—«Desconectá la alarma», fue lo primero que le dijeron a Ivancito en cuanto entraron. «La primaria y la secundaria, ¿eh?» (Porque tenemos dos: la que todos escuchan, y otra secreta que suena en la empresa de seguridad si digitamos, después de la clave, la tecla asterisco. Es un sistema nuevo, y ellos ya lo conocían.) Y por suerte Robert, que sabe manejarlos, los tranquilizó: «No se preocupen, muchachos, que yo siempre tengo algo para ustedes. Siempre guardo algo para estas ocasiones». «¿Y tu mujer?», preguntó el jefe. «Dejala, está dormida. Y se pondría nerviosa, y todo sería peor.» Hicieron caso, por complicidad masculina. Pero era toda una célula, una organización: llevaban handies con los que iban diciendo: «Ya estamos terminando», «Vengan ya». Un camión vino, cargaron las computadoras. Se llevaron dinero. Y estamos seguros de que van a volver.
Le digo lo que vi, la madrugada del domingo, cuando llegué de Buenos Aires (y no tiemblo por eso: tiemblo porque esa imagen de
madre
y
padre e hijo
se reúne con esa otra palabra:
organización
y compone mucho mas nítidamente esa escena olvidada).
Hablo del tipo de gorrita con visera para atrás, del auto que parecía esperarlo, del patrullero.
—¿Cómo un patrullero? —se aterra Marcela—. ¡Si no hicimos la denuncia!
Empiezo a explicarle, y se pone tan nerviosa que debo empezar de nuevo, y bastan dos o tres frases para que me interrumpa y me pida que por favor le repita todo eso a su marido, exactamente. Que no me preocupe. Que no harán la denuncia. Pero que, eso sí, por favor, no diga nada a nadie más.
Cuando entro en casa me la encuentro a mi madre, espiando, recelosa.
—¿Qué quería Marcela? —me pregunta, temblando: solo alguna desgracia, algún peligro inminente puede haberme envuelto con quienes detestamos.
—¡Nada! —improviso—. ¡Te trajo revistas!
Una o dos veces me obliga a repetir la frase. Cuando logra entender, me dice con sarcasmo.
—¿Ah, sí?, ¿y dónde están esas revistas?
Manoteo unos viejos ejemplares de
Hola,
de esos mismos que le regala Marcela y que ya están para tirar; confío en que los haya olvidado, como olvida casi todo. Se los doy y subo a mi casa, de nuevo a mi trabajo.
Aunque en una declaración podría parecer demasiado, diría que siento que mi madre ha leído en mis gestos una verdad que yo mismo no consigo entender; un mensaje que yo sigo repitiendo, un libreto, desde hace más de treinta años.
T
ENÍA ALUMNOS
en casa, esa noche. Cuando salí a la tarde a sacar fotocopias, vi que unos herreros tomaban medidas al porche de la casa de los Chagas: ahí estaba Robert, con su cuello ortopédico, su aire de jefe de pabellón, su pasión por las rejas. Me hizo señas de que fuera nomás, que cuando regresara me atendería.
Al pasar frente al número 5 encuentro a Diego, mi vecino. Cumplo en comentarle que su presagio se ha cumplido: que anoche «entraron» en la casa 29. Que esperaron a Ivancito, que venía de bailar, y se metieron con él, y que yo mismo vi un tipo sospechoso, de arito y gorra de visera, a metros de donde ahora estamos.
—¿Y no llamaste al 911? —me dice Diego, como desconfiando de mí.
—No —contesto, un poco perplejo—, ni se me ocurrió. No le explico que apenas sé qué es el 911 y que, en todo caso, no habría llamado.
—Mi mujer, que es psicóloga —me amonesta—, trabaja ahí, y atiende a la gente que se siente amenazada.
Nadie podría decir que Diego y su mujer son policías, pero siento de pronto la misma desconfianza.
Hago las fotocopias en el quiosco de la esquina, y cuando vuelvo, Robert se desprende del grupo de herreros, y como un médico que abandona la cama rodeada de practicantes, viene solícito a atenderme.
Es un psiquiatra famoso, de mala fama entre progres. Aunque a esta altura el dinero que trae a casa debe de ser mucho menos que el que gana su esposa con sus salones de belleza, conserva un aire típico de director de hospicio. Me saluda y me lleva aparte:
—¿Qué me dijo Marcela? —me pregunta por lo bajo, tan pronto le expreso mi pesar—. ¿Que viste un patrullero?
—No sólo yo —le digo, como si mi solo testimonio no pudiera resultarle confiable—: También esas dos gordas que están allí enfrente, sentadas al lado del viejo. Y fue a las cuatro y media, estoy seguro —digo con esa premura característica de las novelas policiales—. Bastante antes de que les entraran a ustedes.
