Pero cuando llego a la sala veo que entre mis padres y el Jefe están escrutando mi partida de nacimiento, que quizá le entregaron para identificarme, porque por alguna razón no le basta aquella cédula rosa.
O porque el Jefe quiere comprobar, sí, que soy su hijo.
No el hijo de unos padres fugitivos o ausentes, como el Jefe habrá supuesto. El último, el menor de aquella generación de la que se sospecha, a la que se persigue.
El último hijo posible de estos viejos. Si se hubieran demorado apenas unos meses habrían debido adoptar, como los Berenguer a su indiecito.
«Pero no le digas a nadie esto que acabás de leer», me ha dicho mi madre cuando descubrí esa partida en el portafolios negro, y junto a su nombre, las palabras «madre soltera». «Secreto. Que los curas del colegio te pueden echar.»
Los tipos que llegan de arriba nos rodean. Mi padre los recibe con un orgullo extraño que yo sé comprender: esta casa es su logro.
Yo entrego la cédula de mi padre y el Jefe se sonríe. La orla de cinta argentina, como yo suponía, lo tranquiliza.
Pero los tipos le hacen una seña que el Jefe de inmediato entiende. Y decide pasar a otra cosa.
—Acompáñelos al fondo —ordena a mi padre—. Y usted —dice a mi madre—. Usted, venga conmigo.
2010
Si me hubieran llamado a declarar, habría dicho que, diez días después del asalto a los Chagas, el episodio ya no parece más que una herida secreta de cuya evolución da cuenta el incesante repertorio de medios de defensa que mis vecinos instalan en su casa.
Hay herreros todo el día, al mando de un maestro herrero que secunda, él, a Chagas, en su frenesí de imaginar rejas nuevas para los ventiluces, las bocas de ventilación y hasta los desagües pluviales. Y cuando ya no le queda orificio que enrejar, Chagas decide que esas rejas, por alguna razón, no son demasiado resistentes, y ordena arrancarlas y cambiarlas por otras, groseras como barrotes.
El día en que recibo en casa a los herreros aprendices (el maestro no ha querido molestarse por tan poco), los muchachitos se burlan de los Chagas, me dicen lo que el Maestro les cobra: no puedo creer que un psiquiatra maneje tanto dinero, y mucho menos que lo dilapide así —a menos que ostentarlo sea otra manera de protegerse.
—Pero es que ese tipo ha de estar en algo raro —me asegura una amiga riquísima, quizá por puro hábito de desentrañar policiales, quizá por competir con mi poder de deducción, quizá para demostrar que no todos los ricos son iguales.
—La cana tendría un dato, esa noche. Sin dudas. Y ese doctor no es trigo limpio.
Pero, ¿en qué podría estar metido un tipo que se parece, según el lugar común, a uno de sus locos o, más bien, a un científico loco de
Cartoon Network
? Esa casa cada vez más semejante, sí, a un castillo de malvado de historieta, con su porche como una cama con baldaquino de piedra y blíndex en lugar de tules, y todas esas rejas y cámaras y, sobre todo, esa espectacular cantidad de luces.
—Parece un souvenir —ha dicho mi amiga—. Un souvenir gigante.
Un souvenir, me digo, sí, pero de algo que solo yo recuerdo. Yo y ellos, me corrijo, cuando los veo salir, con cara de estar pagando un pecado secreto, en su cuatro por cuatro —al consultorio, a sus salones de belleza— a devolver tranquilidad o aspecto armónico a los burgueses neuróticos, aterrados por la prensa y el fantasma de la inseguridad. Una tranquilidad que ellos saben, mejor que nadie, que ya es imposible.
Y en cuanto a mí, durante unos diez días hago la misma vida: me levanto a las siete, reviso el correo electrónico, saco a pasear la perra y me entrego a una novela que no me satisface —que no brota de mí.
Porque, ¿qué es el bloqueo de un escritor? No la simple incapacidad de escribir, sino de escribir de acuerdo con su verdad más profunda: conectando su imaginación con el centro oscuro de la personalidad que exige salir a flote en forma de relato. Libérame o te devoro.
Y hacía años que sentía que estaba escribiendo en vano. Hojarasca. Incapaz de volverme digno de mi propio destino.
Un día, mientras tomo apuntes sobre la antigua casa de las Kuperman, suena el timbre: es Marcela otra vez, con anteojos negros, como estrella de incógnito, o una agente secreta, me digo, dispuesta a reportar.
«Justo estaba escribiendo sobre vos», me dispongo a decirle, ridículamente, cuando algo me intercepta: Marcela me mira fijo, callada, como si ya no creyera que yo soy de confianza.
—P
ERDONÁ
que te moleste —dice Marcela— y que te haya hecho bajar, pero, ¿vos no notaste nada, no?
De arriba parecía inmóvil, pero está, ahora lo noto, desquiciada en su miedo, y tiembla en cada músculo, y se mueve continua pero imperceptiblemente, un paso para aquí, otro para allá, recelosa pero en vano: «Donde está el cuerpo está el peligro».
—¿No notaste nada vos, hoy, por la mañana, ni en toda la noche…?
