Me pregunto si bromea, o si otro nuevo síntoma de su locura es la nostalgia de lo que nunca existió. Pero no digo nada, distraído por cada detalle de esta casa a donde quizá nunca volveré, y en donde la necesidad de escribir se vuelve aún más imperiosa que en todos estos días.
De pronto, en un ángulo, sin quitarnos la vista de encima, con una sonrisa levemente sarcástica (¡qué harto ha de estar de las excentricidades de estos nuevos ricos!), descubro a Carlos, que arregla un enchufe:
—¡Es increíble cómo se rompe una casa en solo un mes de no vivir en ella, no, Carlitos? —comenta Marcela, al descubrir que el otro nos vigila.
Y yo siento que, por alguna razón, está disimulando ante el boliviano lo que verdaderamente nos une a ella y a mí. Y tomándome de un brazo me aparta hacia la escalera.
La presión afectuosa de su mano en mi codo me confirma que algo ha desatado en ella una nostalgia absurda, y cuando vuelvo a la realidad para sortear canastos que entorpecen los escalones, Marcela está hablándome de mis padres.
—Me acuerdo del día en que llegamos. El 17 de agosto de 1978 —precisa, y yo apunto la fecha para mi novela—. Mi mamá me dijo: «Hija, con estos vecinos no vas a tener jamás ningún problema…». Y así fue. Nunca, en treinta años, una sola discusión…
Por una especie de ventana interna atravesada de estantes entreveo a la paraguaya que repasa la cocina, que ahora es inmensa. Y a través de los ventanales que se abren al jardín diviso al perrito que corre alrededor de la piscina, quizá contento de haber dejado el departamento y el canastito en que viaja, quizá enloquecido por el cambio o la percepción de la locura de su ama.
—Yo me acuerdo bien de tu madre —le digo con una solemnidad acorde a la vieja dama de ojos verdes y cáncer cuya distinción fue una de las grandes conquistas de Chagas. Pero algo en mi tono involuntariamente sugiere que tengo muchos recuerdos para desmentir su euforia.
Recuerdo esos tiempos en que los Chagas recién habían llegado al barrio y su especie de idiotez llena de fe en la vida era como un sol cegador de nuestros propios ojos. Recuerdo la pasión de mi padre por Jimena, la hija mayor de los Chagas, que entonces tendría poco más de dos años, llegada como un regalo para el sinsentido de su jubilación.
Recuerdo a la niñera alemana-chilena que también amaba a la chiquita, y el modo en que, un día, cuando Jimena empezó a imitar sus modales, los padres la despidieron.
Recuerdo que cuando nació Ivancito, el segundo hijo, mi madre donó sangre para salvar la vida de Marcela, cosa que, según ella, los Chagas nunca le agradecieron. Es más, decía mi padre, ese hijo nacido cuando los Chagas ya eran ricos, encarnación viva de las aspiraciones de sus padres, muy pronto dejó de saludarlos.
Aunque quizá fuera todo idea nuestra. Quizá los Chagas nunca llegaron verdaderamente a despreciarnos. Construían su imperio, y solo nos recordaban cuando necesitaban algo y corrían a tocarnos el timbre como quien va a un gabinete a buscar una herramienta. Sin reparar siquiera en cuánto los detestábamos.
Llegamos a la planta alta, y yo apunto que todavía está dividida en tres cuartos —los mismos que ocuparían, antes, la señora Felisa y sus dos hijas—, atestados de elementos de los salones de belleza. Y recuerdo la frase de Marcela, cuando una vez me recogió en auto en la parada del ómnibus y se ofreció a acercarme a la facultad: «Yo estudié medicina», dijo, «pero me he dado cuenta de que lo mío es el comercio», y con un tono sumamente comercial, en efecto, me explicó el invento con el que llevaría a cabo esa vocación recién descubierta: una clínica psiquiátrica. Una clínica tan exclusiva que por fin no hubo loco capaz de pagar la cuota, y que por eso Marcela decidió convertir en hogar geriátrico y, tras un nuevo fracaso, en ese salón de belleza cuyos cuartos hoy ocupan por horas decenas de burguesas. Aquel día de la frase, Marcela me propuso tocar el piano para los locos, y yo, aunque necesitaba trabajo, dije que no, por puro horror de ser usado como usaban a mi padre. Porque mi padre ya les servía, oh sí. Desde el principio, cada vez que sonaba la alarma —en una época en que nadie tenía alarma y el sonido electrizaba y mantenía en vela al barrio—, mi padre acudía desarmado a defender la propiedad ajena, sumiéndome en el misterio de su valentía y de mi terror; de su osadía suicida y de mi cobardía; sentimientos opuestos que eran, sin embargo, la clave de la supervivencia.
A esa altura yo entendía que mi padre estaba loco, pero, ¿cómo podía consentir un psiquiatra que un anciano, por loco que estuviese, se jugara por él la vida? ¿O sería otra manera descarada de manejar, con su saber, psicópatas?
