Yo le voy detrás, aterrado de que mi padre la sorprenda, y de que acaso alguno de los tipos haya quedado esperándolas, escondido, adentro del chalet. Cuando llego al umbral, no me deja seguirla. Miraré todo desde aquí, apoyado en el piano.
Me emociona observar cómo ella se acerca a recibirlas sin importarle que los vecinos la vean; y que ellas, al principio, la reciben alegres, solo un poco perplejas. ¿Qué se le ofrece a esta hora?
No escucho qué les dice, mi madre. Pero veo trastocarse los rostros hasta alcanzar la mueca inolvidable del terror.
Y entonces, al comprobar su terror, un recuerdo me asalta. «Los sacan de las celdas y los meten en autos y después balean los autos», nos dijo el doctor Vismara, médico de policía y amigo de mis padres, una vez que vino a comer con nosotros y se excedió en el vino, «y yo tengo que firmar certificados de defunción de ‘NN muertos en enfrentamiento’. Aunque», abunda, «después de meses en prisión tienen los intestinos pegados de hambre. Y marcas en la piel, de cigarrillos».
Cuando mi madre vuelve a casa, yo la abrazo.
No les ha dicho a las Kuperman que mi padre acompañó a la patota por los fondos. Yo tampoco le he dicho que mi padre les rompió la puerta.
Esa profunda solidaridad une dos coartadas.
Siento un extraño alivio: al fin pasó el vértigo que yo sentí al subir por aquella escalera. ¿O el de haber visto el abismo de un futuro hipotético y del que, por un pelo, nos salvamos?
Si papá nos perdona, podremos sobrevivir.
Y ahora, a dormir. A empezar el olvido.
2010
Tan pronto frenó violentamente frente a casa creí reconocerlo. Venía en ese autito blanco, con el logo de la empresa de seguridad pintado en la puerta, y otro tipo oscuro, casi indistinguible tras el parabrisas, venía junto a él.
Se alarmó al ver que mi alumno Pablo se despedía de mí y se iba; y yo me disponía a entrar de nuevo a casa.
—¿Bazán? —me gritó. Mi nombre me detuvo.
—No —repliqué yo, absurdamente—. El hijo.
Porque supuse que mi padre figuraba en los registros de la compañía de seguridad como el vecino al cual recurrir en ausencia de Chagas.
Y supuse que la alarma habría sonado momentos antes —mientras yo discutía con mi alumno. Me preparé a decirle que en verdad no había oído nada. Que después de treinta años de preocuparme por sus alarmas ya había dejado de oírlas.
El tipo bajó del auto: un cuerpo trabajado, bronceado, zapatillas enormes, bermudas y musculosa —y una extraña actitud física que parecía proclamar: esta ropa es un disfraz, pero por ese mismo disfraz reconoceme.
—¿Pero cómo? —amenazó, avanzando—. ¿No sos Leonardo? ¿No sos Leo, vos?
¿Cómo sabría mi nombre? Ahora supuse que, tras la muerte de mi padre, Chagas le habría dado mis señas; y que el nuevo vecino, tal como había heredado al jardinero boliviano, había heredado la empresa de seguridad… y a mí mismo.
—Soy, sí. ¿Qué se te ofrece? —pregunté, repitiendo, sin intención, las palabras de Diana.
—¿Viste algo raro hoy, vos?
Y era inconcebible ese patoterismo, esa agresividad: como si haber visto algo fuera, esta vez, un delito.
—Nada —dije, bajando la vista—. Ni siquiera oí la alarma…
—Ah, no la escuchaste —me dijo, irónicamente.
Y yo di un paso atrás y él, como ligado por algún cable invisible a mi cuerpo —la tela de araña que, al menor temblor mío, azuzaba su violencia—, intentó ponerme una mano en el hombro. Me asusté y me zafé.
—Epa… —dijo—. Qué nervioso. ¿Así que tampoco viste —mirando hacia la casa— y no oíste nada? Esta mañana, digo.
Y así fue como mi madre se sintió aquella noche sobre estas mismas baldosas, me decía yo. Así de aterrada, así de extorsionada, y yo nunca antes la había comprendido.
—Colque te vio —estaba diciendo el tipo, cuando yo volví en mí—. No entiende qué querías.
¿Colque?, me dije. Y después: ¡Claro! Ese sería el apellido de Carlos, el jardinero.
—¡Pero cómo no lo vi! —me apuré a improvisar estúpidamente—. Era justo a él a quien estaba buscando. Quería preguntarle algo de unas enredaderas del vecino que han crecido demasiado…
El tipo me miró con desprecio: no creía en mi excusa, pero quizá tampoco imaginaba la verdad.
—¿Y por eso me hiciste sonar la alarma?
—Bueno, disculpame —concedí tratando de encontrar algún alivio, y recordé que, en efecto, era su obligación venir cada vez que sonaba la alarma. Hoy no habían aparecido—. Me están esperando para comer.
Pero tan pronto hice ademán de meterme de nuevo en casa, el tipo se volvió a hacerle al otro una señal, y el otro bajó del auto.
Miré la casa de enfrente. Las persianas caídas de un modo inapelable eran una negación a cualquier misericordia. Zona liberada.
