Aún no le ha hecho nada ese tipo de la Itaka. El «por favor» revela que aún el interrogatorio sigue siendo formal —que ella desea cortarlo y que en el fondo está aterrada.
El barrio la mira entre visillos y quizá la defiendan, me digo, mientras salgo al patio en busca de papá, pero sé que es mentira y que ella me necesita.
Todo el patio está a oscuras, mi padre no está aquí, ni están los tipos que lo trajeron, pero las cosas tienen una latencia extraña, como si respiraran, o mejor, como si contuvieran el aliento al percibir que llego. Paso entre las plantas y descubro la escalera contra la medianera y la subo sin pensarlo; y en el patio vacío e iluminado de las Kuperman tampoco veo a nadie, tan solo la puerta de la cocina abierta por donde ellos han desaparecido y a mi perrita empalada en un farol. Pienso que lo han matado a mi padre también (pero no tengo valor de volver a mi casa donde mi madre discute) y salto al otro lado y paso yo también por esa puerta rota.
«¿Papá?», quiero decir en medio de la cocina en sombras, pero la voz no me sale de la boca y quizá sea mejor que aquí nadie me escuche porque más allá, en toda la casa, oigo sonar pisadas, voces que reconozco de las viejas novelas (son las voces de un barco, de las tareas de un barco, y yo soy el polizón).
Ni un rastro de las Kuperman. Estarán en sus cuartos, y pienso en deslizarme por la escalera en sombras, que es de mármol y tiene los escalones cachados, cuando de pronto, de mi casa, de la vereda, oigo a mi madre:
«Ay, ay, ay», dice, como cuando mi padre maneja…
«Papá, papá», repito, pero mi voz no sale. Y quizá sea mejor, porque sé que me reprochará: «¿Por qué no la defendiste?».
Entonces de atrás llega un tipo de gorrita y visera virada hacia la nuca, pero no me ve y se me adelanta y empieza a subir la escalera a grandes zancadas, su cara alucinada dice que está preparando una fiesta y cruzo el umbral, no de la sala severa de las Kuperman sino de un salón de actos, sí, un salón de actos de donde salen y entran marinos con galones, felices y afanosos porque, lo sé, lo que preparan es una celebración.
«Papá», llamo en un susurro.
Lo busco y no lo veo entre esa agitación de cárcel de noche y de pronto por la puerta de calle entra el tipo del gabán y la Itaka en la mano, que ha dejado a mi madre y les dice a todos una palabra extraña que no sé descifrar: «¿Dosveinte?».
No puedo volver atrás, desde el patio llega un escándalo de viento, de ramas y de perros como si estuviera levantándose tormenta, y subo dos o tres escalones cuando de arriba vuelve el tipo de la gorra escoltando a una vieja desnuda y gorda, con los ojos vendados y grillos en los pies y —Dios mío— gusanos trepándole por los tobillos, y no es ninguna Kuperman, no, es otra vecina que vagamente reconozco. Y quisiera decirle a la mujer que aquí estoy, preguntarle qué ha querido decir ese tipo con dosveinte. Pero el de gorra, de pronto, al fin me ve.
«¡Bazán!», me dice, porque me ha confundido con mi padre, y me pide paso con un movimiento de cabeza, y me sonríe, como mostrándome una presa. Pero yo no digo nada, y él me hace señas de que suba, de que arriba me esperan.
«¿Quién? ¿Quién?», pregunta la gorda.
Y a mí me da terror de que él repita mi nombre y ella me crea su cómplice y rozando el cosquillear de los gusanos que se tienden hacia mí, sigo escalera arriba.
Pero llego al rellano y por una ventana atravesada de estantes veo el patio de mi casa, las plantas del jardín se han transformado en olas (eso era lo que tramaban) y se baten contra la casa de las Kuperman que cruje y se desprende empujada por su embate espeso. Y ahora todo vibra y hay un estrépito de máquinas y —Dios mío— la casa va tomando altura, empieza a levitar —pues no es un barco, no, es una nave aérea que se libra del barrio como para hurtarle al mundo la visión de esta fiesta. Miro allá abajo mi casa, su forma de navío que nunca vi tan clara (con sus barandas torneadas a babor y estribor y sin popa ni proa, por eso no nos sigue) pero no veo a mi madre ni a ese tipo ni ya escucho sus voces, solo el sonido del piano, mi piano, tocado horriblemente.
¿Quién, que no yo, está tocando Bach? ¿Quién, me digo, sino ella?
Y de pronto, a lo lejos, a esta misma altura a que vamos llegando, diviso un edificio y en la terraza una hilera de mujeres que, mirando hacia aquí, se arrojan al vacío, una a una: un sacrificio público, ridículo y patético, y por eso intolerable, que la muchedumbre inmóvil que las observa no llega a comprender: la inmolación de todas por una sola de ellas —cuyo paradero ignoran pero que es aquí, y solo yo lo sé.
