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Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

Una misma noche (11 page)

—Ah, sí —dijo con orgullo—. ¡Siempre fue así, mi hermana! Una artista… Todo lo contrario de mí, ¿no? Que siempre estuve por… por… —y cierto tono de la voz dio a entender que yo debía saber por dónde había estado, exactamente— por la tierra…

—¡Fue por ella que me anotaron en la Escuela de Estética! —agregué, y me avergonzó el tono en que me salió ese recuerdo—. Algo muy experimental para la época…

—Ah no, eso no lo recordaba… —refunfuñó—. ¡Pero sí, esa es mi hermana!

—Y otra vez me llevaron al teatro, me acuerdo, con tu sobrino…

—Ah no —se replegó, firme—. Yo no tengo sobrinos…

—¿Cómo que no? ¡Simón! —dije, como quien busca argumentos en una declaración que un juez desmiente—. Lo recuerdo muy bien.

—Amigo, nomás —corrigió—. Simón Feldman. Amigo, nomás.

Oh pero, ¿me rechazaba? ¿Y por qué lo hacía? De pronto caí en la cuenta de que la alarma de la casa vecina, que yo mismo había echado a andar, seguía sonando, y que quizá ella la escuchaba como un telón de fondo inquietante, sospechoso, intolerable, que solo daría ganas de colgar.

—¿Y la señora Felisa? —pregunté.

—Mamá falleció en el 2004 —recordó, dificultosamente, como quien saca cuentas respecto de un tiempo que ha parecido eterno.

Algo en su voz me sugería que quería corresponderme preguntando por mis padres, pero no se atrevía.

—Ah —confesé—, el mismo año que papá. Qué increíble.

No me preguntó por él, pero no pareció detestarlo, ni saber nada de aquella noche. Pero, ¿qué podía haber de increíble en que muriera gente de más de ochenta y cinco años?

—¿Y cuántos años tenía, la señora Felisa?

—Y… mamá era del ‘13.

Y habría querido decirle que siempre recordaba la expresión de sus ojos, aquella noche. Pero no me atreví a volver al tema, quizá por temor de que me dijese que nunca había existido.

—Solo una vez volví a encontrarla —recordé—. En los años ochenta, en los primeros ochenta. En un negocio…

—Ah, en Diagonal 77 —me dijo—. Una mercería de unos primos.

—No, no, en calle 7 —corregí—. Estoy seguro —dije.

Pero no le conté por qué se había grabado tanto ese recuerdo en mí: la emoción de la señora Felisa al reencontrarme —yo era parte de un pasado, de una casa, que les habían arrebatado— había sido para mí la prueba de que no sabían nada de lo que mi padre había hecho aquella noche.

—Bueno, no sé, en esos años yo estaba en Buenos Aires, y la verdad…

Pero, ¿por qué estábamos hablando? Diana no hacía más que señalarme la desproporción entre la pasión que yo sentía por el tema y lo poco que en verdad sabía. Pero, ¿cómo podía transmitir lo que había en mí de más cierto y de frágil?

—En fin —dije, retomando el tema—, ya debe estar por llegar a tu casa esa chica del juzgado, y no quiero molestarte. Pero recordá que tampoco necesito mucho tiempo. Porque en verdad no tiene nada que ver con ustedes, lo que quiero escribir.

Y estuve a punto de decir:
Solo me bastaría con saber si tu cocina tenía una puerta mosquitera,
pero pensé que entonces terminaría por confirmar lo que ella ya sospechaba: que yo estaba loco.

—No podés imaginar lo que me removió aquel asalto a los Chagas. Tan igual, tan igual… Claro que por motivos económicos…

—¿Cómo
económicos
…? —repitió, sin comprender. Como si yo diera por sentado que su caso
no
había tenido motivos económicos.

—Y después enterarme de que el vecino de enfrente era informante de la
ESMA
… Lo sacó la revista
Veintitrés

—¿Cavazzoni? —preguntó, inmediatamente, y fue como si dijera, «Nunca he dejado de recordar», o más aún: «Nunca he dejado de vivir en esa casa»—. Bueno, pero Cavazzoni es militar…

—¡Cómo te acordás!