Y al entrar por fin en el dormitorio donde estaban, al parecer, los paquetes que Marcela me pedía guardarle, recordé el episodio que me hizo sentir cobarde, muy poco tiempo atrás, cuando ya mi padre se había sentido despreciado y mi madre había roto relaciones con Chagas porque al doctor le parecía poco elegante que ella, según la costumbre platense, quemara hojas secas en la calle. El episodio, digo, del sofisticadísimo aparato de aire acondicionado que Chagas instaló sobre la medianera, que hizo temblar nuestra casa y abrió rajaduras en varias paredes.
Mi padre, al ver que el aparato estaba, por lo demás,
de nuestro lado,
en lugar de increpar a Chagas subió al techo y envolvió todo con un gran plástico, lo que casi ocasiona el incendio de ambas casas. Como respuesta, Robert cumplió en mover el aparato
hacia su lado,
pero además cortó el cable del teléfono de mis padres, que pasaba por encima de su jardín, dejando a dos ancianos incomunicados durante meses.
La gente me decía que hiciera la denuncia, o al menos que tocara el timbre y lo trompeara. Pero no fui capaz de hacer ni decir nada, como si Chagas mismo fuera ese ladrón que mi padre había acudido a encontrar cada vez que sonaba la alarma, y que yo tanto había temido. Y ahora, ahora mismo, ¿no sería el recuerdo de aquella cobardía lo que los había hecho confiar en mí?
—No creo tener espacio para tanto —digo por fin, cuando Marcela me señala, al pie de los comandos de ese aparato, un enorme fardo de toallas empaquetadas, entre otras mil cosas de aquellas con que reconquistaron la amistad de mi madre: revistas
Hola
demasiado viejas para sus salas de espera, muestras gratis de clonazepam.
En un rincón, un afiche descolgado de
El Señor de los Anillos
me dice que este era el cuarto de Jimena —la hija mayor, la que quería ser escritora, y a la que prohibieron que fuera mi alumna— y quizá el mismo que antes ocupaba la mayor de las Kuperman.
—Solo que no les dijimos que nos asaltaron, ¿viste? —está diciéndome Marcela, como quien ruega, cuando vuelvo en mí.
Yo la miro azorado: eso es lo que ha venido a decirme aquí, donde nadie más que yo puede escucharlo.
—Los que compraron —repite—.
No saben nada.
Y no es que me sorprenda: yo mismo al vender mi casa de Villa Elisa oculté que un antiguo pleito sobre cañerías rotas me enfrentaba a los dueños del departamento de abajo. Pero esto es más. En esto, a los nuevos, a los vecinos, puede irles la vida.
—¿Y vos les vas a decir? —me pregunta.
—No sé —respondo inmediatamente, escandalizado. Pero solo me refiero a que no sé bien qué digo. Ni qué tendría que decir.
De alguna manera, silenciosa y cauta, Marcela me hace entender que ella está dispuesta a pagar por mi secreto.
—No les digas —me conmina, con prudencia. Y en esa orden percibo, también, un matiz de amenaza.
—¡Y
A TENEMOS
nuevos vecinos! —anuncio a mi madre cuando vuelvo a su cocina, acercándome al audífono. Ella alza la vista con asombro y terror: siempre está esperando que le comuniquen desgracias. Pero hay algo más: por su propia sordera percibe antes el temblor de mi cuerpo, incomprensible para mí mismo, que la seguridad de mis palabras.
—¿Asesinos? —cree entender, o quizá no, quizá aventura esa posibilidad disparatada solo para que yo la descarte y la tranquilice.
—¡Pero no, no! —le grito, y repito varias veces la palabra «vecinos», indignado porque me desespera su absoluta incapacidad de tranquilizarse. Y a ella la irrita que la trate como a una vieja sorda. Cualquier otro día habríamos terminado peleando: pero ahora su curiosidad puede más. Me pregunta
quiénes son.
—¡Un médico famosísimo! —digo, parodiando el engolamiento de Marcela, y ella entiende, por esos mismos gestos, mi juego. Pero no la divierte.
—Ah, toda una garantía —ironiza, amargamente—. ¿Y cómo se llama ese «médico famosísimo»? —pregunta después de un largo silencio.
—¡No me quieren decir! —le digo—. ¡Parece que recién se ha divorciado…! —explico, pero ella está ausente.
Aterrada, parece entender algo que yo no comprendo. Algo demasiado atroz.
—¿Y ese médico famosísimo podrá recetarme el clonazepam? —aventura, porque nunca la ha preocupado, en el fondo, ese nuevo vecino que quizá llegue cuando ella ya no esté, sino la incapacidad de calmar la angustia que el insomnio le traerá esta misma noche. Me encojo de hombros.
Si me hubieran llamado a declarar, me digo, mirando la palmera del fondo de Chagas que parece apantallar el paso de Robert con el boliviano detrás, acarreando unas últimas cosas; si este despojamiento hubiera constado en algún sitio, en el lenguaje claro del derecho, ahora él no vendría, el «médico famosísimo», a caer en la trampa.
Eso es lo que querían los Chagas. No solo dejarme solo ante los ladrones, sino ante el resto de los vecinos. A mí, el único que habría podido advertirles.
Escribir, me digo.