Y de pronto las luces decrecen y crecen con un zumbido atroz, brrzzzzzzzzz, brrzzzzzzzzz, refucilos brutales que imitan la tormenta.
Mi única salvación (mi padre) está en la sala de máquinas, me digo, y sigo adelante.
Al llegar arriba oigo un ruido a mis espaldas y me vuelvo a ver el gran de salón de actos en donde —ya lo sé— esperan a un gran jefe salir de su escondite como un Ahab en medio de la tormenta. Y veo entrar más gente, son marinos que vuelven de secuestrar y se disponen al festejo, muy agitados, cada uno seguro de los pasos de una etiqueta feroz que aprendieron en la
ESMA
y que solo yo ignoro.
La luz, en cada lámpara, bajo cada tulipa, zumba, tiembla y parece que va a acabarse, pero cada hombre ríe, como si oyera el silbato que anuncia la zarpada.
Y
AHORA
avanzo por una especie de palier oscuro donde se escuchan voces. Temo que si alguien sale por alguna de las puertas y me intercepta y pregunta quién soy, y yo, para salvarme, repito mi apellido, me exija que actúe la parte de mi padre y vea que no la sé, que no soy digno de ella, que soy un polizón. ¿Y qué me harán entonces? ¿Me tirarán al mar?
Sale un marino joven por la puerta del fondo. Viene un viejo detrás, que en un inglés extraño le exige: «Devuélvanme mi casa». Pero no es don Aarón Kuperman, oh no. Un refucilo lo muestra. Es Joseph Conrad. Y el otro nada dice, como si no entendiera.
Y ya vamos muy alto, por un viento feroz que empuja las ventanas y hace flamear cortinas y abre puertas de donde cada tanto sale un hombre que pasa camino de la fiesta gritando un aleluya, y que nunca me ve.
Mamá, mamá, recuerdo.
Pero esa palabra nombra un lugar donde no hay nadie.
Papá, papá, me digo.
Buscar la sala de máquinas: mi única salvación.
¿Y qué puerta será la de la sala de máquinas? ¿Cuál que no me grite algo que no quiero oír, que no me revele algo que no quiero saber?
De la puerta más pequeña sale un marinero que ríe y a sus espaldas veo, dentro de un cuarto chico, frente a una ventana, un cónclave de marinos —lo sé— en torno de una mesa.
El tipo se seca las lágrimas de risa, parece tan tentado que no llega a advertir que ahora viene hacia a mí y está a punto de chocarme, y me dispongo a decirle que yo soy Bazán cuando una bandada azul entra por las ventanas, chilla contra las puertas y se lo lleva a él hacia afuera, por el cielo.
Porque de él fue este invento de la navegación a dolor, me digo. Y así es como le pagan.
Entonces, en ese mismo cuarto, por la puerta que ha quedado sin traba y se abre y cierra, enloquecida en el viento, creo escuchar una voz conocida, una voz que —Dios mío— se parece a la mía y que se queja y suplica, alternativamente.
Mi padre, me digo. Aunque suena más joven. ¿Pero qué edad tiene uno en medio del tormento?
La luz zumba y decrece, y en medio de descargas zzzzzzzzzbrrrrrrrr zzzzzzzzbrrr que casi dejan a oscuras, se oye por los parlantes una voz que da órdenes en una lengua incomprensible.
Y los marinos salen todos juntos del cuarto y bajan las escaleras, lo sé, porque empieza la fiesta, pero yo sigo allí, acechando el momento de rescatar a mi padre.
Porque era suya la voz. Lo sé. Estoy seguro. Avanzo lentamente, domeñando el terror.
En el centro del cuarto, por delante de aquella ventana que —ahora lo comprendo— da al salón de actos de la planta baja, no hay una mesa, hay una camilla con un cuerpo tapado por una sábana y un papel recién escrito encima:
Yace aquí Atilio Martínez
niño de cincuenta años.
Pero allá abajo, en el salón, de nuevo resuena esa voz, y al asomarme veo la gorra de mi padre que casi oculta su perfil, igual a aquella foto de su primer documento, con ese aire de orgullo por haber aprobado el examen de admisión al reino de los vivos.
Y creo entender que la fiesta será su iniciación y que debo salvarlo, interrumpir como sea su boda con la muerte o ya no será el mismo cuando vuelva a casa, o ya no viviré.
Entonces empiezo a bajar corriendo la escalera. Y me cruzo con presos que dejaron solos, que con la venda sobre los ojos no saben dónde ir —pasan como sonámbulos, preguntan por la celda en donde refugiarse de la tempestad, de esa alegría que temen mucho más que a cualquier furia.
Al llegar al rellano me asomo a la ventana y veo abajo el mar, y en el mar a aquella gorda que flota entre las olas, los gusanos son víboras que pululan entre la espuma mientras ella los maldice porque le muerden la cabeza, los maldice a los gritos, como arengando al océano.
