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Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

Una misma noche (23 page)

Necesito concentrarme en lo que alguna vez creí. Conectarme con este sitio donde fueron torturadas tres de las creadoras del grupo de Madres, las que no se habían propuesto cambiar el mundo, las que habían visto irrumpir el mundo en sus casas para llevárselas de pronto a conocer su corazón horroroso.

Desde el sótano al ático, de la sombra a la luz, del frío al calor, ¿qué orden he recorrido? ¿Un universo cerrado como la
Divina Comedia
? ¿Un orden pensado por Massera y donde él sería Dios, Cero? ¿Un orden que reproduce la mente de un perverso?

Capuchita es una buhardilla pequeña —diez metros por diez metros— y así y todo, en aquellos tiempos, según dice otro de esos cartelitos pegado en lo alto de un poste, contenía varias salas de tortura. Miro un plano del sitio, y a su lado, un recorte de
Página/12
que revela que alguien dejó estampado en la pared un mensaje que solo hace muy poco se descubrió. Lo que a mí me importa es que es el lugar más iluminado de todo el edificio, como si de algún modo hubiera conseguido emerger del horror; pero no hay una sola ventana abierta, y por eso es también el sitio más caluroso y asfixiante. Encuentro con la mirada el lugar del mensaje del preso, un poco escondido detrás de una columna, y casi sin pensarlo voy hacia dos ventiladores que intentan secar la pared desconchada y donde un tipo, solo, de overol
,
en cuclillas, está inyectando unos líquidos en torno de esa pequeña inscripción ilegible.

Un indio, un viejo, un negro.
Mi padre,
me digo, absurdamente. Pero a pesar del frenesí de las aspas de los ventiladores, el olor de ese producto me ahoga.

No llego a ver qué dice, la escritura del muerto. «Cero por cero», imagino.

«¿Dice cero por cero?», estoy por preguntarle al hombre, que de pronto me teme, cuando siento otro vahído y me dispongo a huir.

1977. Un alumno de la
ESMA
acepta la invitación del profesor de Inteligencia, entra en el Casino de Oficiales en medio de la noche y acata la orden de subir a Diana a Capuchita, dejarla en su cubículo y quedarse custodiándola. Diana, que aunque está vendada ha advertido con el cuerpo su juventud, sus vacilaciones, la perplejidad que le causa ir descubriendo este corazón horroroso de la vida, piensa pedirle algo, acaso simplemente que le diga si, tras su declaración, le perdonarán la vida. Pero tan pronto él la deja sobre otro colchón se arrepiente. Porque, ¿ella, para él, qué es? Algo menos que humano. Y es, con ella, inhumano. La humanidad es el precio que pagará para salvarse.

Y cuando quiero bajar por esa escalerita empinada y veo que los peldaños tienen una conocida terminación metálica de hierro con forma de espigas —¡el mismo diseño de las escaleras del barco de mi padre!— termino de entender lo que me estruja el cuerpo.

¿Quién fabricaba los grilletes? ¿Quién limpiaba de sangre los lugares? ¿Quién sacaba las escudillas? ¿Quién fabricaba las picanas? ¿Massera, Chamorro, el Tigre Acosta, los elegantes oficiales que dormían en esos cuartitos?

No. Para eso contrataban a la gente del pueblo, como mi padre o yo. Para eso les enseñaban mecánica —en estos tiempos en que ya no existen barcos.

Con esos mismos saberes con que mi padre construyó mi casa, se construyó —hombres como él construyeron— el campo de concentración.

Si me hubieran llevado a mí, yo no habría ido a parar a la Pecera con los militantes ricos y cultos que traducían del francés material para Massera, oh no. Me habrían puesto a construir estas cositas que en mi casa aprendí a hacer, mirando a mi papá.

A mis espaldas, siento que la guía ha entrado a la buhardilla.

Que ha descubierto mi rebelión, y que me exhibirá ante todos.

Busco un rincón.

Vomito.

Sueño
V

2010

Mientras Miki me lleva en auto desde la
ESMA
hacia Retiro no puedo disimular la furia y me siento culpable. Le he dado las gracias por la visita, pero quizá solo fue el pretexto para ir más allá y desahogarme.

—¿Vos escuchaste lo que dijo esa piba, la guía? —le pregunto—. ¿O no estabas con nosotros?

Miki no contesta, distraído al parecer con el tránsito, arduo a esta hora.

—«Al general Aramburu los Montoneros lo ajusticiaron», dijo la chica, con una sonrisita cómplice. «Y fíjense que digo
ajusticiaron
», como para destacar, claro, que ella elegía no decir
lo asesinaron.

Miki no dice nada, apurando su auto por el túnel de Libertador, porque tengo que tomar en menos de veinte minutos el ómnibus a Las Flores. Quizá está demasiado triste como para enfrentar un mundo sin Kirchner; o quizá se resiste a acompañarme a pasar esa puerta que le blindó el dolor de la muerte de su padre y sus tíos.