—No, vos no entendés —me decía el tipo ahora—. Por no venir a la mañana se nos armó quilombo con el jefe…
Reconocí el relato. Alguien me había contado un suceso parecido, pero, ¿quién?
El segundo tipo se había plantado junto a él: no entendía la razón de este apriete, pero tampoco le importaba. Es más: parecía distraído, solo preocupado por ese quilombo que se les había armado por no venir a la mañana; pero estaba dispuesto a pegar, sin duda, si el otro se lo pedía.
—Y ahora, ¿cómo se arregla esto?
(«Vos reservá dinero para cuando te asalten», había dicho Marcela.)
Y aquel era el momento, sí, en que cualquier interrogado se finge ofendido. «¿Qué significa esto?» O, «¿Qué es este atropello?». Como si solo entonces cayera en la cuenta de una infame intención secreta y respondiera afectando una anticuada forma de vindicar su dignidad. La actitud un poco ridícula a la que Diana, en la prisión, habría debido apelar como abogada que era, para evitar los golpes que ya presentía. Pero no dije nada.
Y de pronto recordé la situación parecida: aquella paciente de Chagas a quien los ladrones le habían reprochado denunciar como robado un home theater que ella nunca había tenido —y que después el comisario les reclamó a ellos.
—Bueno, ya te dije, disculpá —retruqué con la poca firmeza de que era capaz—. La verdad es que todos nos quedamos muy mal con lo que pasó…
Y en cuanto lo dije me arrepentí. Porque, ¿cuánto sabían de lo que había pasado? Si en ninguno de los asaltos los ladrones habían hecho sonar la alarma, ¿qué sabrían ellos…?
—¿Lo que pasó? —me dijo el tipo de gorrita tocándome de nuevo el hombro con una breve estocada de su dedo índice, como si corrigiera una mala postura—. ¿Lo que pasó con qué?
«Lo que pasó aquí mismo, hace treinta años», estuve por decir. No hacía más que temblar. Desde el auto, el transmisor los reclamaba. Y el segundo se alejó para ocuparse de esa llamada.
Lo vi llegar al auto, meter la mano por la ventanilla, tomar el transmisor, responder sumiso a una voz imperiosa, intercalada de silbidos, que retumbaba en la calle desierta.
Y todo por ese quilombo que yo les armé.
—De qué te quedaste tan mal vos, ¿eh? —el que había quedado solo conmigo volvió a darme un empujoncito para que le prestara atención—. ¿De qué?
Y ahora es el momento en que se desencadena todo, pensé. Cuando la mínima ignorancia o resistencia hace que el cuestionario incluya la tortura.
—¿Por una enredadera, te quedaste mal?
Pero yo no sabía qué decir.
—Che —reclamó el otro después de cortar la discusión con el transmisor—. Vamos.
—Mirá, flaco —me dijo antes de irse—. Vos ya estás sospechado. Colque nos dijo que…
Pero, ¿cuál era su relación con Carlos Colque? ¿Y si al fin y al cabo fuera Carlos Colque, como sospechaba mi madre, el
entregador
? El que había dicho:
Esta noche el doctor tiene dinero en casa. Ivancito vendrá tarde. Espérenlo y cuando llegue de bailar, entren con él.
Pero el otro le exigió que fuera de una vez, que era urgente, y quedé de pronto solo, con mi incapacidad de moverme. Ya se subían los dos, apurados, al auto, cuando me dijo:
—¿Quedate ahí, eh? Que ya volvemos.
Ya estoy sospechado,
repetí, viéndolos partir.¿Pero de qué exactamente?¿Qué le había dicho Colque? ¿Cuánto sabrían de mí que yo mismo ignoraba?
Solo entonces, cuando llegaron a la esquina de Circunvalación, lo reconocí del todo: era el mismo tipo que había visto en esa esquina la noche del primer asalto.
Y, creyendo comprender de pronto qué temían de mí, me metí en casa.
«V
OS ESTÁS
sospechado», «vos estás sospechado». Y mi mente ya no hacía nada más que sospechar. Y como solo podía calmarme con una compañía, y solo había para mí una compañía posible —la única persona que había sufrido algo parecido—, me senté y escribí.
Querida Diana. Estuve torpe en el teléfono. Lo que tenía para decirle, lo que en mí quería decirse, no tenía palabras todavía. Me encontré diciendo lugares comunes, idioteces. Me pregunto qué pensará de mí. Pero si me decido a escribirle no es por remediar el pobre recuerdo de nuestra charla, sino la frustración de no haber podido decirle qué presente estuvo usted en mí durante treinta años. Que el dolor de uno, por solitario que pudo parecer, termina siempre por ayudar a otro, mucho tiempo después, en otro tiempo. La abrazo, L.
Y mientras escribía, con todos mis sentidos, estaba atento a la calle: ¿qué habían querido decir con eso de que volverían?
¿Y cuánto tardarían en volver?
Imprimí la carta, la puse en un sobre, copié la dirección de Diana y la dejé en casa de mi madre: el gesto del suicida en las novelas, el gesto de quien quiere, en las novelas, denunciar a quien ha de matarlo. Algo grandilocuente. Pero su propia grandilocuencia me aturdía.
