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Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

Una misma noche (21 page)

—Hm, no sé —responde, como si yo, abusivamente, recabara un dato que requiriera un estudio demasiado exhaustivo—. Pero puedo averiguarlo si me llamás.

Y eso es todo.

—¿Algo más? —dice la guía mirando a los alumnos de Miki. Y yo temo un malentendido. ¿Por qué desestimar así, o no ver, lo que yo podía darle?

Pero los alumnos, todavía, nada.

—¿Nada? Recuerden lo que les dije, ¿eh? —dice la guía, incorporándose para guiar nuestra marcha—. Que tienen toda mi confianza, porque a mí me va la vida en esto. Pero hoy —la voz le tiembla—, hoy van a tener que ayudarme.

Y nos vuelve la espalda y, como si ella fuera la viuda, le vamos detrás por la larga calle interna que bordea la avenida, hacia ese único pabellón, el Casino de Oficiales, por donde pasaron, se calcula, a lo largo de tres años, más de cinco mil prisioneros.

¿Y oiría Diana en la buhardilla, tras el medido escándalo del preso que devuelven a su colchoneta, los ruidos de las grandes máquinas del taller de la
ESMA
que los alumnos veían encenderse en su primera clase, como quien descubre el bramido de los motores del mundo?

Y avanzamos por esa calle interna mirando a un lado, a través de la larguísima verja, el tránsito feroz de la Avenida del Libertador; y al otro, a nuestra derecha, las construcciones navales que se van sucediendo como barcos varados: la casa de los suboficiales —¿pero habrá dormido, allí, papá?—, las ventanas amplias de las inmensas aulas, y por fin el pórtico de las cuatro columnas por cuya puerta abierta entreveo un salón vastísimo donde ahora funciona el Museo de la Memoria.

(Y allí Hans Langsdorff se habrá subido al púlpito, me digo, a dar su arenga a un público en el que, de pronto, por un instante, ve la cara de un indiecito que pocos días después cargaría su ataúd con la insignia del Reich… ¿Y lo habrán sabido? ¿Se habrán elegido, los dos forasteros, como padre e hijo?)

Todos edificios dedicados a la memoria —pero todo es memoria de mi gran soledad. Yo no me acerco a nadie —todos van como cobijando un secreto en su silencio— porque ya no me ilusiono con que nadie más entienda; y bendigo quedarme solo, para entender y cambiar.

Porque, ¿habrá otro campo de concentración, en la historia del mundo, montado en una escuela? Y ni siquiera en las ruinas de una escuela, digo, sino en una escuela
en pleno funcionamiento.

Pero, ¿dónde está Miki? De pronto, la sola idea de entrar sin él a las ruinas del infierno, o de que me haya castigado por aquel entredicho con Clara, me crispa el estómago.

Y ahora, en su buhardilla, Diana escucha por primera vez el silencio de la escuela. Y es que los aprendices, cada uno en su pupitre, se hunden en la lectura del
Régimen naval
, las leyes que regularán su permanencia aquí, las que habrán de hacer carne hasta volverlas costumbre y desterrar el pasado: el precio de quedarse.

Pero por fin, por allá atrás, Miki reaparece, con bizcochos y agua —ah, su bondad, su infinita gentileza para todo aquel que quiere ser su compañero— y con ese socio suyo que esperaba y que es, evidentemente, mucho más su par que yo: un muchacho rubio y tan gordo —pienso— como solo puede permitírselo un chico rico y rubio (y yo con estos zapatos demasiado formales, para la entrega de premios de la noche); pero vienen muy lentamente, ocupados en la charla, como si nuestro tour fuese para ellos una cosa resabida —algo que ni puede compararse con aquello que comentan—, un tesoro que también por aburrimiento generosamente legan, hoy, a los demás.

—¿Viste? —le pregunto a Miki, emocionado (cuando él, que no está ofendido conmigo, nos alcanza), como para borrarle el recuerdo de mi desencuentro con Clara, o como para que él me diga «Perdoná, tu padre no sabía lo que hacía…»—. La guía dijo que todos los aspirantes eran de familia humilde…

—Nah —desprecia el amigo, sin saludarme siquiera—. ¡La Marina fue siempre muy nariz para arriba…!

Pero, me digo, perplejo, ¿qué puede decir el niño rico e indemnizado de mi abuela mucama o puta, y de mi padre abandonado?

Desde un ómnibus gritan: «Viva Menem, carajo». Y Miki responde agarrándose el bulto. Pero Dios, me digo, ¿cómo es posible que responda con ese gesto alguien que debe todo a las mujeres, a su madre, a su abuela?

Y ahora, por fin, los tipos que entran a la buhardilla le anuncian a Diana que será la próxima, la alzan a upa, la bajan por la escalera, mientras allá en las aulas los aprendices se aplican a leer, guiados por un profesor que quizá sea Cavazzoni, el apéndice del
Régimen naval
que les abre el mundo de la «inteligencia»: con qué ferocidad ha de tratarse al enemigo —aun cuando sea una mujer inválida, en camisón, aun cuando sea una madre— para que siempre se mantenga el secreto, para que nadie sueñe siquiera con declarar.