—¡Pero cómo no me voy a acordar de mi casa, corazón! —dijo—. En fin. Yo antes compraba
Veintitrés.
Pero dejamos de comprarla porque ya no me gusta. Con mi hermana ahora decidimos comprar
Noticias.

—Y probablemente Cavazzoni haya tenido que ver en todo lo que siguió pasando en el barrio después de que te fuiste…

—Ah, no sé lo que pasó… ¡En el ‘78 yo estaba en prisión!

Y como presumí que querría cortarme, aventuré.

—¿Sabés que Chagas no sabía que te habían llevado?

—Bueno, ¡es que yo tampoco tuve relación con él…! Nos pasamos la correspondencia los primeros meses, esas cosas.

—Pero bueno. Hagamos algo —admitió finalmente, quizá sobrepasada—. Dejame tu teléfono y yo te llamo tan pronto sepa qué quiere esta gente… que viene a molestar después de tantos años. Yo te llamo.

Creí entender que la ironía no lo era tanto, y me sorprendí. Pero algo en ella se había deshelado, sinceramente. Y dijo, con profunda ternura.

—Y no te tires a la pileta, corazón, que no nos dejás dormir la siesta…

C
OLGUÉ EL TELÉFONO
de un golpe, con una exaltación de loco enamorado. Diana no había aprobado nada de lo que yo decía. En cierta manera, me había expulsado de sí. Pero algo de esa charla me autorizaba a seguir pensándola; a hacer memoria en lugar de repetir.

En eso sonó el timbre: el cartero traía un paquete grande con el
Régimen naval
que, según rezaba el aviso en Mercado Libre, era algo así como un manual del aprendiz de la
ESMA
. Encontré en la cocina a mi madre y a Coca. Una desayunaba, recién levantada, y la otra, en cambio, se proclamó cansada por haberse despertado al alba.

—Qué condena con esta alarma, ¿eh, Leíto? —dice Coca, señalando al otro lado del muro, donde todavía suena el escándalo que accioné con mi osadía.

—¡¿Saben con quién estuve hablando, justamente?! —grito, pero mi madre no escucha—. ¡Con la chica de Kuperman! ¡¿Se acuerdan?!

Coca se sorprende. Está acostumbrada a que un «joven» como yo se interese por la historia del barrio. Pero baja los ojos, con una sonrisa helada, como si esta vez le desagradara recordar.

—¡¿Quién, quién?! —pregunta mi madre. Aunque no me ha entendido, ha notado la incomodidad de Coca y eso la alarma.

—Los judíos, Ventura —sintetiza Coca, para tranquilizarla, y desvía la mirada, y parece poco propensa a volver sobre el tema. Pero mi madre no ha entendido, y eso me autoriza a acercarme a gritarle al oído:

—¡Con la chica de Kuperman, la hija de la señora Felisa! ¿Te acordás?

—Uh, sí —dice mi madre, con su aprensión de siempre, y con un íntimo dolor: no se explica por qué he debido hablar con Diana, y como ante cada cosa que no comprende en este mundo, piensa que la causa fue una muerte.

—¡La señora Felisa, murió! —confirmo, ante una Coca que no esboza el menor interés: me complace demostrar mi propio afecto por las judías; ser el chico especial del barrio—. ¡Y el mismo año que papá!

Y aunque digo a mi madre no sé qué otra cosa respecto de Diana, tratando de hacerle ver que no fue triste el reencuentro, ella ya no quiere escuchar.

O quizá Diana le traiga el peor de los recuerdos: el mismo que yo reviví anoche, mientras tomaba notas para una nueva novela.

Estaba demasiado nervioso: me dolía la nuca, me temblaba el cuerpo. Subí a mi cuarto y avisé a los primeros alumnos de la tarde, Germán y Lorena, que aplazaba la clase, y me tomé un clonazepam. «Los judíos», me decía, recordando a Coca, recordando a mi padre: y me dije que, por raro que fuera el caso Graiver, coincidía exactamente con lo que los antisemitas esperaban de los judíos; a punto tal, me dije, que casi podía pensarse que había sido propiciado por los gentiles.