Si usualmente no puedo dormir después de dar clase, menos habría podido descansar ahora. Por eso robé un clonazepam de los pocos que le quedaban a mi madre. Y mientras esperaba el efecto, oh no, no podía dejar de sospechar.
Y sospechaba, en fin, que con esos asaltos repetidos la policía había conseguido por fin que los Chagas le cedieran la propiedad de la casa. Que mientras firmaban la escritura habían tratado de sonsacarles si acaso le habían contado a alguien de los asaltos; y aunque es probable que los Chagas no recordaran exactamente qué me habían hecho saber, esa misma duda me había dejado «bajo sospecha».
Y a cada ruido, por supuesto, sospechaba que habían vuelto.
Todo esto pensaba mientras hacía pasar maquinalmente, en la Internet, imágenes y datos de Diana Kuperman —en el Juicio por la Verdad, en páginas sobre Camps, los Graiver y Papel Prensa.
Pero de pronto creí entender que el destino de Diana me importaba mucho menos de lo que creía.
Suele suceder. Y esa misma noche se lo había explicado a Pablo Salem. Uno comienza a escribir pensando en un misterio, y luego surge otro, y otro y otro, hasta llegar a ese que parece explicarnos en totalidad.
Creyendo buscar la verdad sobre Diana, se me había abierto el misterio de mi propia cobardía.
El misterio del modo en que, creyendo salvarme, había entrado lenta, plácidamente, en la maquinaria. El miedo al miedo.
El miedo, sí, que nunca había sentido con tanta claridad. Ahora solo quedaba enfrentarlo; tratar de desarmarlo, diciéndolo, entendiéndolo. Escribir, por fin, como quien declara.
2010
El final de esta historia ocurrió la noche del 30 al 31 de octubre de 2010. Si me hubiera atrevido a denunciar, habría dicho que, desde aquella amenaza del tipo de gorrita, ya no vi entrar ni salir gente del chalet de la esquina; las luces se encendían entre hiedras maltrechas, cada vez más salvajes, con una puntualidad que revelaba máquinas, no gente sobresaltada ante el menor ruido raro, ansiosa de ver, a plena luz, la cara del ladrón o de la muerte.
Si después de tocar largamente el timbre en el chalet alguien venía a mi casa a preguntar por los Chagas, mi madre les decía que allí ya no vivía nadie y, si era alguien de confianza —el cartero, o un paciente del doctor, necesitado de medicación—, ella llegaba a sugerir que la venta y la mudanza habían sido «una matufia», alguna de esas cosas a que lleva la ambición, que los pobres no entendemos, y es mucho mejor así.
Y estaba la alarma, claro, que echaban a andar los gatos o el granizo o el viento —pero pasaban horas hasta que llegaba el autito de la empresa de seguridad, horas en que hasta el más temeroso terminaba por no oírla. Y de aquel autito blanco ningún guardia bajaba ya a pedirnos nada —como si quisiera reparar, o incluso desmentir, el recuerdo de aquella noche. O como si, con aquella nueva prescindencia, quisieran recordarme que ya no contaban conmigo, que estaba sospechado y, por lo tanto, en capilla.
«Vos estás sospechado», me había dicho aquel tipo. Y era a su modo un privilegio: ser el único en el barrio que no dejaba de sospechar.
¿Y por qué no conté a nadie el episodio de aquella noche?, podrían haberme preguntado. Pero, ¿quién, en mi lugar, se habría atrevido? Como tanta gente, me esforcé por entender que nada era tan grave, que el «apriete» de aquel tipo de gorrita no había sido más que el arrebato de un cocainómano —que yo me habría borrado de su memoria junto al efecto de la droga. Que denunciarlo habría sido forzarlo a recordar, exponerlo ante ese jefe a quien tanto temía y, por supuesto, obligarlo a vengarse de mí.
Pero eso sí, si estando en la cocina, o en el patio de mi madre, me sorprendía algún ruido de la casa de al lado, yo volvía a pensar: Es mentira que les haya molestado que, aquella mañana, yo hiciera sonar la alarma. Tenían miedo de que, al asomarme por sobre la medianera, hubiera descubierto
algo.
Porque se han quedado con el chalet, sí, y ahora lo han convertido en una casa operativa. Y aquí tienen a Julio López, el testigo desaparecido, el que todo el mundo busca; o desde aquí comandan las bandas de chicos de la calle que roban para ellos, y a los que luego matan, para demostrar al mundo cómo acaban con los delincuentes. Aquí se gesta todo, sí, y yo casi soy su cómplice.
Y cuando salía a la calle, entre un objeto y otro, entre una y otra persona, así como en los viejos laboratorios fotográficos uno veía surgir figuras, poco a poco, del papel en blanco bajo el líquido revelador, así, ahora, solo para mí se hacían visibles esos hombres que había creído del pasado, machos enardecidos por la gloria de haber matado, sin tener que pensar en ello… guardianes de ese orden secreto que nos rige, y que yo, más que nunca, me proponía descubrir escribiendo.