Pero nada me importó tanto como los dos libros en los que el general Camps intentó refutar esas denuncias de Timerman —y defenestrar a los Graiver. Si alguna vez me había preguntado sobre su antisemitismo, en Wikipedia encontré que su sueño había sido un «juicio en masa» a los judíos; y en verdad, aquel proceso a los Graiver parecía su prueba piloto. Y entre las declaraciones de todas aquellas personas —obtenidas después de repetir, según recordaba Timerman, «de lo que diga ahora depende su vida», pero trascriptas como amables conversaciones—, encontré la declaración que hasta ahora parecía imposible de encontrar, de imaginar
.
No podía perder tiempo. Aunque no eran todavía las siete de la mañana llamé a Miki —que estaba preparándose para llevar a su hijo a la escuela— y le dije que necesitaba verlo cuanto antes. Y cuando recuerdo la alegría de mi voz en el teléfono, y el entusiasmo con que empecé a hablarle sin orden ni datos concretos, comprendo que si apenas unos días después también a Miki lo hubieran llamado a declarar sobre mí, habría dicho que, aun siendo abogado, en ningún momento sospechó que fuera a pedirle ayuda, ni que yo corriera peligro alguno.
C
OMO CERRANDO
un ciclo, nos citamos en el bar del hotel donde, por primera vez, yo le había hablado de Diana Kuperman. Y fue él quien sacó el tema de la novela. Le dije que al fin había creído encontrar una forma: pegar, simplemente, las «declaraciones» de los personajes de mi cuadra, hasta componer el friso que un juez habría debido considerar llegado el momento de impartir penas. Dejando que toda la oscuridad de esa época, todo aquello que no podíamos decir ni concebir, se colara por las junturas. E incluyendo, como un testimonio más, mi propia memoria.
—¿Y cómo te va? —preguntó Miki.
—¿Conmigo? Más o menos —admití, sonriendo—. ¿Cómo imaginar lo que un chico así podría haber declarado, si no había palabras para entender lo que vivía, empezando por «desaparecido» y «campo de concentración»? Además no soy juez, ni fiscal, ni siquiera comisario: no tengo el arte que se supone que esas personas adquieren, por estudio y experiencia. Y ni siquiera es lo mismo preguntarle a un chico que a la propia memoria.
—¿Y los otros? —pregunta Miki, sonriendo, quizá recordando aquella breve confesión acerca de lo que me costaba hablar sobre mi padre—. ¿Te dan el mismo trabajo?
—Claro que no —sonreí desafiante, como diciendo: «No te metas con mi viejo»—. Porque esos interrogatorios ya otros los hicieron por mí.
No, no era un buen chiste para el hijo de un militante asesinado por la Marina, pero Miki estaba acostumbrado a hacer del humor una puerta para entrar en zonas oscuras. Como fuera, Miki lo pasó por alto cuando le dije que entre aquellas declaraciones que Camps reunía en su libro, había hallado, por fin, la declaración de Diana Kuperman.
Miki me miró con expresión de escándalo.
—Oh, por supuesto —aclaré, un poco avergonzado—, nunca habría dado crédito a un libro escrito por un torturador. Pero Diana ahí, ante Camps, dice algo que yo sabía. Un dato —aclaro, como persiguiendo los ojos de Miki, que no sé por qué desvía la vista— que yo había esperado ansiosamente todos estos meses que alguien mencionara, y que todavía no sé por qué nadie contó. Ni Diana en su declaración en el Juicio por la Verdad, ni la viuda de Graiver en aquel programa televisivo, ni siquiera Gasparini en su biografía detalladísima de David Graiver.
Miki vuelve a mirarme fijo, con la seria sospecha, lo sé, de que deliro. Y yo hago una pausa, para destacar lo que viene.
—Ante Camps, Diana Kuperman dijo que en el momento en que sufrió el accidente, el 19 de octubre de 1976 —sonreí, como si haber logrado precisar la fecha hubiera sido una gran conquista—, ella no iba sola en su auto. Que Jaime Goldenberg iba con ella, en el asiento del acompañante. Días antes de que Lidia Papaleo, aterrada de que ella o su hija fueran las próximas víctimas, se decidiera por fin a vender Papel Prensa —Miki todavía no imagina adónde voy, pero —quizá por lo sugestivo de esa escena de fuga— ni dice palabra, ni me quita la vista de encima.
—Esta es mi hipótesis, Miki —digo—. Escuchame bien.
—Los libros de Camps reproducen la carta en la que el almirante Massera, «en nombre de toda la Armada», lo felicita por el modo en que llevaba adelante la investigación sobre el caso Graiver. Muy bien, hay pruebas concretas de que Massera había puesto sus ojos en la fortuna de los Graiver mucho tiempo antes: por lo menos desde mediados de 1976, cuando por lo demás ya había empezado a rivalizar en todo con el ejército —Miki asiente: sabe bastante del tema, por la ocupación de su madre en la
ESMA
—, y habría secuestrado mucho antes a toda la familia Graiver. Sin embargo debía esperar a que se decidieran a firmar la venta de Papel Prensa, la fábrica de papel que aseguraría a la Junta el control directo de todos los diarios del país. Hasta que un día alguien —quizá un informante como mi vecino, quizá un montonero torturado en la
ESMA
— le hace reparar en Jaime Goldenberg, que acaba de renunciar a la dirección de las Empresas Graiver, abrumado por la muerte de David… poniéndose así en una situación de increíble indefensión.