Tengo una sensación clara: si me confío demasiado a Marcela, la corriente de su locura me arrastrará. Niego con la cabeza.
—Nos entraron otra vez, esta mañana —murmura como para sí, desviando la vista.
Yo grito y mi sorpresa, aunque no sea fingida, parece sonarle a ella exagerada y algo idiota. Al fin y al cabo los Chagas no han hecho otra cosa que prever, que esperar otro ataque.
—Esta mañana, a eso de las nueve. Y Robert dice que debieron entrar por aquí, por tu casa.
Alertada por mi perra, mi madre se asoma a su ventana. Marcela, ya menos por protegerla a ella que para hablar conmigo a solas, me aparta y me empuja en dirección a la esquina.
Cuando pasamos frente al garaje de Coca Aragón demora un poco el paso y señala el techo bajo:
—Quizá entraron por aquí arriba. Eso supone Robert. A tu casa.
La casa de Coca es casa de una planta, de techo bajo, sin esos vidrios rotos que se pegan en lo alto de las paredes para que nadie trepe. Quien quiera entrar aquí no tiene que violar nada más que la ley, decidirse y apoyar cómodamente un pie en cada piedra Mar del Plata, como por una escalera.
—¡Dios! ¡Pero claro! —recuerdo, como quien ruega—. Una mañana, hace poco, encontré en la vereda un montón de ramas rotas de aquella enredadera. Y pensé que eran la prueba de que alguien había trepado.
Satisfecha, Marcela no me dice nada, y siento que me desprecia por tonto o por traidor… ¿Seré yo, entonces, el culpable, porque otra vez no dije nada? ¿Y qué debí haber hecho? ¿Declarar? ¡El 911! Pero si los mismos Chagas me pidieron que guardara el secreto…
Seguimos caminando. Cuando llegamos a la puerta de Coca, Marcela de pronto se para y toca el timbre, con el aire resuelto de quien tiene un plan alternativo y está decidido a ejecutarlo: y ese plan es denunciarme.
—¿Pero a qué hora fue? —pregunto—. Si yo estoy despierto, escribiendo, desde las siete… —sé que no tengo derecho, pero solo mostrarme interesado puede salvarme. Y de nuevo me siento a punto de decirle que estaba escribiendo sobre ella, y me frena el presentimiento de que haré el ridículo—. Yo los habría visto, Marcela, los habría oído… Mi perra les habría ladrado…
Marcela sonríe con sarcasmo, mirando para atrás con el rabillo del ojo… ¿Piensa que los protegí? ¿O la complace humillarme?
—Encontramos comida en el quincho del fondo. Cartones de vino, panchos —Coca no aparece—. Deben haber llegado a eso de las cuatro, cuando todavía estaba oscuro. Pasaron por aquí. De aquí pasaron a tu casa, de tu casa a nuestro quincho y allí tranquilamente esperaron a que nos levantáramos y desconectásemos la alarma. A las nueve, Robert sacó el perro al jardín. Entonces llegaron, tranquilamente, desde el fondo.
—Pero yo no escuché a Jazmín ladrar esta mañana —insisto estúpida, distraídamente, porque no puedo tolerar la idea de que los tipos hayan estado mirándome, desde el fondo, despertar, salir a mi balcón, dar de comer a los pájaros, empezar a escribir, creerme libre, seguro.
—Pero esta vez fue más violento, ¿eh? —confiesa Marcela—.
Mucho
más violento.
Y ya no dice más. Algo en su actitud me impide preguntarle.
Casi exasperada, Marcela vuelve a tocar el timbre de Coca —¿pero qué quiere decirle, ella siempre tan cuidadosa de no perturbar ancianas?— y me pide una explicación por su demora.
Coca tiene noventa y un años, le digo, descontando que hace mucho que no la ve, y está muy gorda, y camina con un trípode y con gran dificultad.
Pero en el fondo solo trato de imaginar qué pueden haberles hecho a los Chagas, esta vez, de tan violento. Marcela no luce golpes ni heridas.
Como sea, comprendo, han empezado a caer uno a uno los métodos de protección de su marido. Todos aquellos aparatos ridículos, todas sus tácticas para manejar a los ladrones como a sus pacientes psicópatas, han fallado escandalosamente.
¿Y cómo seguirá esto?, me pregunto. ¿Cuál es el límite? ¿Debo yo integrarme a esa carrera de locura? ¿Por qué cuidar de mi jardín, si es un patíbulo?
—Yo me voy a ir de acá —dice Marcela ante la puerta cerrada, como dolida por una deliberada impiedad de la vieja, y casi no se mueve. Tardo en entender que no se refiere a este umbral, ni siquiera a su casa, sino al barrio todo—. Robert no quiere, pero así no se puede más.
Solo ha venido hasta aquí a cumplir un pedido de su marido, a buscar un dato que lo ayudará a planear una última estrategia; pero Marcela ya no cree en él y aprovecha para castigarme como si quisiera castigar a la realidad por haber puesto en evidencia su ineptitud.
Digo que la comprendo, que así no se puede más, y me mira incrédula. En la voz se me nota una culpa atroz, pusilánime, por traicionar a mi gobierno, a mi ideología. O un miedo casi infantil de quedarme sin ellos.