Pero ya nos detenemos, y quizá porque estoy como aislado en mi perplejidad, tardo en escuchar la voz de Clara que se ha vuelto hacia nosotros y señala el piso.

—Esto —dice, y veo una cadena que cruza el empedrado y termina en una garita cerrada— impedía el paso al campo de concentración. Quienes llegaban al campo con los ojos vendados escuchaban el chocar de los eslabones de hierro contra el empedrado.

—Una cadena de amarre —musito, para nadie, para mí, pero todos lo escuchan.

Y Clara, sorprendida, desconfiada —quizá atando cabos con mi pregunta—, me dice que así es.

Yo recuerdo mi infancia: los muelles de La Plata adonde íbamos a buscar a mi padre, al cabo de sus viajes. Pero no es eso lo que más me golpea.

«Una cadena de amarre», repito, como quien escribe: porque he escrito tanto sobre los marinos. Idealizándolos, admirándolos, aferrándome a sus confesiones, sucedáneos del silencio de mi padre. Y ya sé de qué estaba hecho el campo de la
ESMA
: de la misma materia de todas mis novelas.

—Entremos en el campo —dice la guía.

Entramos al lado oscuro de todas mis palabras.

T

1977

«Me sacaron la venda», declarará Diana en el Juicio por la Verdad, en La Plata, en 2005. «Y estaba en un espacio enorme, rodeada de gente, pero no pude ver las caras en razón de los focos, o más bien reflectores, que me apuntaban a los ojos.» (Que la cegaban, pienso yo, después de tantos días pasados en la más profunda oscuridad, en el «cero por cero».) Y a fuerza de haber escuchado los trajines de la Escuela por un momento creerá estar delante de un aula, de un grupo de alumnos atentos a aprender de ella: su cobaya de indias, su material didáctico.

Casa 9
. Familia Bazán. 20 de agosto de 1977. Por la puertita que comunica los fondos de ambas casas, aparece Martín Aragón, y mi madre rompe a llorar al verlo, y mi padre lo palmea en la espalda, satisfecho: nadie termina mal si es inocente. Y él nos mira a los tres, que no preguntamos nada, que incluso no creemos que haya algo que saber; nos mira con agradecimiento, claro, hasta con alegría, pero también con un asombro que solo me confiesa treinta años después: en qué abismo se fundan inocencia y sabiduría, cobardía y coraje de cualquier vecino.

Y escribe el general Camps en su libro que Diana declaró haber sido secretaria de Jaime Goldenberg, sí, desde mucho antes de terminar la carrera de Derecho; que fue formada por él en la especialidad de constitución legal de empresas, y que por él entró a trabajar en Winston
SA
, que pertenecía al cuñado de este, Elías Paley; y que, también por gestión de Goldenberg, en 1973 empezó a trabajar para las Empresas Graiver, siempre como asesora jurídica en su especialidad.

Pero, ¿le habrán preguntado a Diana, como a Jacobo Timerman, sobre el pasado comunista de Jaime Goldenberg, sobre sus antiguos camaradas entre los que figuraría, sin duda, Elías Grossman? ¿Le habrán preguntado, además, sobre los vínculos de Goldenberg con el sionismo? Y en el caso de que ella haya negado que existiera alguno, ¿le habrán exigido, larga y cada vez más brutalmente, que dejara de mentir, porque para ellos, sionismo, marxismo y subversión eran casi sinónimos?

Casa 9
. Familia Bazán. 1 de septiembre de 1977. María Laura Grados vuelve después de pasar seis meses estaqueada, embarazada, en el campo de concentración de La Cacha. 2 de septiembre de 1977. Un telegrama de la Armada declara desertor a Atilio Martínez, y su madre sale corriendo a confirmar las sospechas de otras madres de conscriptos: que así se desliga la Marina de su desaparición —y guay del compañero que ese día, en la base, presenció su secuestro, y se atreva a contarlo, dice el profesor de Inteligencia, glosando el
Régimen naval
.

Y escribe Camps que Diana Kuperman alegó, en esos interrogatorios, que «no mantenía amistad con mis compañeros de
EGASA
», y que «de sus círculos estuvo siempre raleada» (y yo me digo que hay algo extraño en esa afirmación, una especie de vindicación de su condición de excluida por razones que el libro invita al lector a deducir: pero no lo atiendo, para no caer en las trampas de un torturador). Y declara Diana que es verdad que muchas cosas le llamaban la atención, pero que en
EGASA
se decía, como máxima, que la mano derecha no tenía que enterarse de lo que hacía la izquierda. Y declara Diana que su trabajo siempre fue muy duro, en razón de la cantidad de empresas que súbitamente se creaban, pero que ella se abstenía de hacer comentarios, «para no herir susceptibilidades». Y que desde que en 1975 los Graiver «se mudaron» a New York —un eufemismo, claro, o más bien un sarcasmo— quedando Jaime Goldenberg virtualmente a cargo de
EGASA
Argentina, Diana, además, pasó a formar parte de muchas de esas empresas, en carácter de «síndico» o incluso «presidente», pero solo como «prestanombre». Y que un día, por ejemplo, le encargaron estudiar la ley 19.399 para analizar la participación de una empresa dentro de otra. Después se enteraría de que se trataba de Papel Prensa. Y que los Graiver llegaron a firmarle, a Diana, un poder para representarlos en esa empresa.

