada que en un juicio oral sube al banquillo? ¿Vestida así, así nerviosa, mostrarse ante todos?

Yo retrocedo, de espaldas al piano. Me siento en el taburete. Si me viera mi prima
.
Tan pronto pase todo la llamaré por teléfono. Pero mejor que no esté…


¿Ha visto movimientos raros? —pregunta el tipo a mi madre—. Entre sus vecinos, digo —y ella dice que no, con sorpresa y escándalo: ¿por quién la toma?—. ¿Ha visto hoy a sus vecinas? —insiste el tipo.

De modo que es por ellas.

—¿No ha visto llegar su auto, hoy? —pregunta el hombre.

Pero mi madre no sabría decir ni siquiera qué auto tienen (tienen un Dodge blanquito, pienso que podría decirles yo, si me atreviera. Y antes, un Siam Di Tella negro, hermoso. ¿Pero qué diría mi prima?).

El tipo no le cree. Y sé que si mi madre dijera lo que sabe, desconfiaría aún más. Diría que tenía azucenas, la señora Felisa, en el cantero de la esquina, y que aunque son judías, nos daban siempre un ramo para que en el mes de la Virgen yo lo llevara al colegio y lo dejara ante el altar.
(¿Y eso qué importa?)
Que Ruth, la menor, es profesora de plástica— una vez me llevó al País de los Niños a un concurso de manchas, y al teatro, con Simón, su sobrino—, y que por ella me inscribieron en la Escuela de Estética.
(¿Y eso qué interesa?)
Y que una vez, mientras estaban en Miramar, entraron a robarles; y que cuando volvieron, alertadas por la propia policía, fue mi padre quien las acompañó a recorrer la casa y a hacer la denuncia de sus tesoros perdidos, fantásticos, secretos, que me hicieron soñar, por años, que yo mismo era el ladrón.
(«Ah sí, eso lo sabíamos», quizá le diría el tipo. Quizá por eso mismo han ido para el fondo.)

Y entonces debió de ser que le preguntaron un nombre. Y que mi madre lo dijo y que yo la escuché.

Algo convoca al Jefe, que corre hacia la esquina. Yo aprovecho y salgo a la vereda.

—¿Dónde está tu padre? —me interrumpe, enseguida, como si no hubiera estado pensando en otra cosa.

—¡No, mamá, no digas nombres…!

Ella al principio no comprende, pero cuando lo hace se indigna.

—¡Pero andá para adentro, querés! —y veo que, de furia, sus ojos se humedecen y le tiembla la pera.

Y
O RETROCEDO
de espaldas hasta el piano, enfrento el teclado, lo acaricio, miro la partitura de la pieza que he intentado aprender inútilmente. «No preguntes nombres», me decía mi prima, «no tenés por qué saber». Yo le preguntaba de todo a esa chica lindísima que trajo a vivir a casa, compañera de estudios, y que nunca salía a ninguna parte. Me fascinaba que tuviera el mismo apellido que mi madre, Yrla, sin ser pariente nuestra. Y que en cambio fuera de una familia rica. Mi padre estaba embarcado, y mi madre temía que volviera y la encontrara, con su cara extraña, despreciativa, triste. «¿Es montonera?», la arrinconó mi madre, un día, a mi prima. «¿La estamos refugiando?» «No sé, tía», decía ella. «Es mejor no saber.» Y mi madre lloraba, igual que ahora, de furia. No soporto que llore, aunque no tenga razón. Miro la partitura. Un estudio de Chopin. Pulso algunas notas. Soy chopiniano. Cuando escucho los conciertos de Radio Nacional, siento que soy romántico; pero solo sé Bach. Anna Magdalena Bach. La
Polonesa en Sol Mayor
que aprendí de memoria.

Y ahora aquel pibe, ¿qué hace?, se preguntarán los vecinos. ¿Para qué toca el piano? ¿La deja así a la madre sola con el cana que ya vuelve, cada vez más furioso, a seguir interrogándola?

¿Y el apellido Kuperman no es judío alemán? ¿No les pregunté un día, a las Kuperman, si conocían la ciudad de los Bach? ¿Y no fue Ruth Kuperman la que aconsejó a mi madre que me anotara en la Escuela de Estética? Y por eso mi padre no quiso que fuera más. Me acuerdo de la tarde en que mi madre me llevó a consultar a un profesor de piano. Ella y mi padre habían peleado mucho. Yo tenía que hacer un trabajo práctico de Ciencias Naturales, mi madre me ayudaba a distribuir lentejas, porotos, garbanzos en bolsitas de papel de seda y al mismo tiempo discutía, hasta que mi padre se fue a su cuarto y mi madre le gritó un insulto y entonces él volvió de pronto y la tomó del cuello y yo apreté sus brazos hasta que la soltó. Y mi madre lloraba mientras yo escribía nombres sobre aquellas bolsitas —caían sus lágrimas borroneando la tinta— y esa noche ella se vino a dormir a mi pieza, y yo por la ventana vigilaba el patio en que mi padre afilaba no sé qué, a esa hora. Y sí, fue al día siguiente que mi madre, en plan de darme cualquier gusto, me llevó a ese conservatorio de 8 y 41 —y escuché al profesor tocar para mí. «Por Dios», dije. «¿Qué es eso?» «Schumann», dijo su hija, una chica pelirroja de mi edad a quien de pronto envidié amorosa, insoportablemente. «Conmigo o con otro, señora», concluyó el profesor, «pero no deje de hacerle aprender el piano a este chico. Tiene mucho talento». Creí lo que decía: había llamado talento a eso que se había agolpado en mí. Eso que al fin se desbocó y me hizo llorar, como llora la música.