Nunca he escrito ni mucho menos hablado con alguien sobre estas hipótesis, surgidas entre tanto otro delirio descartado. Y por un momento, de solo escucharme me da taquicardia: me impresiona la cantidad de elementos de mi historia que pueden reunirse en ese operativo de la Marina: Massera, Cavazzoni, mi padre. Yo.
—Pasó así —digo—: el 18 de octubre de 1976, varios grupos de tareas de la
ESMA
salen rumbo a La Plata, a la caza de Goldenberg. Uno de ellos llega a la casa de su secretaria de toda la vida, Diana Kuperman. La encuentra a oscuras, pero algo les dice que pueden estar adentro y deciden entrar por los fondos, o sea, desde mi casa. En medio del operativo —que presenciamos mi padre, mi madre y yo— un llamado por transmisor les avisa que Goldenberg y Diana han sido localizados. Solo que no podrán llevarlos a la
ESMA
: al ser interceptados en la ruta a Buenos Aires, el auto de Diana se estrelló, quedando los dos tan mal que ya no pudieron impedir la intervención de la policía provincial, que los trasladó al hospital de urgencias en ruta, es decir, al hospital de Gonnet. Porque además, claro, la orden era capturarlos
vivos.
Así es como Diana y su jefe quedan a expensas de Camps, y como Camps —alertado por el interés de Massera, por su osadía de meterse en su coto de caza— fija sus ojos en Goldenberg y Diana. Les pone guardia estricta en el hospital, los incomunica; en fin, los arresta. Y tan pronto a Goldenberg le dan el alta —mucho antes que a Diana, aunque él, diez años mayor, ha quedado quizá mucho más frágil de salud después del accidente— Camps, según relata en su libro, empieza a «visitar» a Goldenberg en su departamento.
—Claro —ironiza Miki, a quien todo lo que vengo contando parece provocarle una insoportable impaciencia—. Como si no tuviera otras cosas que hacer que andar de visita…
—Pero imaginate esas visitas —le digo—. Imaginate la bestia de Camps, infatuada porque monseñor Plaza lo considera un cruzado y le ha dado vía libre para arrasar con los bienes de los judíos que, sin duda, se originan en esa trinidad demoníaca: sionismo, marxismo, terrorismo; y a la vez furioso porque, tan pronto Goldenberg se franquea —abriendo a la codicia del otro, es verdad, una fortuna como nunca imaginó: bancos en el país y en el extranjero, empresas, etcétera—, Camps comprende que apropiarse de los bienes de los Graiver no será tan fácil como robar un auto o una casa o incluso un niño. Imaginate el odio que habrá acumulado como para que, cuando el gobierno por fin le da luz verde para secuestrar e «investigar» a su manera, Goldenberg «se le quede», casi inmediatamente, en la tortura.
—Y muerto él —se adelanta Miki, indignado—, ¿quién puede dar acceso a sus secretos sino su secretaria de toda la vida, aquella con la que, al parecer, estaba fugándose?
Me complace que Miki vaya arribando a las mismas conclusiones, aunque no sé si las cree verdaderas o producto de una locura mía con cierta lógica, así que me tomo un tiempo.
—¿Por qué Videla le habrá quitado el caso a Camps? ¿Por ese «error» de la muerte casi inmediata de Goldenberg, sin cuyo testimonio cree que será imposible apropiarse del patrimonio de los Graiver? El propio Camps, aunque herido en su orgullo, confiesa que había sucumbido entre tanto dato de finanzas, cuentas, bancos, etcétera. Como sea, Miki —digo—. Es entonces cuando el almirante Massera, ostentando una vez más su desprecio por Videla, lo felicita «en nombre de toda la Armada» por el modo en que llevó adelante el caso. Y es obvio que está ofreciéndole algo…
—Pero claro —dice Miki, despectivamente—. Massera querría el dinero de los Graiver no solo para él, sino para su campaña presidencial. Soñaba con ser el segundo Perón y quizá, ¿quién te dice?, además de una parte del dinero le habrá prometido a Camps que, durante su gobierno, volvería a ser jefe de Policía para juzgar a los judíos…
—Muy bien —dije—. Esta es mi teoría. Cuando Videla humilla a Camps diciéndole que será reemplazado en su cargo, Camps decide sacar urgentemente a Diana Kuperman de la cárcel de Olmos, tanto o más urgentemente, imaginate, cuanto que todos los Graiver, en su desesperación, debían de estar acusando al difunto Goldenberg… La saca de la cárcel, digo, donde la ha tenido separada de todos los demás, como escondida… y la entrega a la Marina.
Miki parece incapaz de seguir adelante: apenas puede imaginarse la soledad, el terror de aquella mujer, y casi sin darse cuenta pide la cuenta de nuestras dos gaseosas.
