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Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

Una misma noche (10 page)

Quiero llamar a mi padre, pero antes de llegar al cuarto en que dormía —se burlaba de sí mismo, de su costumbre de buque de acostarse temprano— sale sin verme a mí y solo ve a los tipos.

Quizá, por un instante, intuye algún peligro. ¿Quién puede haber tocado el timbre a esta hora?

Pero tan pronto el Jefe le dice algo a lo que no atiendo —me hipnotiza una Itaka que descubro de su mano— mi padre ya no es mi padre. Se vuelve uno de ellos.

Mi madre llega entonces, preocupada, secándose las manos con el lado derecho de su delantal. ¿Qué pasa? Pero ella es mujer: no merece respuesta.

¿Y para qué saber más? Sabemos lo que basta. Que ellos mismos son balas y que, en los tiroteos, solo se salva quien se les pone detrás.

Le preguntan a mi padre algo sobre el fondo de casa, donde está todo oscuro. Y él, por toda respuesta, se adelanta a guiarlos.

Quiero encogerme aquí, al lado de mi madre, ponerme a salvo escondiendo lo que ellos no tienen tiempo de advertir, en mi madre y en mí.

Pero el Jefe, que no va hacia el fondo, le pide que lo acompañe. Yo temo por mi madre: ella no sabe, no quiere comportarse como la mujer de un militar. Y la voz es lo primero que delata.

Yo la sigo unos pasos. Quedan en la vereda, y el tipo le pregunta, controlando la calle. «¿Han visto a Diana Kuperman?» (de modo que es por ella, me digo). Y mi madre empieza a hablar cautamente y el tipo la interrumpe. «¿Qué auto tiene?», le pregunta, impaciente. «¿Han visto a otras personas?»

Algo distrae al Jefe, que se aleja hacia la esquina. Han descubierto algo: mi madre retrocede, temerosa, poniéndose a resguardo y yo aprovecho y me adelanto a unírmele.

—¿Qué hace tu padre? —me dice, por lo bajo (Dios mío, ¿cómo puede preocuparse por él?). Y el chofer del Torino me grita: «¡Eh, pibe, vos, adentro!».

V
UELVO AL CENTRO
del living. Me siento junto al piano. La noche se ha agrandado. ¿Pero dónde ponerme?

«Mi pibe», ha dicho mi padre, como si ser hijo fuera un rango en el escalafón militar. ¿Y qué debe hacer el «pibe» de un ex suboficial? ¿Qué hacen en el barco? Enfrentan a un gatito con una rata inmensa de esas que hay en la bodega y levantan apuestas y solo los estúpidos apuestan por la rata: «La raza siempre gana». O uno se tira al piso, la camisa manchada con salsa de tomate y otro grita y le apunta con el revólver descargado solo para que el capitán se asuste, previendo lo que pasará cuando lleguen a puerto. «Y a los polizones se los tira al agua», dice mi padre, «de inmediato. A los
tiburcios
». «¿Nada lo disculpa?» «No.»

Vuelve el Jefe y le ordena al chofer del Torino: «¡Por el fondo, por el fondo!». Sí, han descubierto algo. Y el tipo, a la carrera, pasa frente a mí y va a reunirse con ellos.

¿Deja el Torino solo? También tenía un Torino aquel muchacho que estaba, con mi padre, al pie de la planchada, aquel día en que fuimos a buscarlo a Puerto Piojo, en su último viaje. «Un compañero», me lo presentó mi padre, enigmático. «Lindo pibe», dijo él, mirándome. «Bah», dijo mi padre, «la madre lo baña…». Y yo habría querido no volver nunca a casa, porque ya intuí que entonces comenzaría, también para mí, la guerra. Escaparle escondiéndome. Esconder que en su ausencia me había aferrado al piano. Que los compañeros que mi prima traía a casa me abrían otro mundo, y yo me aferraba a él, contra toda razón, porque ya presentía segura su derrota. Hasta que una noche, oh sí, una noche como esta, me enfrentaría a una prueba: ¿Sos mi hijo o no sos? ¿Sos varón o no sos? ¿Sos un nazi? Y al fin mi padre me verá como mis compañeros, que pasan conmigo todo el día, y no como él, solo un fin de semana por quincena.