Antes de que se enteren solos. Antes de que se conviertan en las próximas víctimas.
Pero quién sabe, quién sabe si podré hacerlo.
1976
No ha de haber sido tarde, porque cuando volvieron, al fin, las Kuperman, cuando me iluminaron los haces de los faros de su pequeño Dodge que subía a la vereda, yo estaba aún sentado al piano. Y me volví de un salto, como quien se despierta, y corrí a la cocina a alertar a mi madre, y mi madre salió a la vereda, nuevamente, a recibirlas.
¿Y cómo se habían ido, de casa, los milicos? ¿Nos dijimos alguna cosa, mi madre, mi padre y yo, sobre lo que acabábamos de vivir, antes de que él volviera a la cama? ¿Cómo quedamos, los tres, después de cerrar la puerta y sentir que la casa, de nuevo, era nuestra? Eso no lo recuerdo.
Las caras de las dos, madre e hija menor, recibiendo a mi madre, allí mismo, en la vereda, primero sonrientes, después ensombreciéndose a medida que escuchan el relato y bajan del auto, hasta que, en un momento, ya no pueden escuchar más.
Eso no se me borra.
Y yo mismo queriendo escuchar lo que se dicen, pero mi madre no me ha dejado, tampoco esta vez, que la acompañe.
¿Y qué les habrá dicho ella? ¿Qué, cuánto habrá podido nombrar mi madre de lo que acababa de suceder, para asustarlas así?
No sé, no lo recuerdo.
Solo recuerdo las dos caras, aterradas, terribles, de la señora Felisa y de su hija menor, volviéndose a la casa antes de que mi madre pudiera terminar, perdidas, desbaratadas, torpes como planetas desprendidos de su órbita.
A esa casa que ya no era la misma, una casa ya demasiado grande.
Una casa que, ya veo, no seré capaz de nombrar ni describir, en la que no podré entrar. Una casa que, en todo caso, solo logro ver blanqueada por los nuevos vecinos.
2010
Esta vez nos citamos en un pub irlandés, cerca de Casa de Letras. Miki cumplía años. Le llevé de regalo
El último encuentro
de Sandor Marai. Creo que por ese libro empezamos la charla.
—¿Y tu novela? —preguntó.
Yo creí que me hablaba de la que ya estaba en prensa —de la que me libraba con gran dificultad y con una culpa extraña: la de no haber sido verdadero. Culpa, y temor al castigo.
—No, esa otra que querías escribir sobre tu vecina —dijo Miki mientras hojeaba el ejemplar de ese drama extraño acerca de la memoria.
—Oh, no es una novela —minimicé, avergonzado: temía tener que admitir, más tarde, otro fracaso—. Solo escribí apuntes. Ejercicios como esos que les hacía escribir a ustedes. Esbozos de capítulos posibles, a lo sumo.
Miki, que hasta hace menos de un año era alumno de Casa de Letras, ha vuelto a querer escribir, me dice. Cuando hace unos días iba en subte, leyendo, por consejo mío, un cuento de Cynthia Ozick en que la esposa de un escritor judío, harta del tema del Holocausto, un día ve cómo su casa empieza a levitar y alejarse hacia el cielo, dejándola sola en un mundo de dichas primitivas; cuando leía la frase final, «los judíos están en las nubes», sentía despertar una pasión antigua y una zona de sí que el trabajo le anestesia. Por eso, y porque yo mismo empiezo a naufragar en mi propia frustración, me encuentro hablando otra vez de aquella noche.
—Aún pienso que aquella es la historia que tengo que escribir. Esos diez minutos que la patota pasó en mi casa. O lo
siento,
sí. No sabés cómo.
Miki sigue hojeando la novela de Marai profundamente atento a lo que digo porque sabe —aunque yo sólo lo comprenda, de pronto, ahora— que ese libro y esta confesión mía hablan de lo mismo.
—Quizá sea el miedo, sí. Es como si esos pocos recuerdos que tengo de la noche aquella, esas tres figuras —mi padre, mi madre y yo— fueran como los elementos del átomo. Siento que intentarlo puede liberar una energía que acabaría conmigo.
—Bueno, pero algo escribiste —me dice.
—Sí, pero como lo habría escrito cualquier otro.
—No creo —dice, y es un elogio. Pero también una pregunta.
—Oh, no me refiero a la calidad, Miki —digo—. Es como aquella frase de los surrealistas sobre el paraguas y la máquina de coser sobre la mesa de disección, ¿te acordás? Apenas pongo dos recuerdos, dos imágenes, de esa noche sobre el papel, empiezan a tenderse los hilos de una historia.
—Genial —dice—, qué bueno que pueda pasarte eso…
—Sí, pero no la historia que yo recuerdo en lo profundo de mí, ¿se entiende? Se me arma un policial. O peor, un relato al estilo del
Nunca más,
que por supuesto no miente…
—No, ¿no? —interrumpe, poniéndome en guardia del mismo modo en que él mismo ha de ponerse en guardia cuando escribe.
Lo miro fijamente. Sabe de qué hablo, sabe la diferencia entre mentira y ficción.