—No, no miente. Pero esos relatos no llegan a tocar lo esencial de aquella experiencia. Porque nosotros, esa noche, no fuimos buenos. No
somos
buenos. Y eso no lo pude decir.
Miki mira desconfiado. Lee la contratapa de
El último encuentro
donde se anuncia que un noble recibe por fin a su gran amigo de juventud. Del que tiene una duda que lo ha atormentado durante décadas: ¿ha querido matarlo? ¿Fue por vergüenza o culpa de ese impulso asesino, que el amigo se ausentó desde entonces?
—¿S
E SUPO
algo de la chica? —me pregunta de pronto Miki. No comprendo sino después de un momento que habla de la chica de Kuperman, no del personaje de Marai, por el que los dos protagonistas, secretamente, rivalizan.
—Está viva —le digo, y me pregunto si en realidad no he sido yo quien la equiparó con los desaparecidos—. Era la secretaria del segundo de David Graiver —y hago una pausa para verificar si sabe de qué hablo: del «banquero de los Montoneros»—. Aquella misma noche en que vinieron a buscarla —explico, con una extraña sensación de estar improvisando— cuando escapaban juntos con su jefe, les tiraron un auto encima. Y luego los curaron en el hospital de la cárcel, solo para torturarlos.
Se hace un silencio que lo entristece. Tengo culpa de entristecerlo con algo que no sea verdad. Porque, en verdad, todo esto que he dicho, ¿cómo lo sé?
—En fin, siento que en esos apuntes que escribí quedó afuera demasiado… Lo que no prueba nada, ¿no? Porque se dice que somos los relatos que nos contamos sobre nosotros mismos. Pero también somos aquello que no podemos expresar en ningún relato.
Miki se impacienta.
—¿Pero hay algo concreto que no pudiste contar? ¿Algo
concreto
que haya quedado afuera?
Y de pronto, casi sin pensarlo, como una extraña floración de esa exacta y sola circunstancia, digo:
—Mi padre.
Y siento que es mi padre quien me apunta desde el fondo del bosque de la memoria; el único que, aquella noche, no usó armas… Él, a quien aún no entiendo.
«M
I PADRE
», había dicho. Y la prueba de que aquello tenía que ser escrito era el estado en que había quedado después de aquella confesión, la angustia en que me debatía mientras el ómnibus sobrevolaba la Boca, ese paisaje nocturno en donde, más que en ningún otro lado, después de su muerte, lo he sentido vivo. Quizá porque en la noche el puerto iluminado, despojado de toda presencia humana, se parece a un cementerio.
Temblaba. ¿Y por qué temblaba? Miki, de pronto, había creído entender. Pero, si yo mismo no encontraba palabras, ¿cómo podría él haberme entendido? Y en verdad, quizá fuera disparatado pretender que el hijo de un asesinado por la Marina entendiera a un marino. Pero yo recordaba que Miki me había hablado de la dificultad de criar a un hijo sin haber tenido padre —y yo pensé en papá, que tampoco había conocido al suyo. Y en mi amigo Eduardo, que a los cuarenta y tantos años, cuando ya había quedado huérfano, mientras cambiaba los pañales de su hijo recién nacido, reencontraba en el chiquito los rasgos del muerto: ¿y qué mensaje de otro tiempo y otro mundo vería aparecer mi padre en mis rasgos, como Miki en los de su hijo?
Pobre mi padre, decía una parte mí. Su infancia siempre me había dado piedad. Él mismo decía, extorsionándome, «Vos no sabés lo que es llorar de hambre». Mi madre, por piedad de esa infancia, había soportado todo.
Y si nadie está obligado a declarar contra su padre —y mucho menos a publicarlo—, si hasta la misma dura ley nos dispensa de hacerlo, ¿a santo de qué sacar a luz un acto vergonzoso, hacerlo más duradero que su propia vida?
Si él seguramente lo había recordado como un acto de valentía. Quizá yo estaba buscando donde no había nada, quizá solo quería justificar mi propia estupidez.
Y sin embargo ahí iba, temblando, seguro de que hasta que no pudiera hablar de aquello, no podría escribir, ni vivir realmente.
Y allí iba, de vuelta hacia mi casa, hacia la casa que él había pensado para mí; a vivir en su espacio, según las leyes del barrio que él había elegido, a mantener a su mujer hasta que yo mismo me hundiera.
Ahí iba, a ocupar su lugar, a enfrentar la patota sin saber cómo hacerlo.
E
NCONTRÉ
a mi madre, como siempre, en su mecedora, frente a un televisor que no escuchaba, viendo pasar imágenes de la «inseguridad». ¿Me esperaba? Quizá. A veces, cuando discutíamos, si yo le reprochaba el egoísmo de los viejos, me decía que no hacía más que esperarme —pero yo sé que esperaba lo único importante que se espera a esa edad: la muerte— y que si me necesitaba era ante todo para que la ayudase a soportar la espera.