«Muy bien, ¿puedo irme ya?», le reclama mi madre. «Por favor, señora», se impacienta el Jefe. «Apurarnos nos perjudica…»

Hoy le toca a Diana Kuperman. ¿Pero cuál será mi castigo? Mi madre me pega, sí, cachetaditas, pellizcones, tirones de oreja: pero mi padre ni siquiera dice que me pega: me
«sacude»,
y cuando me «sacude», tras el terror, siento como un asombro, una perplejidad, como si ya habitara un sitio parecido a la muerte. Y yo no existo más. Desaparezco.

E
NTONCES
el Jefe le pregunta a mi madre si conoce a compañeros de trabajo de Diana, y ella le dice un nombre.

Hay movimientos al fondo de la casa. Se oyen golpes. La perra ladra furiosa, y mi madre se asusta…

—¿Qué hace tu padre? —me pregunta, aterrada—. ¿Dónde está?

—¡Oh, no digas nombres!

Y ella, cuando comprende, me dice:

—¿Qué? —como si se ofendiera—. Oh, ¡andá adentro, querés!

Y solo por complacerla yo corro a la cocina, miro por la ventana el patio iluminado. Busco a mi padre. Pero allí no veo a nadie.

Han pasado a otra casa.

Salgo al patio que retiembla entre reflejos como al fondo del agua. La puerta que se abre en la medianera con la casa de Aragón está abierta, y mi perra, muy tensa, mueve el rabo como hipnotizada por ese dogo asesino. Corro a cerrarla, entonces, pero detrás del perro tampoco veo a nadie.

Hasta que al fin se oye un ruido a mis espaldas, en el patio de las Kuperman, y la voz de mi padre. Sí, la voz de él, de mi padre, en el patio de las Kuperman.

Y cuando me vuelvo veo una escalerita que él mismo fabricó, apoyada contra la otra medianera. Con la perra en brazos, como quien lleva una ofrenda, abstraído, yo mismo voy allí.

¿Temo por él? No creo.

Supongo que lo han llevado porque conoce el camino, porque ya una vez entró, de este modo, en casa de las Kuperman, ese verano que a ellas les entraron ladrones —y el recuerdo de aquellos tesoros robados me estruja de deseo.

Avanzo como un cura.

Llego a la escalerita. Dejo a la perra abajo y subo.

¡Ah, el candelabro de plata! Ah, entrar por fin al templo de un dios desconocido que al verme me entendiera y me diera otro nombre y un papel en su Biblia, aunque más no fuera el sacrificio. ¡Ah, comprender de una vez para qué se ha nacido!

Pero entonces, cuando llego al final —
¡Dios mío, nunca antes lo había recordado!
—, veo la escena atroz que nunca diré a nadie —y no poder decirlo me hará, hasta hoy, su esclavo.

K

2010

Nunca había recordado tanto, nunca había llegado tan lejos. Pero ¿
qué
recordaba? ¿Algo que había vivido? ¿Algo que había soñado? Tenía que saberlo. Con pasión me buscaba, con la pasión morbosa que inspira la verdad. Sin pensar en castigos, ni en recompensa alguna.

Esa mañana, poco después del alba, a aquella misma hora de que yo más recelaba porque, meses atrás, a esa hora la patota había entrado en el terreno del fondo y comido en el quincho, y cagado y meado, esperando tranquilamente que los Chagas despertaran y salieran al jardín; a esa misma hora yo tomé esa escalera de mano fabricada por mi padre que aún está en mi casa, la bajé con esfuerzo por mi propia escalera con un cuidado inútil por no despertar a mi madre, porque ella estaba en vela, alerta a los fantasmas que le trae cada noche.