Le cuento que el tipo de la gorra para atrás parecía ansioso, ahora comprendo, por divisar a lo lejos la llegada de Ivancito, por subir sin demora al auto que lo esperaba y seguir al chico hasta la puerta de su casa.
—No… Si esto fue todo un operativo —me interrumpe—. ¡Todo esto era
zona liberada
!
—¡Zona liberada! —repito casi sin querer. Me entusiasma que él, tan luego, use un vocabulario que solo puede haber aprendido en el
Nunca más.
Robert es hombre de derechas: casa en Pinamar, departamento en Miami, presidencia del Rotary Club: conquistas ostentadas como jinetas en una charretera. Que aun él, que llegó al barrio en plena dictadura, haya llegado a comprender la iniquidad de la policía, me produce una sensación de victoria o de revancha. Un logro de este gobierno que apoyo.
—Pero decime, ese patrullero…, ¿decía Científica,
Policía Científica
?
Yo respondo que sí, y que eso mismo les había llamado la atención a aquellas dos gordas.
—¡Claro! —exclama, por lo bajo—. ¡Ya está!
Su cara se ilumina. Con ese último dato ha hecho su diagnóstico, solo eso le bastaba para lanzarse al combate. Y me arrastra a la esquina, como en las citas secretas.
—A una paciente mía le pasó igual: poco tiempo antes de que entraran a robarle, un patrullero de la Policía Científica le estacionó frente a la casa de al lado. Son los que te marcan —dice— para que los otros después entren. Y hay algo gracioso.
Por primera vez en treinta años nos une una extraña confraternidad. Pero estamos pasando frente a la casa de Diego, y tan disimuladamente como puedo, le pido que se calle.
—Ah, ¿la mujer de este es policía? —me pregunta Chagas, y Diego lo escucha y nos lanza una mirada de odio. Porque son otras épocas. Porque no podemos pensar que todos los milicos son iguales, y que la fuerza entera es el enemigo. Y porque su mujer trabaja en el 911 por necesidad, y por solidaridad, incluso, ¿a qué negarlo?
Cuando llegamos a la esquina, casi a solas, frente al playón de autos usados, Chagas prosigue:
—Bueno, esta paciente mía hizo la denuncia porque la obliga el seguro. Y denunció más cosas que las que en verdad le habían robado —y Chagas ríe, juzga naturales, perdonables, esas trampas—. Al rato le sonó el teléfono… ¡A las tres de la mañana! Te imaginás el susto… Eran los que la habían asaltado. «¡Hija de puta!», le dijeron. «¡Dijiste que te habíamos afanado un home theater y ahora el comisario nos lo reclama!».
Su esforzada despreocupación, su casi alegría, me hacen confiarle entonces la obsesión que ya me ha atrapado desde el fondo de la mente: la similitud entre esto que ha ocurrido y otro episodio de 1976.
—¿Hace treinta y tres años? —se extraña, consternado—. ¿Qué pasó hace treinta y tres años?
Le cuento que aquella noche otra banda asaltó la casa, cuando todavía era de la familia Kuperman. Y sugiero que, a pesar de los avances de los derechos humanos, el «aparato represivo», o «el crimen organizado», como quiera llamársele, sigue igual: que eso prueba este asalto.
(Pero no le digo que antes pasaron por mi casa. Ni le cuento lo que sucedió en esos diez minutos que permanecieron entre nosotros y no me he atrevido a revelar jamás a nadie, eso que ahora me hace temblar como una fiebre.)
—De la presidenta para abajo, empezando por ella —dice Chagas, y un rayo en su mirada es como una advertencia: «No me confundas»—, todos son ladrones. Todos —destaca con un ademán amplio que parece abarcar todo el cuerpo social enfermo—. Así que solo nos queda defendernos entre nosotros.
E
N MI CASA
, mi madre, un poco demasiado erguida, como quien se prepara a recibir un golpe de ola, me increpa:
—¿Qué hablabas con Chagas?
—¡Me recomendó a sus herreros! —improvisé—. ¡Me ofrecía sus servicios!
—Bah —desprecia ella.
Le digo que tenemos que enrejar la cocina, no porque corramos peligro alguno, sino porque el seguro nos lo exige. Ella hace un gesto amargo, como diciendo: qué inútil. Si nos entraran, ¿qué podría reparar el dinero? Y de pronto, yo invento:
—Y nos quedamos hablando de las Kuperman… ¿Te acordás? —y me acerco a su oído dispuesto a recordarle la noche en que ella estuvo sola ante la patota.
Mi madre acusa el dolor, pero sobre todo la furia que le causa mi impertinencia de hablar de los dolores. Me arrepiento de haber hablado. Siento que nombrar la muerte es atraerla.
