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Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

Una misma noche (4 page)

Diálogo de esa misma noche, cuando bajo a casa de mi madre y la encuentro entre visitas: mi tío y su mujer, que tratan de tranquilizarla. Mis tíos. ¿Cómo describirlos? Según los términos de aquel gobernador, serían «simpatizantes». ¿Simpatizantes de qué? En los años sesenta, de la revolución cubana. En los años setenta, también de la guerrilla argentina. Solo por eso a él, sin razón ni explicaciones, un buen día dejaron de pagarle su sueldo en la universidad: prodigiosa movida del ajedrez del Mal que lo condenó a ser exactamente lo que más aborrecía: un farmacéutico y un paranoico.

Conocen al doctor Chagas de recibir sus recetas, de escuchar a sus pacientes. Lo llaman «el rey del electroshock».

De inmediato les digo aquello que creo que ayudará a mi madre: que los asaltantes fueron «los milicos», y que la mujer de Chagas es dueña de varios salones de belleza. Y ellos, como obedeciéndome, miran a mi madre y sonríen compasivamente.

«¿De qué hablan que no oigo?», parece decirnos ella con un gesto de altiva amargura, mientras mira alternativamente nuestros labios que al hablar, a propósito, dejamos casi inmóviles:

—¡Que aquí no entrarán, Ventura! —grita por fin mi tío, su boca pegada al audífono—: ¡Tanta gente no se mueve por una jubilada!

Yo creo percibir que en la broma hay algo de satisfacción: los capitalistas reciben de sí mismos su propio escarmiento. Mi madre no entra en el juego: «Los que sí se moverían por nosotros son los villeros», piensa, estoy seguro. Pero eso, entre nosotros, no se puede decir.

—¿Y saben lo que me dijo la mujer de Chagas? —insisto: quiero, ante todo, que mi madre deje de temer a la paraguaya—. Que al menos habían tenido suerte de que no fueran negritos…

Mis tíos se soliviantan, le transmiten a los gritos el mensaje a mi madre que, cuando logra entender, esboza un gesto de repugnancia. Y ellos ríen de satisfacción.

—Uf, si los conoceré… —dice mi madre.

Pero sé que en el fondo no es tan ingenua como sus primos piensan. Que puede oler la muerte en lo que ha sucedido. Al fin y al cabo, ese es el último pasatiempo que la une a la vida.

Soy yo el que desvía el tema hacia el ‘76, a la noche en que los milicos pasaron por esta misma casa. Nunca se lo contamos, lo sé. ¡Si ni siquiera hablamos de eso entre nosotros! Pero me gusta echarles en cara lo poco que saben de cosas así.

Porque ahora mis tíos escuchan la radio de las Madres de Plaza de Mayo, ahora se emocionan cuando la presidenta las recibe en Casa de Gobierno, pero durante años consideraron ingenuas las luchas de los organismos de derechos humanos, y siempre se han mantenido ajenos a ellas. Siempre, mientras yo militaba en el grupo de apoyo a las Madres, sugerían que habían quedado «demasiado sensibilizados» como para acercarse a la Plaza.

—De la misma manera, treinta y tres años después —repito—. Y los Chagas dijeron «nos entraron», como se decía en esa época. ¿Se acuerdan? Sin aclarar quiénes. Y el mismo doctor dijo que era «zona liberada…».

Aprovechando el silencio azorado de mis tíos empiezo a enumerar otros recuerdos de esa noche del ‘76, sin importarme ya si son verdaderos o no, qué es historia y qué confusión de la memoria… Como preveo, no se inmutan cuando menciono el caso Graiver: nada es capaz de conmover su desprecio por los judíos, disfrazado de oposición al Estado de Israel. Pero cuando les cuento que mi madre fue interrogada en la vereda mientras a mi padre lo llevaban al fondo y a mí me tenían arrinconado junto al piano, se paran decididos a irse.