—¿Cómo puede ser que en un lugar de muerte se ironice sobre la muerte? El horror de matar, de tener que matar… El horror que distingue al revolucionario del perverso… ¿Y qué habilita en cada uno, y en el mundo, el hecho de matar? ¿Quién puede frivolizarlo sino un idiota?

Estoy temblando, y no solo ya por mi malestar físico. Temo mucho haber herido a Miki, haber sobrestimado su capacidad de escuchar ideas incómodas, haber removido el cuchillo en su herida. Temo mucho haber querido hacer exactamente eso.

—La verdad es que no puedo entender la lucha armada, Miki —confieso—. Es decir, puedo entenderla teóricamente. Todas esas teorías sobre la violencia de arriba que genera la violencia de abajo. Y sobre la necesidad de «hacerse cargo de la Historia»… Pero no puedo ponerme en el lugar, ¿entendés?

Miki asiente vagamente, aunque quizá, como en ese texto que escribió cuando era mi alumno, siga imaginando a su padre, instructor de Montoneros en el manejo de armas, «con un caño en la cintura y una sonrisa en los labios…».

—La misma presidenta dijo el otro día algo de eso…

—¿Qué dijo? —pregunta Miki, verdaderamente interesado (porque, lo sé, en el fondo abriga alguna duda sobre la presidenta, y aun sobre su propio padre, aunque jamás lo diría a nadie, y menos a mí). Pero yo sé que no podré seguir más allá. Y de todos modos, ya estamos llegando a la estación.

Le agradezco a Miki con una casi broma:

—Todo esto estará en mi próxima novela.

Él me mira sonriendo, creo, infinitamente dolido. O quizá no. Quizá son delirios tejidos por la culpa.

Pero de algo estoy seguro: esta es la despedida.

¿P
ARA QUÉ
vine aquí?, me digo mientras corro hacia el ómnibus entre una multitud de vecinos de la Villa 31, que la presidenta rebautizó Padre Mujica en homenaje al cura que «optó por los pobres» y lo pagó con la vida. La villa enclavada detrás de la terminal de ómnibus, a metros de los palacios de Recoleta, a pocas cuadras de la Casa de Gobierno, a la que la sociedad echa la culpa de la «inseguridad».

¿Era una señal haber quedado aquí, en el epicentro del terror argentino?

Solo entonces me acordé de encender el celular. Había siete llamadas perdidas de mi madre.

Ella, que se cuidaba siempre de llamar para no asustarme. Ella, que se amilanaba de tener que marcar tantos números. Me había llamado siete veces.

¿O no había sido ella? ¿O había sido otra persona quien había usado su teléfono?

Llamé dos veces yo. Como mi madre no tiene contestador automático, era mi propio teléfono el que cortaba la comunicación. Preferí suponer que no oiría. Llamé tres veces más. Hasta que, como siempre, temí lo peor. Por fin atendió y dijo que estaba nerviosa —que algo
presentía…

Antes de que prosiguiera, aliviado y a la vez furioso, la emplacé a que me dijera si tenía un problema
concreto
—y estuve por confesarle que había estado en la
ESMA
, que lo que había vivido allí me había dejado de cama… pero, ¿cómo podría escuchar eso sin enloquecer, ella misma?—. Atribulada, perpleja, improvisó no sé qué dificultad con el calefón.

—Pero por Dios —le dije—, ¿cómo podés ser tan egoísta, tan mezquina como para molestarme con semejantes tonterías? Tranquilizate y esperá, que llego a la madrugada. Tomá un clonazepam. Acostate…

Y subí a ese micro a Las Flores, temblando. Sintiendo, en mi cuerpo, que mi madre tenía razones para temer, de las que no quería hablar. Al menos por teléfono.

En el asiento de la ventanilla ya estaba ubicada Lila Girondo, la escritora que había sido jurado conmigo en el concurso de cuentos de Las Flores. Vestida para la ocasión. Entusiasmada, me dijo, con la invitación que acababa de mandarnos el intendente por
SMS
para visitar la iglesia de Las Flores donde se habían casado «Adolfito» —Bioy Casares— y «Silvina» —Ocampo—, con Borges y Drago Mitre por testigos; y un día después, a la célebre estancia de los Bioy. Le dije que no podía quedarme hasta el domingo, porque mi madre estaba sola.

Lila, que recordaba con simpatía la última vez que nos habíamos visto —cuando llegué tan tarde a la reunión de jurados por demorarme leyendo la declaración de Diana Kuperman—, me preguntó si había conseguido escribir mi novela, y mi primer impulso fue decir que no.

Pero después me dije que allí había una persona común; alguien ajeno, quiero decir, por la razón que fuera —porque no vivía en Tolosa, o porque su crianza o su formación la habían mantenido lejos de cualquier trasgresión al orden, de cualquier conciencia política—, al horror de la dictadura. Y torrentosamente le mentí que estaba escribiendo un sueño que había tenido.

Un sueño del que, en la realidad, solo había conseguido recordar la última imagen: la imagen de mi padre pateando la puerta… Un sueño del que había despertado porque algo de mí no había tolerado ir más allá.