Mientras esperaba el sueño, me senté ante la computadora a navegar casi sin ver: estaba abierto el Facebook, y así, casi sin pensarlo, tecleé Simón Feldman en el renglón de búsquedas. Apareció un gordito de mi edad, sí, pero irreconocible, que vivía en Jaifa, casi sin amigos ni mensajes en castellano, casi empeñado en una anonimia o secreto, como si también él recelara de todo. Yo le escribí un mensaje, sabiendo que podría parecer tonto o excesivo o sospechoso, y que él mismo podría escribirle a Diana para alertarla sobre mí y arruinar mi plan. Pero mi exaltación podía más.

Oh sí, quizá Diana no fuese como nadie que yo hubiera conocido: pero eso mismo me exaltaba. Escribí entonces en Google el apellido Kuperman, seguido de los nombres, y aparecieron datos, unos pocos, sumamente formales.

Kuperman Diana Esther, en el padrón de la facultad de Derecho, «hábil para votar», un número de
DNI
y mes de graduación en 1966 —el mismo año en que yo llegué al barrio…

Diana Esther Kuperman en el blog de un ex agente secreto de la policía, en la lista de miembros del Grupo Graiver: «No pudo comprobársele actividad delictiva».

Kuperman Diana Esther, integrando la lista de ex detenidos desaparecidos en el centro clandestino de detención Puesto Vasco, Don Bosco, junto con los demás involucrados del caso Graiver y Jacobo Timerman.

Kuperman, Diana, en el índice onomástico del libro
Graiver,
de Juan Gasparini, que de inmediato bajé de un sitio pirata y mandé imprimir.

Y por fin Diana Esther Kuperman en aquella noticia del diario
Hoy:
la que hacía mención a su declaración en los Juicios por la Verdad y a un abogado conocido —a quien, también de inmediato, escribí, pidiéndole, sin mucha esperanza, el texto completo de la declaración.

Veo la foto de la persona con que acabo de hablar: una especie de niña vieja, de flequillo rubio y anteojos inmensos, con las cejas fruncidas y los hombros casi pegados al cuello, expresando la terrible presión de comparecer como testigo. La nota es muy confusa, está mal redactada, y apenas si puedo entender que ella también dice que
no fue torturada.
Que solamente la dejaron durante días junto a una sala de torturas, a
escuchar.
Haciéndole sentir que, de un momento a otro, le llegaría la hora.

Un silencio asombroso paralizó al barrio.

La alarma había dejado de sonar. Había llegado Carlos, el jardinero. Y por fin la había desconectado.

Y escuché, yo también, mientras me dormía. Y aquel silencio volvió a llenarse de las voces de la noche.

L

1976

Dejo la perra a un lado, empiezo a subir la escalera. Y al otro lado del muro veo el patio iluminado. El patio de las Kuperman.

Y mi padre que patea la puerta de la cocina, rodeado por detrás por toda la patota —ellos, tan elegantes, y él en ropa de cama. Ellos jóvenes y altos, y él viejo y aindiado. ¿Con qué expresión en los ojos, tras los anteojos negros? ¿Aprobación o burla?

No lo sé.

Bajé, sigiloso, hui.

No puedo ser como ellos. No quiero ser como ellos. No debo ser como ellos.

No habría querido ver lo que vi.

Mi padre forcejeando con ese picaporte y pateando la puerta —reteniendo la hoja de tela mosquitera que se vuelve contra él, como el ala de un pájaro. Su furia que conozco. Pero su cara es otra. Porque él ya no es él.

Cuando vuelvo a entrar en casa, mi madre aún está en la vereda: el tipo la ha dejado sola, pero ella no se anima a volver adentro, a escabullirse dentro, a ver dónde me metí, en dónde está mi padre, qué pasa con nosotros. Pero temo que lo haga, y me siento al piano. ¿Cómo podría decirle lo que vi? ¡Si al menos estuviera, ella también, enajenada!