Me preguntó cómo estaba y le dije que bien, que estaba trabajando: para ella es lo mismo. «¿Otra novela?», preguntó. Y le dije que sí, aunque no fuera verdad; pero como para obedecerla, o para sentir que no mentía, subí y volví a la máquina.
No era verdad que hubiera desechado por completo mis apuntes —pero no me atreví a mirarlos: en cambio, sin nostalgia, por primera vez busqué el apellido Kuperman en Internet.
Recordé que se llamaba Diana. No aparecía demasiado sobre ella. Descarté aquellas páginas que parecían ser de los servicios de información. Recalé en una noticia muy mal escrita, que apenas si daba cuenta de una declaración suya en los Juicios por la Verdad
.
Los Juicios por la Verdad: los sucedáneos que el padre de una desaparecida consiguió poner en marcha; «porque podrán privarme de justicia, pero no de saber qué ocurrió con mi hija». Los juicios por donde habían pasado, durante años, miles de víctimas y testigos, solo para que su verdad fuera, por una vez, atendida.
Una noticia confusa, sí, como si el propio periodista no hubiera encontrado qué transcribir a los lectores, ninguna secuencia de esas que se cuentan en la sección «Derechos Humanos» de los diarios.
Por esa prosa suelta creí entender que no la habían torturado. Que ya que no podían torturarla, la habían puesto a oír. Haciéndole sentir, claro, que de un momento a otro le tocaría el turno a ella.
Quizá fue entonces cuando empecé a sentirme cerca de Diana. Porque a mí también el tiempo me había puesto a escuchar.
Pero para contar la historia, me dije, es preciso ser víctima. Del presente. O su memoria.
2010
El sábado de la entrega de las llaves escuché movimientos en la casa vecina: el silbato intermitente de una especie de combi entrando marcha atrás al terreno del fondo, puertas que se abrían sin la aprensión de los Chagas, órdenes demasiado seguras para un lugar desconocido, inmediatamente corregidas o suplantadas por otras.
Como uno de esos vecinos que yo mismo había detestado en mis mudanzas, salí con cualquier excusa a la vereda. Vi a los Chagas que se iban, apurados, sin mirar otra cosa que sus propios pies, como se iría quien acaba de poner una bomba. Pero no vi entre tanta gente a ningún «médico famosísimo» —y una mujer, incluso, me negó casi con escándalo que fuera ella «la nueva vecina», como si la sola sospecha la avergonzara o comprometiera. Una mudanza de ricos, comprendí, hecha por sus sirvientes.
Hacia la tarde, escuché otras personas que entraban por la puerta del frente, y que salían a mirar la piscina. Pretextando no sé qué tareas salí al balcón trasero y, esta vez sí, en las frases sueltas, en el tono, creí notar el aura de los dueños —porque no era un hombre solo, no, lo acompañaba al menos una pareja joven—, la alegría ostentosa y contenida de quien pisa conquistando. Un orgullo que era en sí mismo inocencia, una inocencia que a mí me tocaba quebrar.
Pero, ¿cómo? ¿Cómo decirles que habían asaltado su casa al menos dos veces en lo que iba del año? Cayó una noche cálida: en el quincho del fondo, desde donde los miembros de una banda habían acechado toda una noche, los nuevos vecinos improvisaron algo así como una fiesta. Con protestas sobre vuelos demorados de Aerolíneas Argentinas y burlas al gobierno que había nacionalizado la empresa, expresaban la satisfacción de su propio progreso.
Cuando se encendió el reflector temí que me descubrieran espiando, y cerré el toldo sobre mí y fui a mi cuarto y me acosté preparándome, recuerdo, para declarar en caso de que, al día siguiente, después de escucharme, ellos por fin decidieran dar parte de todo a la policía.
Pero de pronto la fiesta terminó, la casa se cerró, los autos partieron y el chalet de las Kuperman, esa misma noche, retomó su vida de
trompe l’oeil.
Y no. Nadie llegó al día siguiente a proseguir una mudanza que yo suponía incompleta. Y el lunes por la mañana llegó Carlos el boliviano —¿comprado como una parte más de la casa?, ¿contratado a fin de que, con unos cuidados que solo él conocía, disimulase cuanto pudiera el cambio de dueños?— a abrir ventanas, a recoger correspondencia, a regar las plantas, y así todos los días; y varias veces sonó la alarma, y apareció lento el auto de la compañía de seguridad a preguntarme si había visto algo raro —y yo, claro, volví a decir que no. Y así los días siguientes. Hasta que al fin sospeché que nadie viviría allí, que aquel «médico famosísimo» solo había comprado la casa «para hacer una inversión».
No. La inquietud prosiguió por dos imprevistos; los dos sucedidos con diferencia de días; los dos protagonizados por la presidenta de la Nación.