—Pero, ¿no será el horror el más alto grado de verdad que nos animamos a concebir? ¿Un umbral que, de todos modos, la imaginación alcanza a trasponer aunque uno ya no tenga la valentía de recordarlo?

Lila me habló de un cuento de Luisa Valenzuela que sostiene que, en algún lugar oscuro de la mente, todo sueño interrumpido continúa, se termina.

—Y está ese otro cuento de Bioy, «Otra esperanza» —dijo Lila, pensativa—. En el que los inventores de una clínica siniestra explotan la energía del dolor de sus pacientes… y para ello, por supuesto, lo provocan. Debe de ser del ‘76, ‘77, ese cuento. Tenés razón: quizá no haya verdad que la imaginación no intuya…

—¿Y no será ese terror que nos despierta —dije— lo que nos sigue rigiendo en la vigilia, aunque no recordemos nada, aunque creamos no recordar, lo que sigue prohibiéndonos cualquier trasgresión?

—Quién sabe —dijo Lila—. Quién sabe.

Y fue tan extraño ver, esa noche, en el Palacio Municipal de Las Flores, cómo seguían cumpliéndose las costumbres de los pueblos.

La foto de Adolfo Bioy Casares, rubio, señorial y estanciero, presidiendo las pomposas inocencias de la vida literaria. La sensación del deber cumplido de quienes habían escrito cuentos fantásticos, en las horas libres de sus trabajos de oficina, con el único incentivo de las bases. Ignorantes de que cada movimiento que hacían, como en una novela de Bioy Casares —que no había domado la barbarie con su estancia, oh no, solo la había puesto a su servicio—, cada cosa que los rodeaba, se fundaba en el dolor.

Oh, porque aquella generación del setenta había sido aniquilada. Desaparecida. Y aun así, cada cosa de nuestro mundo tenía origen en lo que cada uno había callado o dicho, bajo tortura, poco antes de que lo hicieran desaparecer. Silencio, verdad o mentira —por el simple afán de salvar a alguien o salvarse. Y a propósito, ¿serían verdad o invento aquellas declaraciones del Topo? ¿Y las de la propia Diana?

En un momento, para romper esa sensación de irrealidad del acto de entrega de premios, me acerqué al intendente y le pregunté a qué partido político pertenecía.

Me dijo que era justicialista. Como le pregunté si, más concretamente, podía considerarse kirchnerista, me dijo, algo incómodo, que «acompañaba el proyecto del gobierno nacional»; y que de ahí, de Las Flores, había sido también un tal Labolita, el amigo desaparecido de Néstor y Cristina Kirchner, aquel que, según ellos, había inspirado toda su política de derechos humanos.

Pero nada me borraba el presentimiento de que esa noche, muy pronto, claro, todo terminaría.

E
N EL ÓMNIBUS
que me trajo de vuelta me atormentaba una imagen: así como yo iba irrevocablemente hacia Tolosa, la muerte venía hacia mí. Irrevocablemente.

¿O era simplemente mi silencio? Esa forma de muerte que implica no poder escribir. Sospechar nuevamente que nunca había escrito nada. Que nunca podría escribir nada.

Que la antigua ilusión de escribir el horror, de nombrarlo, para poder librarse de él, era simplemente irrealizable; apenas la ilusión que permitía seguir escribiendo y alguna vez, a lo sumo, poder contemplar frente a frente su negrura.

Todos estábamos atrapados en una trama de horror; y probablemente todos éramos necesarios para que esa trama subsistiera. Pero, ¿a cuáles entre nosotros debía condenarse?

Recuerdo los años de la dictadura. Entre los familiares de las víctimas —a veces apelando a Lenin y a su famoso lema «¿a quién beneficia?»— se cuestionaban los mínimos actos cotidianos. Pero esa pregunta suponía que entre causa y beneficio existía una cadena comprensible y, más aún, absolutamente transparente. Bastaba auscultarla un poco para entender que no era así.

¿Era igualmente culpable, y merecía igual castigo, el que mató y torturó que el que simplemente no se atrevió a enfrentar el horror? Y aun hoy, quien señalaba y se creía con derecho de ejercer el castigo, ¿podía creerse verdaderamente inocente? ¿O solo acusamos para no ver que el mal que habita en el otro también acecha en uno? Oh, solo podía salvarnos el don de la piedad.

Piedad, pedí. Piedad.

Pero ya era muy tarde.

Llegué a casa al alba, como un fugitivo. Supuse que mi madre, en su casa de la planta baja, dormía.

Corrí arriba desvistiéndome por la escalera, como si la ropa ardiera, como si hubiera quedado impregnada de muerte.

Y me rendí a la cama. Y al fin crucé el umbral del sueño.

W

1977

Estoy tocando el piano cuando mi madre en la vereda grita. Toco más fuerte (quiero, no tapar con música sus protestas, sino disimular que escucho ese interrogatorio), pero cuando me dice de pronto: «Leonardo, vení, por favor», en un tono irreconocible (nunca me llama así, como se llama a un hombre, cuando se pelea con mi padre: soy yo espontáneamente el que interviene), salgo corriendo hacia el fondo de la casa.

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