Y allá atrás, en la orilla como un mapa, veo el predio de una escuela naval de donde salen a vernos los alumnos con velas y un cántico en los labios: «¡Salve, salve, la iglesia voladora!».
E
N EL SALÓN
de actos han construido un tablado, y a uno y otro lado cuelgan dos grandes estandartes nazis.
¡La fiesta de Hans Langsdorff!, me digo (pero no es alemán la lengua que hablan).
¿Y será entonces por eso que ninguno de ellos parece verme? ¿Porque no sé decir «yo» en su lengua, esa lengua que ordena secretamente el mundo que nos parece un caos; la lengua en que se nombra, no solo a mi padre, sino todo lo innombrable?
¿Y papá? No lo veo y presiento que lo han llevado a otra sala donde él espera turno para entrar en escena.
Veo muchas puertas cerradas en todas las paredes y me digo que tengo que abrirlas una a una. Urgente.
Pero hay tantos marinos que no puedo pasar.
Hay un grupo (y es Cavazzoni).
Otro grupo (y es el tipo de la Itaka: ya se libró de mi madre).
Otro grupo.
Debajo de una mesada descubro un escobero y por un quejido intuyo que ahí adentro hay alguien, y abro y la veo a Diana Kuperman, vendada, conectada por un cable al muro.
«¿Cero?», me dice. «¿Cero?»
Y yo sigo adelante, hacia la puerta de entrada, quizá papá esté afuera, cuando la puerta se abre sola y veo el alboroto majestuoso y ordenado que precede a los grandes:
¿Cero?, me digo. ¿El Almirante Cero?
Y hay aplausos y risas y el zumbar de las lámparas cada vez más intenso y gritos de los presos que mueren de terror al sentir que Alguien llega.
Y retrocedo hasta el escenario para dejarles paso, cuando de pronto veo que quien entra es mi padre —aplaudido por todos.
No el Almirante, no. Ni siquiera Hans Langsdorff.
Es mi padre.
Y me acerco a mirarlo. Trae a su lado una camilla, como quien trae una ofrenda. Azucenas para la virgen en el mes de María.
Una camilla cubierta, también, con una sábana.
Una sábana con grandes manchas de sangre. Y bajo la sábana hay formas de mujer.
Es su tributo. ¡El precio que ha pagado! ¡El que le valdrá por fin su iniciación, su nombre!
Y estoy por apartarme para dejarle paso cuando de pronto mi padre vuelve su rostro hacia mí y le descubro dos ojos rojos, locos, una mirada atroz que no ve y sin embargo vislumbra en mí algo que yo no nombro, que no entiendo, que me aterra entender.
Un marino se acerca a reconvenirlo. Con un tirón de mangas, parece decir que tiene que comparecer en el escenario, para que allá arriba el Jefe —¿Langsdorff?— comience la ceremonia, pero a mi padre se le crispan las narinas como si me olfateara y disfrutara mi miedo.
«¡La puerta!», le explica mi padre. «¡La puerta!»
Y todos acuden a mirar la novedad que soy.
El corazón de la fiesta, soy. Y mi nombre es «la puerta».
«¿Quieren que la voltee?», les pregunta mi padre.
Como bandada de buitres los marinos se acercan a gustar el espectáculo imprevisto que el otro les ofrece. Y parecen tan ansiosos que hacen caer sin querer la sábana ensangrentada:
Es mi abuela.
La madre de mi padre. Muerta.
La primera patada me da en el pecho y ahogo el grito: «Papá», y de inmediato entiendo qué significa papá en el lenguaje de ellos: «el que abre la puerta».
Todos ríen y lo incitan a más.
Vuelve a patearme el estómago. Y entonces sí, claro, entonces sí.
No siento dolor, sino un enorme hueco que se abre en mí, como si en mi estómago se abriera la compuerta que da al vacío y al océano, un vacío que me imanta y quedo como aliviado de terror o de sorpresa.
Mi padre aferra la camilla, toma envión y la arroja en mi nada, y es el peso de su madre el que me arrastra al vacío y me hace caer al mar.
Caigo, caigo, caigo, mirando allá arriba la casa que se aleja en la ira del cielo hasta volverse un punto.
Hasta que topo el agua con la espalda dolida y en mi vientre un cadáver y las víboras de la locura que flotan en el agua empiezan a morderme los tobillos, los brazos, la cabeza.
Pero yo no digo nada. Callo.
Y sobre mí se cierra el mar del olvido.
2010
—¿Leo? ¿Leo? —oí que decía mi madre desde algún lugar de la mañana inmensa, con un temor tan evidente en la voz que, antes aun de entender yo dónde estaba y por qué, comprendí que nos había llegado la hora (y era tan semejante ese terror al de mi propio sueño que me costó sacarme de encima aquel mar de agua y de locura, y buscar alguna ropa que echarme sobre el cuerpo desnudo para correr en su auxilio: «¿Pero qué mierda pasa, mamá?»).