Casa 5
. Departamento B. Planta baja. Enero de 1978. Uno de los hijos del matrimonio Colombres, que vive en la clandestinidad desde hace dos años, llega saltando tapias, atravesando la manzana: la razón, quizá, por la que sus padres eligieron alquilar ese departamento.

«¿Y tu compañera?», le preguntan. Y él, en su silencio, en su mirada blanca, revela que sabe algo que sus padres conocerán muchos años después: que la han visto en un patrullero, desfigurada a golpes, por la ciudad, marcando compañeros.

«¿Y tu hijita?» «La han dado a una familia», dice. «Búsquenla.»

«¿Y vos?», le preguntan, azorados de su soledad: abandonado incluso por los jefes del partido. «Yo mato milicos», dice él. «¿Qué otra cosa me queda? Si voy por la calle y veo uno, lo mato.»

Y dice Camps que Diana declaró que después de la muerte de David Graiver, que conducía las empresas con gran personalismo, empezó a percibir que todo iba al desastre —porque nadie sabía en realidad los movimientos que había hecho aquel alucinado— y que, al renunciar Goldenberg, ella también decidió renunciar. Poco antes de sufrir, junto con Goldenberg, que iba a su lado en el coche, un accidente en las afueras de La Plata.

¿Pero le habrán preguntado, además, qué tipo de «desastre» concreto imaginaba? ¿Y qué hacía en la ruta a esa hora? ¿Le habrán preguntado detalles concretos sobre el «accidente», sobre quiénes creía ella, concretamente, que habían sido los culpables?

Casa 2
. Familia Cavazzoni. Junio de 1978. Una cuadrilla de conscriptos pinta la casa entera color celeste y blanco: se festeja un triunfo. Al ver que mi padre contempla la obra desde la vereda de enfrente, el marino se cruza y le ofrece a él también un conscripto y un auto para que me lleve al colegio, e incluso custodia cuando mi padre le cuenta sus sospechas sobre el doctor Colombres: «Me tiró el auto encima, estoy seguro, ese tipo». Pero no aceptamos.

Según el libro de Camps, Diana no declaró nada más sobre lo que sabía. Pero, ¿cómo demostró que no sabía?

¿Y le habrán preguntado, para auxiliarla en su perplejidad, si no se había cruzado con un tal doctor Peñaloza, que iba seguido a la oficina de Graiver y a quien este atendía sin necesidad de cita, y sobre todo, a un tal Topo? (
«Yo soy un poco topo», diría ella después, tantos años después, en los Juicios por la Verdad.)

¿No les habrá parecido sospechoso, a los torturadores, en aquel salón de actos de la
ESMA
, el asombro con que ella se interrumpía al intuir por fin que él, ese desconocido, era quien la había acusado; él —y no alguien de la empresa—, aquel a quien debía su calvario; él, ese Topo, en quien ya nunca dejaría de pensar, oscilando entre la compasión y el odio?

Como sea, fue entonces cuando empezó su verdadera declaración. Aquella que tampoco podemos imaginar. Aquella por la cual debía demostrar que no sabía. Aquella que es, también para nosotros, un «cero por cero».

Casa 29
. Familia Kuperman. 18 junio de 1978. La señora Felisa, después de largas charlas con sus hijas, acorralada por las deudas, decide vender el chalet.

No es cuestión de dudar, por mucho que les duela, y hay un médico joven, un tal Chagas, que les ha hecho una oferta. Poco, pero lo suficiente como para mudarse las tres, intentar olvidar, «ponerse una pantalla».

Para que Diana vuelva poco a poco a la vida, al trabajo, sin vecinos ya que le recuerden lo que fue y perdió, sin vecinos que olviden de lo que son capaces.

Y escribe Camps que a Diana Kuperman, finalmente, no pudo comprobársele ni culpa ni responsabilidad alguna.

U

2010

Avanzamos rodeando el Casino de Oficiales, para entrar por detrás. Un edificio grande, pero pequeño comparado con el de las cuatro columnas y con la magnitud de su fama, como si entre el horror y sus restos mediara la misma desproporción que entre nuestros recuerdos y los lugares de infancia. Los eucaliptos que lo rodean, en cambio, han crecido ignorando toda forma de la decrepitud, y rozan las buhardillas —oh sí, las famosas buhardillas— con ramas despaciosas.

Avanzamos callados, en grupo los alumnos y los dos profesores. A Miki y a su socio se les ha unido ahora la guía que quiere caerles bien hablando mal de Hebe de Bonafini —como si la complicidad del chisme pudiera ganarle un vínculo tan fuerte como el que une a los otros dos—. En cuanto deja su tono de maestra jardinera, se vuelve inapropiadamente intrigante.

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