Mi prima, que treinta años después casi ha descubierto un modo de militancia online, entre emails que convocaban a juicios, a marchas por Julio López o Silvia Suppo —los testigos que pagaron con la vida su declaración en aquellos Juicios por la Verdad—, me envió una «lista de represores» del Batallón 601 que la presidenta había ordenado desclasificar y que había publicado la revista
Veintitrés.
Y, poco después, la lista del «personal civil» del Servicio de Inteligencia de la Armada, los setecientos hombres que, durante los años de la dictadura, espiaban y delataban en todo el país. Me precipité a investigarla.
No, mi padre no figuraba entre ellos: no encontré su nombre en ninguna lista de apellidos con B. Sí encontré a un tío de mi prima, un tal Jorge Bishop, veterinario, a quien ella en cambio no había parecido advertir. Me gustó comprobar que no era del Colegio Nacional que el «tío Jorge» conocía al almirante Massera —como ella había sostenido cuando yo le advertí que este había ido a la Escuela Naval de Río Santiago, en Ensenada—, sino de los tiempos en que, además de integrar la junta militar con el nombre de guerra de Almirante Cero, Massera comandaba el campo de concentración de la Escuela de Mecánica de la Armada.
Pero de pronto, al terminar la enumeración de los apellidos con B, descubrí el nombre Cavazzoni, Néstor, y la vieja historia de Diana Kuperman volvió a despertar en mí. Cavazzoni, sí, mi vecino de enfrente, el mismo viejito que ahora, tras la muerte imprevista de su mujer, parecía dedicarse únicamente a dar vueltas maníacas a su manzana triangular paseando al perro; el padre de aquel chico que en 1976 había preguntado por «esos muchachos» que iban a mi casa; el abuelo de las gordas que en 2010 me habían hecho notar el patrullero de la Policía Científica. La nota aclaraba que figurar en estas listas no implicaba haber cometido crímenes de lesa humanidad, aunque todos estos agentes dependieran y estuvieran en contacto directo con la Escuela de Mecánica de la Armada.
Y en verdad, era demasiado fácil sospechar que Cavazzoni había estado detrás de la desaparición de Diana Kuperman, que su tarea de espía hubiera sido el vínculo que yo, por terror o resistencia, había tardado años en formular: «En mi cuadra, la cana entró en todas las casas». Era otra la sospecha que me atormentaba.
Porque mi padre había estudiado, en la
ESMA
, en la década del treinta: durante apenas cuatro años de una larga historia que nadie recuerda, opacada por los ocho años en que, además de Escuela, fue campo de concentración. La primera foto que conservamos de él —en esa libreta de enrolamiento que yo, en mis apuntes para la novela, le había hecho presentar al Jefe— lo retrata con el traje de marinero que llevaban los aprendices. El domicilio que consta al pie, Blandengues 4570 —y que yo busqué en Internet—, resultó ser el domicilio de la
ESMA
—Blandengues es el antiguo nombre de la Avenida del Libertador, a la altura de Núñez—. La firma del juez, al pie del retrato, no verifica simplemente que un descastado ha entrado en el padrón, sino que ha nacido de nuevo, porque ahora la Armada lo ha deseado y le ha dado una casa en el mundo. Algo así se agradece «de por vida», me dije. O
con
la vida, poniéndose, secretamente, a disposición de la maquinaria. ¿Y qué vínculo podía haber entre un ex alumno de la
ESMA
y un informante como Cavazzoni, en el ‘76, en el ‘77, en el ‘78? Una imagen me asaltó: mi padre cruzando a casa del espía inmediatamente después de recibir una carta de la Armada, y antes de que nadie más pudiera verla.
Durante días busqué material sobre la
ESMA
: no sobre el campo de concentración, sino sobre el período anterior. En Mercado Libre conseguí solo un libro,
La Escuela de Mecánica de la Armada vista por sus alumnos.
Fue bueno saber que, a fines del siglo
XIX
, los barcos se habían vuelto tan complejos que aquella típica historia de los libros que amo —la del joven pobre que se engancha de grumete para aprender el oficio— ya no fue posible: hubo que abrir escuelas para enseñarles a los aspirantes todas esas habilidades que mi padre tenía y que yo mismo aprendí, mirándolo de chico: tornería, herrería, carpintería, electricidad.
Pero no, yo no buscaba eso. Recordaba haber hojeado, en una batea de librería de lance —pero esa vez estaba sin dinero, y cuando volví a buscar el libro ya alguien lo había comprado—, un
Manual de comportamiento a bordo,
impreso precisamente en la
ESMA
. Recordaba cómo hasta en un naufragio los menores actos de cada marinero estaban absolutamente previstos y pautados, igual que en una obra de teatro, atendiendo sobre todo al rígido escalafón de jerarquías: aun en peligro de muerte, un marino debía reportarse al superior y cumplir lo que le ordenaran. ¿Y no considerarían los marinos a aquellos años una especie de tormenta, o más seguramente, una batalla naval? ¿Y no habría actuado mi padre, aquella noche, según un reglamento estudiado en la
ESMA
, reportándose a Cavazzoni?