¿Y habrán visto los vecinos, por la puerta entreabierta de mi casa, por detrás de mi madre que respondía preguntas, cómo otro de los tipos llegaba desde el fondo y se me ponía detrás a escuchar, a escrutarme, como si no entendiera?

Termino de tocar. Y cuando llega el acorde de octava del final, en lugar del aplauso, en lugar del silencio, suena la voz de un tipo que me hace pegar un salto.

—Lindo —dice a mis espaldas, y me doy vuelta y veo que me mira intrigado.

Mi madre llega entonces. Me gusta no haber escuchado su interrogatorio. Y mira al tipo y me mira a mí, y creo que ha entendido algo que para mí es un enigma.

—Basta, negrura —me emplaza—. Ya está bien —como quien dice «está bien, te perdono, estamos todos muy nerviosos. Pero esto es demasiado».

Y
AHORA
llegan del fondo las voces de los tipos que vuelven hacia aquí. La perra que les ladra. Mi padre que le ordena, calmo él mismo, que se calme, que deje de torear.

¿Por qué tardan en entrar? Los oigo demorarse en la cocina y aceptar vasos de agua que mi padre les ofrece, como una tabernera, y por fin lo veo aparecer, sonriente, con una cara, sí, que es casi de otro hombre, porque la transfigura una gran felicidad.

Una cara de dueño, dueño de su casa y su vida. Y de nosotros dos. Una cara —me digo— que debería figurar en un nuevo documento. Porque esa foto cuenta por sí sola quién es: quiénes lo han querido en este mundo y qué ha hecho él para honrarlos. Cómo se ha ganado la condecoración de esa cinta argentina que recruza una esquina de su cédula actual.

Pasaron por el fondo a casa de las Kuperman, y no encontraron a nadie. Es cierto. Pero él ha demostrado que aún es un buen soldado.

F

2010

Si me hubieran llamado a declarar, habría descrito que, después del segundo asalto, los Chagas, como bromea mi amiga, «han pasado a la clandestinidad». Solo vienen a su casa de día, de un sitio que se niegan a revelarme, con un aire travieso que, por supuesto, me ofende y desafía a adivinar. Por el perrito que Marcela lleva en un canasto tubular, de esos que se usan para cargar el equipo de mate, deduzco que viven en un edificio donde no se admiten animales.

Por la mucama paraguaya que llega, a veces, vestida con su guardapolvo verde y la llave en la mano, a recoger diarios y cartas, a continuar con la mudanza hormiga y mantener la apariencia de casa habitada, comprendo también que ese edificio no puede estar muy lejos: uno de esos edificios nuevos y lujosos que cercan nuestras casas.

Carlos, el jardinero boliviano que viene a media mañana y se queda todo el día, me pregunta sobre filtraciones y acepta mis reclamos sobre la falsa vid que nos invade. A solas, en una casi complicidad, por momentos siento que trata de averiguar qué pasó con sus patrones como para que se hayan mudado de ese modo, o qué sé yo de lo que pasó. Y si le pido alguna ayuda, a modo de castigo, me cobra tanto como les cobra a ellos.

La última novedad es otro reflector inmenso que se enciende en el terreno de atrás, sobre el quincho de los Chagas, de forma automática, y atraviesa con su luz el fondo de las casas, y las casas también si es que, como nosotros, no se tienen persianas. Mi madre, por la noche, ya no necesita encender las lámparas para moverse en su insomnio. Una madrugada, cuando llego a casa, la encuentro en su cocina, a esa luz glacial, mirando hacia el patio:

—¡¿Estás triste?! —le pregunto—. ¡¿Te pasa algo?!

Las rejas proyectan sobre ella su sombra carcelaria.

—Pienso en los que vendrán —confiesa tras mucha duda; y enseguida, como si temiese que la malentendiera, con una tristeza exagerada, explica—: ¿Quiénes serán los nuevos vecinos?

—¡Por Dios, mamá! —me irrito—. ¡Como si no pudiera llegar buena gente!

Ella no me contesta, pero tampoco se tranquiliza.

Quizá le parezca injusto que a esta altura la vida le depare una sola persona más de quien preocuparse. O quizá no es verdad lo que me ha dicho, y tiene, como yo, un tormento secreto, un recuerdo que no la deja dormir.