La cara de mi padre cuando patea la puerta. ¿Por qué no piensa en nosotros?

Me siento en el taburete y me pongo a tocar.

Que nadie más la haya visto es mi único consuelo.

B
ACH
.
Polonesa en Sol Mayor
. Para Anna Magdalena. Es eso lo que toco, o lo que viene a mí a fuerza de costumbre, porque casi no he tocado otra cosa en un año, y porque solo podría tocar esto, ahora que solo puedo pensar en lo que ocurre al lado.

La cara de mi padre, pateando la puerta. La judía. Igual que en las películas. Igual que en
Ana Frank.
Pero él nunca ha querido ver esas películas. «A la historia la escriben los que vencen», dice. Y dice que él la vivió y no necesita ver películas hechas por los norteamericanos. Dice que los judíos van a dominar el mundo: y que Hitler murió, Alemania murió, cuando quiso pararlos. «¿Cómo que la viviste, vos?», dice mi madre. «¿Viviste en Europa, eras judío vos?» Él se cierra pero aun se digna a deslizar que una vez, cuando hundieron el
Graff Spee,
conoció a su capitán… «Que habrá querido hacer jabón con tanto cabecita negra», dice mi madre, y con un gesto burlón me da a entender una vez más que él está loco. Que ya en la
ESMA
lo llamaban el «Chivo» por cómo se «chivaba», por cómo se agarraba a golpes con sus compañeros, a la menor provocación. Él se calla, como protegiendo del dolor su propio secreto. Un secreto de esa vinculación imprevista con Hans Langsdorff. Por terror de conocer ese secreto me acostumbré a esquivarlo, y cada vez que sale el tema de los judíos, temblando, lo distraigo. No es difícil: él sabe muy bien que callar es cubrir a los nazis hasta el día que puedan volver. Pero, Dios mío, ahora sé que ese día es hoy.

¡Es tan breve esta pieza! Recomienzo
da cappo. «Répétez, répétez»,
dice Mme. Dupond, y ríe porque entiendo que debo empezar de nuevo y no «ensayar y ensayar» cuando vuelva a casa, repetir y repetir «hasta que el dedo uno toque la tecla Do sin que la mente lo ordene, hasta que cada nota llegue sola a relevar a la que calla, hasta que Bach se apropie de un rincón de tu cerebro». El rincón en que ahora me refugio para escapar de mi padre.

Mi padre empujando la puerta de la cocina, manoteando el picaporte, asestando patadas que aún me parece oír, ¡pram!, ¡pram!, mientras los otros, atrás, lo miran arrobados. ¿Festejando qué? ¿Que el gato viejo enfrente a la rata judía? ¿Una de aquellas rabietas del Chivo Bazán? Una vez, yendo en auto, divisó en la vereda a un electricista que le había hecho mal un trabajo y frenó en plena calle y se bajó a trompearlo, ahí nomás, en la vereda, y aún escucho sus gritos que le pedían piedad y los gritos de mi madre que le pedía que parase y cuando vio que la cara del tipo se llenaba de sangre se bajó ella también dejándome a mí en el auto y en medio de la calle, gritando, aterrado de que también la mataran a ella. Yo tendría unos cuatro años. Y otra vez, una noche, escuché desde mi cuarto que los dos discutían y que se amenazaban y cuando no aguanté más y corrí a interrumpirlos lo sorprendí enarbolando un sillón en lo alto, dispuesto ya a tirárselo a ella, que gritaba, reptando por el piso… «¿Pero qué hacés, malísimo?», le grité y lo detuve, como por pase mágico. «¿Me separo?», me preguntó mi madre al día siguiente, y yo dije que no, no porque no quisiera. ¡Me daba terror ser yo quien decidiese! Y desde entonces creo que debo intervenir. Cada vez que oigo alzarse sus voces, invento cualquier cosa para entrar y distraerlos. Esa es mi función. Pero, ¿cómo distraer a toda la patota? Toco el piano.

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