Solo que Marcela de pronto ha perdido la compostura, parece sentir que llevada por el odio ha cometido un error fatal, que ha dicho
demasiado.
—Pero por favor, querido, no le digas a nadie que nos vamos, ¿eh? —y después agrega, como si discutiera con Robert—: Nos vamos a ir, nos vamos a ir, no importa dónde…
—Bueno, pero venderán rápido —trato de consolarla. Y yo concibo un miedo que solo entenderé después: si ellos se van, si la casa queda vacía, mi casa quedará expuesta, desprotegida. Será la próxima.
—¿
Esta
casa? —dice—. ¿En
este
barrio?
Como si todo el barrio tuviera la culpa, como si al mudarse aquí ella hubiera, me digo, caído en una trampa. ¿Pero cuál?
Hasta que algo la sobresalta como una detonación, algo que no sé qué puede ser, cuál de los mil ruidos de la calle a mediodía.
—¿Pero cómo es posible que Coca no esté? —se impacienta Marcela—. ¿Cómo es posible?
En verdad es extraño, y de pronto yo mismo temo lo peor.
—¿Y el marido tampoco está? —me pregunta.
No lo puedo creer.
—El marido se suicidó —le digo— hace unos trece años.
Marcela no se inmuta: no sabe nada de nosotros, nunca ha querido saber, y los últimos sucesos prueban que así fue mejor.
Para conseguir su piedad empiezo a enumerar todas las «bajas» que ha sufrido el barrio desde la muerte de mi padre; la cantidad de viejos que han muerto desde entonces.
—Ah sí, por aquí va a pasar la Parca… —me corta, enigmáticamente al ver pasar a un viejo que vuelve de pasear el perro, y así como así se despide y me deja solo.
Y yo, a solas con la preocupación por Coca, recuerdo el suicidio de Martín, que me contó mi padre cuando volví de un viaje: Coca llegando a casa por la puertita del fondo buscando a mi padre, gritando «¡Martín se pegó un tiro! ¡Martín se pegó un tiro!». Mi padre que lee en el cuerpo de él, en su suicidio, un mensaje secreto, del que nunca me habló, y del que nunca se pudo recuperar. Y después, el interrogatorio ante la policía que, esta vez sí, los llamó a declarar a él y a mi madre a la comisaría.
No, Coca no va a salir, comprendo, aterrado.
Corro a mi casa.
C
UANDO LLEGO
a la planta alta me asomo al balcón de atrás, pero me distraigo mirando el techo del quincho donde anoche, hasta hace un rato, han estado los asaltantes, comiendo, adueñándose de cada cosa, quizá burlándose de mí.
Después miro, a mis pies, el patio de mi madre, el techo de chapa oxidada y carcomida, el jardín desastrado, la pileta vacía, fisurada, cubierta de tablones, y siento vergüenza y a la vez alivio de que hayan comprobado nuestra pobreza. Pero quién sabe, quién sabe, si nos habrán descartado.
Y no, no hay rastros de que esta vez hayan pasado por casa. ¿Pero dónde está Coca?, me pregunto, asomándome por fin hacia su patio, tratando de mirar bajo su parra, entre las plantas enormes, que ya nadie controla. Escucho voces, pero solo es la radio que Coca siempre tiene encendida, en la misma estación; la emisora de tangos que Martín escuchaba cada mañana y la que estaba sonando cuando se pegó el tiro. ¿Y cómo podrá seguir viviendo mi madre, me digo, si lo que temo que haya sucedido de verdad sucedió?
Hasta que al fin oigo que mi madre abre la flamante puerta de rejas de su cocina, la escucho despedirse de Coca que ha estado desde temprano con ella, aquí abajo, tomando mate y preocupada porque, en efecto, durante toda la noche, ha escuchado ruidos raros.
Pero yo me escondo: no quiero explicarle que una banda de criminales la ha mirado dormir. Obligar a mi madre a que imagine qué podría haber pasado. Y me vuelvo a la computadora.
Durante mucho tiempo he querido escribir, también, otra historia real, que me contó mi amiga Alida. La historia de una mujer que una noche, en plena dictadura, oye que alguien entra por la ventana de su lavadero. La irrupción le da tanto miedo que, en la oscuridad, se finge dormida hasta que al alba el invasor se va. Pero al día siguiente, a la misma hora, vuelve a escuchar ruidos en el lavadero, y el tipo vuelve a entrar por la ventanita y ella vuelve a simular que duerme, y así hasta que por fin el consorcio, sin su consentimiento, decide poner rejas a todas las ventanas del edificio. «Hace meses», escribe una mano anónima, con aerosol, en la puerta de la casa, meses después. Mi cuento bien podría decodificar ese grafiti e inventarle un final.
Solo me ha disuadido la semejanza de esa anécdota real con un cuento de Cortázar. Pero no puedo no pensar que me he convertido en eso: en una especie de casa tomada.
Quizá mis rejas sean la escritura. Pero quizá las cosas se repiten para que uno comprenda, me digo, y mi modo de entender es escribir.