Una mañana encuentro a Marcela en la vereda y le pregunto por la venta de la casa. Me dice que «no es fácil vender
acá
», con un gesto de desprecio por el barrio que quizá se extiende al país todo. Culposo todavía, le pregunto si no le convendría mudarse a un country.

—Oh no, querido —me dice—, esas son cárceles para ricos.

Otro día Marcela toca el timbre y me asegura que nuestra única esperanza es que alguien venga y nos compre nuestras casas para demolerlas y levantar edificios. Y dice que si yo también pongo en venta mi casa, y si convencemos a Coca de que venda la suya, nos darán muchísimo más dinero por los cuatro terrenos juntos. Le confieso que vender también es mi sueño. En el fondo, solo me sostiene imaginar qué haré cuando muera mi madre, pero sé que mudarse sería como matarla, y que lo mismo sucedería con Coca Aragón.

—Ah claro, pobre —se compadece sarcásticamente: sé que Robert le ha dicho que la relación con mi madre es enferma.

Con una mueca de burla dice que no me preocupe, que aunque se muden verán el modo de seguir pasándole psicofármacos a mi madre.

Pero al día siguiente, como si se vengara mostrando al mundo que mi madre y yo estamos solos, indefensos, sobre el frente de su casa cuelgan un inmenso cartel:
EN VENTA
.

H
ASTA QUE
un atardecer, al llegar a casa, noto un alboroto al lado, y descubro a los Chagas que controlan un ajetreo de sirvientes con la ansiedad alegre de los negocios que nos cambian la vida y una despreocupación que me lo dice todo.

En cuanto me descubre, Marcela viene hacia mí, reconvenida por Robert. El gran síntoma de su locura, parece diagnosticar el doctor sonriendo resignadamente por sobre el hombro de su mujer, no es ya la compulsión a sospechar sobre posibles ataques, y su propio cuello ortopédico, sino esta incontenible pasión por los negocios.

Porque Marcela me dice que han vendido, sí, que por fin han vendido la casa y que pasado mañana, sábado, tienen que entregar las llaves; pero está preocupada porque en ese departamento en el que ahora viven no tienen lugar para no sé qué paquetes con no sé qué implementos del salón de belleza. ¿Y no tengo espacio yo en mi casa, ahora que vendí el auto de mi padre?

Yo le digo que por supuesto me gustaría ayudarlos…

—Pero —improviso— no te imaginás la cantidad de cosas que juntaban mis viejos…

La verdad es que ya he tirado casi todas esas cosas. Y que, ahora que se van, no quiero tener más vínculos con ellos.

—Oh, solo por unos días —ruega Marcela con una mueca de niña caprichosa, mirando hacia arriba, a la ventana de un cuarto iluminado a pleno.

—Vení, vení que te los muestro, vas a ver que es poco, que podés…

Y estoy por decir que no, cuando caigo en la cuenta de que quiere hacerme entrar en su casa, por primera vez en treinta años. La casa de las Kuperman en que he vivido, de algún modo, todo este último tiempo. Atónito, digo que sí.

Dejando a su marido solo al frente de la mudanza, Marcela se vuelve hacia el porche de su casa y yo le voy detrás, preguntándole ya lo que más me intriga.

—¿Quién es el nuevo dueño?

Ella, fingiendo que no ha oído, sonríe e improvisa un gesto que no logro entender, como si me pidiera que esperara o que bajara la voz.

Yo apuesto a que si entro en sus códigos me dirá más cómodamente su verdad. Murmuro que mi gran miedo era que viniera un chino y pusiera un supermercado.

—Oh, no —sonríe, por lo bajo, disimulando que habla—.
Todo lo contrario.

¿Todo lo contrario de un chino?, me pregunto. Y cuando conseguimos atravesar ese porche atestado de valijas y canastos y paquetes y entrar en el diminuto recibidor cerrado en donde brilla, escalofriante, el tablero de la alarma que hace poco los ladrones obligaron a desconectar a Ivancito —«La primaria y la secundaria, ¿eh?»—, por fin se vuelve a enfrentarme y me dice en voz baja:

—Mirá. Es un médico famosísimo, excelente persona, con el que no vas a tener ningún problema. Pero el nombre por ahora no puedo dártelo, ¿sabés?

Y Marcela me explica un problema de derecho de familia al que apenas atiendo, subyugado por la casa, que por fin entreveo por la puerta entornada.

—Solo puedo asegurarte que, de veras, será el mejor de los vecinos…

Yo recordaba un comedor oscuro, donde nada era más notable que el tamaño de los muebles, el exquisito olor a cera y la consecuente sensación de que un chico estaba allí de más. Pero me encuentro con un espacio completamente blanco y un piso de madera flotante al que la ausencia de muebles hace parecer todavía más vasto.

—Pero yo ya le he hablado de vos mientras firmábamos la escritura —dice Marcela, refiriéndose, claro, al comprador ignoto, como si hubiera entendido que me ofende su reticencia—. Y está fascinado con la idea de tener un vecino escritor… Y yo le dije, también: «¡Son los mejores vecinos del mundo…! ¡En treinta años no tuvimos jamás un problema…!».

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