Mi madre tiene casi noventa años, olvida muchas cosas.
—¡¿Pero cómo no me voy a acordar…?! —se ofende. Y sé que también habla de
su
noche.
Subo a mi casa entonces, para que no se preocupe. La necesidad de escribir ya me distrae de cualquier otra cosa. El conocido deseo de escaparme. Pero me quedo como plantado en el geriátrico, ante la misma ventana desde donde vi el patrullero, y contemplo, como quien lee un mensaje, el aspecto del barrio.
«Houses live and die»,
recuerdo, mirando las casas bajas cercadas, a lo lejos, por la barrera de edificios: todo un
memento mori.
No podía imaginarlo entonces, a mis doce, trece años, cuando yo mismo era parte de ese paisaje; no podía imaginar que también un barrio envejece. No hablo de volverse antiguo, pintoresco: digo viejo, sucio, decadente, porque los dueños de las casas han muerto y las viudas como mi madre tienen casi noventa y no se animan a dejar entrar obreros…
Y sin embargo, me digo, algo más poderoso que las casas sobrevive. Pero, ¿qué? ¿Simplemente una banda de asaltantes, de mafiosos, de asesinos? ¿O un mecanismo secreto, un código oculto bajo la fachada de las leyes conocidas? ¿Un lenguaje mudo que las reglas del lenguaje, malamente, intentan reproducir, o arteramente ocultan? Acaso un modo de vincularse que permite a unos ser víctimas y a otros victimarios sin que nadie tenga siquiera necesidad de expresarlo. Pero yo estoy a tiempo de entenderlo, me digo, si escribo.
Porque nunca he sentido aquella noche más cercana; más cercano su horror.
Empiezo.
1976
La ciudad es cuadrada. Las calles la dividen, con precisión de grilla, en manzanas cuadradas, idénticas, numéricas. Quien la sobrevolara, esta noche que quiero enfocar —un helicóptero de la policía, un guerrillero que ha conseguido escapar y vuela al exilio—, creería descubrir la verdadera función de esa cuadrícula: una jaula, un plano de operaciones.
Ha dicho el jefe de policía: «Señor, para mí sólo pido lo más duro en el combate». Dijo el gobernador: «Primero los subversivos, después sus cómplices y por último los indiferentes. Todos serán eliminados».
La cuadra en que transcurre esta historia está poco más allá del límite: ahí donde la mente del que planeó La Plata dejó en blanco el papel. Apenas más allá de una larga avenida que rodea la ciudad, la Circunvalación, con anchas ramblas en medio.
Veamos la cuadra de la que hablo: cinco casas apenas, o cuatro en realidad —la esquina en que yo vi al tipo de gorrita, Calle 18 número 3, es un playón de autos usados o robados, y no contará aquí.
La vereda de enfrente es mucho más pequeña. Una manzana triangular o, mejor dicho, una esquina de manzana amputada por el inicio del camino a Buenos Aires. Como una cuña clavada en la cuadrícula, o una proa.
Una única casa ocupa esa manzana, cuya única puerta da al frente de la mía y de la casa vecina —las restantes enfrentan al camino a Buenos Aires, por entonces, mucho más importante.
Un tránsito constante de autos, de micros, de camiones que entran o huyen de la ciudad, un temblor intermitente, recuerda los tiempos en que esto era un bañado, pampa bárbara.
¿G
UERRA CONTRA
la subversión? ¿Represión? ¿Genocidio? Mi memoria —la memoria del chico de doce años que era entonces— va iluminando hechos más bien como un paisaje. Fragmentos de un mosaico; piezas de un puzzle sangriento que alguien o algo arma, silencioso, en la noche.
Calle 532 entre 13 y 14
: una noche arrasan la casa de un marino de
YPF
, compañero de mi padre. No roban: lo destrozan todo. La ausencia de motivos, la incapacidad de imaginarlos, instalan el relato, desde el principio, en rango de sagrado. «Entraron», dicen los vecinos, en voz baja, como los acólitos de una religión prohibida, de una secta secreta en la que es mejor no decir nombres.
Hay mudanzas furtivas, sigilosas: primos que piden albergue y que se quedan meses, casi sin salir, estudiando en grupo en la planta alta, para partir de golpe cuando el chico de enfrente, el hijo del marino, me pregunta por qué vienen a casa «esos muchachos», y una hora después un balazo horada, como sin querer, una ventana.
Calle 532 entre 17 y 18
. Un estallido en la noche nos incorpora en la cama, a mi madre y a mí: una bomba ha volado entera la casa de un vecino. Los dueños estaban fuera pero igual ya no vuelven. Durante días los chicos hurgamos el impudor de las ruinas, la obscena tentación de los bienes del prófugo.