—Ay, me asusté —dijo saliendo de su cuarto con esa perpetua confusión de sospechar en todo la presencia de la muerte—. ¿Qué vas a hacer? ¡Por Dios, hijo!

Pero yo no tenía paciencia. Protesté vagamente y ella no quiso entender.

—¡Volvete a dormir ya! —e improvisé—. ¡Quiero poner un farol nuevo allí en la medianera…!

—¿Y a esta hora…? ¿Por qué? ¡Nos han querido entrar!

—¡Pero no! —desprecié, y salí al patio, como aquella noche, con la perra al lado.

Para que mi madre al menos dejara de seguirme y volviera a la cama, dejé la escalera a un lado y busqué la Black & Decker en el gabinete de las herramientas. Fingí rebuscar luego en el cofrecito en que mi padre guardaba mechas y tornillos. Y por fin, al darme vuelta, vi que ella, ya olvidada de mí, también miraba el patio, quizá no este, exactamente, sino el de su propia memoria; y que regresaba a la cama, quizá por puro afán de recordar a solas, de distinguir, de una buena vez, la verdad del recuerdo.

Tan pronto como apoyé la escalera en el muro entendí que hoy, tantos años después, aquellos tipos no habrían podido pasar al otro lado; porque a poco de llegar al barrio, los Chagas habían agregado un metro más de medianera —había una marca allí, cubierta por la hiedra, justo por encima del último peldaño: como una cicatriz costrosa en el revoque— solo para no vernos, para hacerse a la idea de que no tenían vecinos o incluso convencerse de que la casa de Bazán era un cuarto de servicio.

Pero empecé a subir. Siempre he sufrido vértigo. Mi padre podía ir por las arboladuras del crucero
Rivadavia,
en alta mar, con vientos patagónicos zarandeando la nave. Se ufanaba de eso. Pero yo siempre, al subir, he temblado.

Cuando una experiencia se calla durante tanto tiempo, me decía, y ya no puede distinguirse si fue real o imaginaria (quizá porque la mente arrumba en el mismo compartimiento lo que se vivió y lo que se imaginó, cuando no tiene nombre), solo el cotejo con la realidad puede sacarnos la duda.

Y si nunca desde entonces había vuelto a subir, el cuerpo, al revivir el vértigo, ¿no podía ayudarme a recordar? Subí, casi mareado, cada peldaño, sobresaltándome a cada cimbronazo de la escalera apoyada en tierra.

Hasta que algo, violentamente, me bajó.

La alarma. El popurrí de sirenas que había dejado Chagas.

Pero no fue por miedo que me descolgué muy rápido y volví a la cocina y pasé junto a mi madre que ahora sí estaba segura de que algo grave ocurría, y sin tratar de disuadirla, la dejé, alzando los brazos al cielo. Era por el apuro de llegar al balcón trasero: la imagen, en mi mente, era una imagen cenital, ¿y no habría sido desde allí que esa noche había visto el patio de las Kuperman? Pero otro muro nuevo tapaba también esta visión del patio, como si más que dejar de vernos, Chagas hubiera querido hurtarme la verdad.

Fue entonces cuando pensé que solo una persona era capaz de ayudarme, y aunque los nervios me impedían recordar su nombre traté de recordar la chapa leída tantas veces en la infancia mientras pasaba jugando frente a su puerta y su nombre al fin se dibujó, negro sobre dorado.

Diana Esther Kuperman. Abogada.

Y la busqué en la guía. Y marqué su número.

Sintiendo que llamaba a otro mundo, a otro tiempo.

Desaparecido.

—H
OLA
, ¿
SEÑORA
D
IANA
? —aventuré, y creo que nunca antes la había llamado por su nombre.

—Sí, quién es —dijo, sin matiz de interrogación (y era una voz cascada y sorprendentemente animosa, de ese color rasposo que quizá hermana a los descendientes de alguna zona de Alemania; una voz de judía del siglo
XX
, independiente y fumadora: la voz de Blackie, la voz de Hanna Arendt, la que creía adivinar en la foto de Cynthia Ozick).