—¿Entendés por qué tengo que ir a la
ESMA
? —pregunto, confesándole por fin el motivo de mi llamado.
Y aunque Miki asintió con un gesto, automáticamente, yo, con solo decirlo, entendí que no era tan claro… Y que esa oscuridad que veía en mí lo disgustaba.
—Para inspirarte —improvisó, mientras se paraba y se ponía el saco. Pero era una idea extraña, elemental de la inspiración, de la que Miki se valía para salir del paso: sí, por alguna razón aquella historia lo había lastimado demasiado…
—Y qué curioso que no hayas ido antes, ¿no? —agregó, y yo sentí la hondura de su estocada aunque no llego a entender por qué me dolió tanto. Mi primer impulso fue decirle que siempre había esperado contar con alguien como él. Que no había querido pasar por la experiencia de ir a la
ESMA
sin alguien que me protegiera, que me auxiliara. Que ahora contaba con él para eso. Pero dije, como quien ruega:
—No, nunca lo he hecho: solo he visto esa foto de las buhardillas. La que aparece en el
Nunca más.
Con un muchacho de principios de la democracia sentado, reflexivo, ante una de las ventanitas, bajo el techo de pizarra… tratando de lograr esto mismo que yo trato de hacer: ponerme en el lugar de la víctima.
—Bueno —dijo Miki, severo—, la verdad es que mi madre estaba pensando en organizar una nueva visita para escritores. Pero si tenés tanta urgencia, podés venir este sábado, junto con los alumnos de una tecnicatura en Derechos Humanos que coordinamos con un compañero de
HIJOS
. Quizá no sea una visita tan profunda, pero al menos estará mejor asistida que la recorrida que se ofrece a los visitantes usuales…
Yo, por supuesto, dije que sí.
Y si no abundé en el agradecimiento fue porque él seguía muy serio y algo de mi propia pasión empezaba a avergonzarme. Como si en el fondo no creyera estar a la altura de lo que había contado.
Faltaban solo tres días, y apenas cuatro para el final de esta historia; y parecía todo dicho. Pero todavía una conjunción inesperada de hechos estaba por revelarme mi intención verdadera.
E
L DÍA DEL CENSO
, mi madre, ansiosa como ante cada novedad, estuvo levantada, por poco, desde el alba. ¿Qué querrían saber? ¿Y qué debía responder? ¿Para qué molestar a una anciana como ella? ¿Y no la castigarían, parecía preguntarse, por figurar todavía en el padrón de los vivos?
Yo estaba exultante por mi próxima visita a la
ESMA
pero también por lo que estaba a punto de suceder, y trataba de contagiarle, sin explicarlo, mi entusiasmo.
¡Ah, el alivio de decir, de una vez, la verdad! Que yo era el jefe de hogar. Que era homosexual. Descendiente de indios. Y probablemente de negros. ¿Cómo podía uno sentirse amenazado?
Y además, pensaba, si el censista pasaba antes por la casa de al lado, quizá podríamos enterarnos, por fin, de quiénes eran los nuevos vecinos; y si pasaba primero por la nuestra, podríamos, cautamente, denunciarlos.
Pero justo cuando la censista tocaba el timbre nos enteramos por la televisión de lo que acababa de ocurrir: Néstor Kirchner había muerto en El Calafate. Era una chica de campo ya demasiado alelada por todo aquello que le obligaban a preguntar como para aceptar fácilmente semejante imprevisto. Permaneció, casi veinte minutos, inmóvil, muda, absorta, frente a nuestro televisor.
Kirchner ordenando bajar la foto de Videla de la galería del Colegio Militar. Kirchner abrazando a Hebe de Bonafini.
Pero yo recordaba otra escena.
Mi padre había muerto en marzo de 2004. Pocos días después de que, en un acto público transmitido por Cadena Nacional, Kirchner entregara el predio de la
ESMA
a los familiares de las víctimas, a sus diferentes organizaciones, para que levantaran allí lugares de memoria.
Yo vivía entonces en Villa Elisa. El día del acto en la
ESMA
tenía que acompañar a mi padre a mostrar unas radiografías a su médico —y eso me ocupé de explicarles, recuerdo, menos culposo que desesperado, a los amigos con pancartas que me cruzaba en la estación de trenes y que iban al acto presidencial.
«Mi padre tiene cáncer», decía, como si quisiera que alguien me explicara qué significaba esa coincidencia. «Por eso por primera vez no estoy con ustedes.»
Cuando por fin entré a la sala de espera del consultorio y lo encontré sentado en un sillón, abstraído, no hablamos nada sobre la
ESMA
; pero como a su edad ya no hacía más que ver televisión, supuse que había soportado, durante días, todas las formas de la propaganda oficial; y temí que se instalara entre nosotros el enojo de ver tan maltratada la escuela «a la que le debemos todo».
Pero me bastó una mirada para entender que solo había visto la televisión como ahora miraba la pantalla del televisor de la sala de espera: para ausentarse de la hartante solicitud de mi madre, como pretexto para hundirse en sus inimaginables reflexiones, con ese desapego amargo con que me había hablado esos días por teléfono.