¿Los conmueve demasiado, ahora, esta historia? Lo dudo. No quieren comprender que, de alguna manera, aquella noche nosotros negociamos, porque toda negociación quita pureza, o por lo menos recuerda la impureza de sobrevivir.

—Cómo ha oscurecido —se sorprende mi tía cuando salimos a la vereda. La calle se ha vuelto idéntica a
esa
noche.

Recogida sobre sí, como quien se escabulle por un corredor secreto, mi tía cruza la vereda en sombras. Pero en cuanto llega al auto, un reflector la fulmina desde atrás. El perrito que habían dejado en el auto rompe a ladrar desaforadamente, como si hubiera visto a alguien que mi tía, encandilada, no puede ver. Como, según se dice, ladran a los fantasmas.

Son los reflectores que Chagas acaba de instalar y que se encienden automáticamente en cuanto alguien se acerca. A su luz amenazadora todos contemplamos en silencio la casa de los Chagas, parodia de una nave de ciencia ficción, cárcel y fortaleza. Imposible que mis tíos no se sientan, de algún modo, iguales a los Chagas. Ellos que también han llenado su casa de rejas y alarmas: porque también a mis tíos los asaltaron muchas veces, durante la dictadura y después. Imposible que no envidien el dinero que los Chagas gastan en seguridad.

De pronto mi tío me descubre todavía aquí, solo en el umbral de la puerta abierta.

—¡Pero andá adentro, por favor, querido!

Yo le sonrío, complacido como quien se venga, y él no puede menos que humillarse:

—Uh, perdón. Soy un paranoico, ¿no?

Y sigo sonriéndole: siento que mi verdadera superioridad reside en que puedo escribir.

Subo a escribir, a solas. «Quien no se ha vuelto loco, o es sordo o es senil», anoto en mi cuaderno. Pero enseguida tacho: las frases generalizadoras no sirven para nada; lo que tengo que hacer, de una vez, es narrar lo que sucedió esa noche. Una novela.

A ver: ¿con qué contamos?, me digo, casi de buen humor, como el inspector Dalgliesh ante sus casos.
Una madre. Un padre. Un hijo.
Por lo demás, un montón de diferencias. ¿Con qué? Con los lugares comunes de los relatos que se han hecho sobre esa época.

Recuerdo que fue un Torino —y no un Falcon verde— el auto que descubrí de pronto ante mi casa. Un Torino como el de mi tío Suki, como el que conducía Sandro en sus películas, con el torso desnudo y una rubiecita al lado: el auto de los machos.

Recuerdo que no parecían policías sino ejecutivos de una elegancia extrema, al menos para mí. Recuerdo que vestían esos gabanes té con leche que yo solo había visto al pasar, en gente de la city
.

Recuerdo claramente el color de sus Itakas
.

Y entonces, mientras escribo sin darme cuenta, el principio del relato, la palabra «gabán» me revela la época que creía imposible precisar: primavera de 1976.

(De modo que ese otro recuerdo: que mientras la patota andaba por mi casa yo toqué una milonga, debe de estar errado; en el ‘76, sin duda, habré tocado Bach.)

Y comprendo que la escritura es una manera única de iluminar la conexión entre el pasado y el presente. Y eso me alienta a empezar: no como quien informa, sino como quien descubre.

CH

1976

Cuando corrí a la puerta ya estaban hacía rato, se veía, en la vereda. Miraban, alejándose, el balcón, los techos. El tipo que había tocado el timbre apareció ante mí, de pronto, de la nada. Un tipo alto, engominado, de traje y anteojos negros y un gabán té con leche. Mi padre llega entonces —al tiempo que me aparta con un gesto protector, le habla por sobre mi hombro. No atiendo a lo que dicen. Miro un Torino naranja parado aquí nomás. Un Torino con las puertas abiertas y un solo tipo adentro, sentado en el asiento del acompañante, las piernas afuera. Y cuando mi padre les abre me hipnotiza el arma que descubro en su brazo laxo, como entregado al peso. Una Itaka, comprendo: por fin la he conocido.