Me presenté y le dije que quizá no se acordaría de mí.

—Pero cómo no me voy a acordar —me dijo—, si ayer te vi por televisión.

Se refería a un programa en el Canal
TN
, del grupo Clarín, adonde yo había ido a presentar mi última novela.

—¡No me sorprende nada que seas un escritor! ¡Ya eras un chico tan especial, tan especial!

Claro, me dije, las Kuperman me querían, y me querían distinguiéndome del resto: yo, como ellas, era una anomalía. Todo aquel que ha querido a aquel chico que yo fui, y que aún no perdono, me llena de gratitud.

Y cómo me alentaba que supiera que yo era un escritor.

—¿En qué te puedo servir, corazón?

Y en verdad, ¿para qué la llamaba? ¿Para verificar un recuerdo? ¿O para protegerme de él? ¡Ah, el maricón que corre a casa del vecino cuando el padre quiere sacudirlo!

Le dije que la llamaba por algo que me había recordado el caso Papel Prensa…

Se hizo un largo silencio. Parecía decepcionada: el chico que yo había sido, aquel chico especial, no se preocupaba por tales cosas. O quizá Diana por fin había comprendido que había un adulto al otro lado de la línea. O quizá temiera, claro, que también el hijo de Bazán fuera un espía.

—Ajá —dijo, severa, atenta pero replegándose, tan servicial como podía serlo en su estudio de abogada al escuchar a un cliente, antes de decidir si aceptaría o no el caso.

Improvisé que habían asaltado la casa de los Chagas y que eso me había impulsado a escribir una historia largamente soñada. «Ajá», repitió, sin entender qué tenía que ver ella con eso. Le aseguré que mi última intención era molestarla, que no era necesario ni imprescindible que nos viéramos. Pero que en realidad quería escribir sobre esa noche del ‘76 en que la patota había pasado por casa para buscarla a ella.

—Ah, me fueron a buscar —dijo, cauta.

Y yo, perplejo, creí comprender que, en medio de la tragedia de su vida, el recuerdo de esa noche no era nada, que esos, ¿cuántos?, ¿diez?, ¿veinte minutos? solo habían sido memorables para mí y mi madre. Y que, Dios mío, bastaba mi decisión para borrar esa noche, y la participación de mi padre, de la memoria del mundo.

—¡Claro! —dije, como si ese dato fuera un honor que Diana debía asumir, como si ella fuera de los que disfrutan al solidarizarse con las víctimas, con el orgullo de haberlas ayudado…

Creo que fue ella quien tomó el primer desvío. Me dijo que, ya que veía que yo estaba en el tema —y no había en ello el menor matiz de elogio—, iba a ser clara.

Dijo que por todo esto que estaba pasando («oh, sí», interrumpí frágilmente, había leído las increíbles declaraciones de Isidoro Graiver, que aseguraba que «no había sido torturado»… ¡porque no consideraba tormentos ni las amenazas, ni las esperas eternas frente a despachos o cámaras de tortura, ni, en fin, ninguna forma de violencia psíquica…!), ahora mismo iba a pasar una chica del juzgado a pedirle no sabía qué y, como yo podría entender, prefería no hacer conjeturas por teléfono…

—No, claro que no —me apresuré, contento de que estableciera entre nosotros esa complicidad típica de los opositores a la dictadura. Aunque no hubiera riesgos. ¿O sí? ¿O pesaba sobre ella la historia de Julio López?—. Yo no decía de ir ahora mismo…

—Y después tengo unos días terribles con mi cuñado, que está enfermo, y con mi hermana…

Y después vendrían las fiestas, pensé, y después el verano: «No me atenderá más». Con desesperación, yo también cambié de tema.

—¡Tu hermana! ¿Cómo está? (quería demostrarle que mi única preocupación no era la novela, que ellas, las Kuperman, me importaban más que a cualquier periodista… y que por eso ella
tenía
que colaborar con mi novela). Siempre me acuerdo de que me llevó una vez al País de los Niños, a un concurso de manchas…

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