¿Pero cómo, de qué modo se habrán presentado, para que mi padre, a esa hora, los dejara entrar? ¿Qué habrán dicho que eran? ¿Y qué habrán visto en nosotros?

Mi padre había cumplido, estaba por cumplir, sesenta años. «Un indio viejo», habrá pensado el tipo. Un indio aporteñado. Forjado en el trabajo, derrumbado en los meses de la jubilación. Ansioso de servir para justificarse.

«Mi pibe», quizá dijo mi padre a ese tipo que, por conveniencia, llamaremos el Jefe: «Este es mi pibe», como si yo fuera parte de lo ofrendado. Y él mira a ese negrito que soy, y quizá ya presiente que yo pienso en mi prima. Que yo he quemado libros, con ella, sabiendo que vendrían.

Llega mi madre entonces, secándose las manos en el delantal. Rubia y bajita, cincuenta y cinco años, aspecto descuidado, conserva todavía una buena figura. Comprende lentamente, pero cuando lo hace, su cara se demuda.

¿Y habría allí alguien más, en la calle, esa noche, mirándonos? ¿Los vecinos de enfrente? ¿Y entre esta escena y la siguiente, entre uno y otro recuerdo, cómo sigue la historia?

Digamos: el Jefe nos escruta, uno a uno.
Un viejo. Una vieja. Un adolescente.
Compara. Y al tiempo que el resto de los tipos, sin pedirnos permiso, entra y se desplaza por la casa a husmear el tufo enfermo de nuestra intimidad, él concluye.

—Documentos —supongamos—. Documentos.

Mi padre nos traslada la obligación con una sola mirada. Yo miro a mi madre: ¿debería ser parte de esa cadena de mandos? Ella me dice que acate. Al fin y al cabo es usual que pidan documentos.

Y
O VOY HASTA
mi pieza a sacar la cédula de la mesa de luz. La cédula rosada, provincial, que me hicieron hace unos meses, poco después del golpe. En el piso de arriba se oyen pasos, puertas que se abren, voces, portazos. ¿Verán el cielorraso del cuarto de mi prima, manchado de ceniza desde la noche en que quisimos esconder su agenda en las bocas de la calefacción? Quisiera hablarle ahora. Decirle: «¡Al fin vinieron!». ¿Y no fui yo quien le dijo que el chico de enfrente comentó: «¡Cuántos jóvenes se acercan a tu casa!»? ¿Y no fui yo quien vio la bala y la alzó del piso y se la mostré después de que pasó aquel auto y se rompieron los vidrios de la ventana de mi cuarto?

¿Y habrían «liberado» las calles aledañas, obligando a los autos a desviar el rumbo?

Cuando regreso al living me lo encuentro a mi padre emplazando a mi madre, exigiendo rapidez, y mi madre que grita, también, «¡Un momentito!». Porque a ella la molesta que la manden, pero más la exaspera plegarse al arbitrio de mi padre, como cuando vamos por la ruta y él maneja, como si cada maniobra suya pudiera acarrear la muerte. Y los nervios la confunden mientras revuelve en el aparador de la cocina un caos inextricable de libros y paquetes de especias, de frascos y cajas con pañuelos. Yo entrego el documento pero nadie lo mira —el pequeño altercado los arrebata a todos. Hasta que al fin la veo traer entero el portafolios negro, temblando de furor y apenas de vergüenza:

—¡A ver, buscalos vos, si estás tan nervioso!

Mi padre toma su portafolios, saca su primera libreta de enrolamiento y se la extiende al Jefe. Y así el Jefe se entera de que se llama Antonio. Que su apellido es Bazán. Que nació el 13 de marzo de 1916, en La Rioja, sitio que evoca, desde siempre, barbarie.

Después mira la foto que lo muestra a los dieciocho años, tantos años atrás, en traje de marinero, y se vuelve a mirarlo (y mi padre baja los ojos, y separa los labios, e interrumpe su jadeo como si le asestaran una estocada mínima, por un segundo apenas, pero yo sé entender: se avergüenza pero está acostumbrado a dominar su vergüenza). Y el Jefe vuelve a leer.

—Tráigame uno más nuevo —dice el tipo, cortante.

Y mi padre se vuelve hacia mi madre y le ordena que busque una libreta más reciente, como enrostrándole un error, y ella niega que exista, dice que debe de haberla perdido, y el furor los anuda.

—Mi cédula buscá.

—¡Pero cómo puedo saber yo dónde la dejaste…!

Y ahora oímos que los tipos salen al balcón de atrás, el que da sobre el patio, y que la perra, al verlos, les ladra desde abajo.

Y mientras mi madre vuelve a revolver el aparador de la cocina el Jefe mira su libreta cívica y se entera de que ella se llama Ventura Yrla, que nació el 15 de junio de 1920 en el puerto de Ensenada: sitio que evoca, pienso, casas de chapa, el cielo rojo, incendiado por la destilería, y prostitución, y peronismo.

Una foto la muestra en 1947, el año en que Eva Perón consiguió para las mujeres el voto femenino. Un peinado, un vestido y un aire de película de la Segunda Guerra.

Yo creo saber qué piensa el Jefe. Cuando en 1913 el general Mosconi ordenó que aquella destilería se estableciera en Ensenada, dispuso que no se contratara a pobladores cercanos, todos inmigrantes y casi todos anarquistas; y que en cambio se trajera del norte gente nativa y sumisa.

¿Y qué puede haber juntado a un negro y una rubia? ¿Qué pudo haberla desmadrado así?

—¿No hay nadie más en la casa? —pregunta por fin el tipo.

Mi padre, un poco perplejo, dice que no (¿no lo están viendo, acaso, aquellos tipos que requisan los cuartos?). Y mientras mi madre desde la cocina vuelve a anunciar que no, que al parecer no hay allí ninguna cédula y mi padre protesta, yo de pronto entiendo que el tipo ha comprendido algo, algo que ni yo mismo puedo entender.

Y es por esa vergüenza, sí, es por pura vergüenza que salgo corriendo hacia el garaje. Tan pronto entro allí, dos tipos que están revisando el auto se alarman y me apuntan.

—Vengo a sacar del auto la cédula de mi padre —les digo.

Si me asusto, el miedo dura poco: lo aniquila el alivio de no estar cuando el Jefe mire mi documento.

Y ellos me dejan paso.

T
ENDIDO
en el asiento delantero yo hurgo en la guantera, y entre el Manual del Ford Falcon y la Virgencita de Luján fosforescente y los mapas de La Rioja, rebusco el documento que nos franqueó la entrada, hace muy pocos días, al aeropuerto de Ezeiza, a despedir a mi profesora de piano que volvía a Suiza.

Pero finjo demorarme, porque imagino que el Jefe lee que me llamo Leonardo Diego Bazán. Que nací el 8 de junio de 1963, en el centro de La Plata.

Y pienso que ha de asquearlo mi foto que tiene solo un año. La foto irrevocable, porque no hay tiempo de sacarla otra vez, porque hay colas y colas de personas que esperan angustiadas entrar en los registros, y porque no es cuestión de volver a 1 y 60: Montoneros asalta cada tanto el lugar para hacerse de documentos falsos.

La foto en que he salido tan horrible con mis labios enormes y este pelo motoso. La foto en que parezco disfrazado, con el uniforme del colegio de los hermanos maristas, donde casi no hay negros.

Aquí está la cédula de mi padre. Con su cinta argentina orlándole una esquina.

—Vamos, pibe —me dice un tipo.

Y salgo del garaje.

Mientras tanto los otros, los que estaban arriba, empiezan a bajar por la escalera dando voces: han encontrado algo.

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