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Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

Una misma noche (15 page)

O quizá, como un condenado que se concentra en disfrutar una última voluntad, quería aprovechar ese tiempo de gracia para escribir. Porque, eso sí, estaba más seguro que nunca de que debía empezar esta novela; y no dejaba de contar la historia de aquellos asaltos a los Chagas a cuanto colega tuviera cerca —y las caras de horror de mis compañeros, que nunca habían demostrado demasiado interés en mis relatos y nunca habían elogiado en ellos más que cierta corrección de la prosa, me confirmaban que estaba trabajando en algo importante.

«Qué barrio, ¿eh?», me decían, y yo, sonriendo, confirmaba que a pocas cuadras de mi casa habían vivido, por esos años, Hebe de Bonafini y Estela de Carlotto, y hasta la presidenta de la Nación. Pero que, en cierto sentido, Tolosa me parecía un compendio del resto del país. Sonreía, sí, y mi propia diferencia me daba una sensación de poder, no tanto sobre los otros, como sobre la amenaza de mi propia memoria. No sabía todavía muy bien qué iba a escribir. Pero estaba seguro de que, en esta nueva versión, el eje no podía ser ya el antisemitismo. Lo que me interesaba, cada vez más, era el fenómeno de la repetición; y la osadía, el riesgo, el peligro de querer interrumpirla con una ley, una sentencia o hasta una simple novela. Un recuerdo me obsesionaba.

Chicago. Noviembre de 2003. Cuando la lancha turística dejó atrás la ciudad por esos canalcitos flanqueados de rascacielos y empezó a internarse en el lago, M.S., el amigo israelí con quien había convivido durante meses, me invitó a subir a cubierta, porque tenía que decirme algo. Íbamos a despedirnos pocas horas después. Se ha enamorado de mí, pensé, o quizá ha matado a alguien. Solo una confesión así parecía digna de aquel cielo empedrado de uno a otro horizonte, de aquel mar encarcelado millones de años atrás, de aquel viento atroz con presagios de nieve.

«Yo odio Israel», dijo por fin mi amigo (y no, no recuerdo haber pensado que aquel era el sitio perfecto para una cita secreta, ni que por eso M.S. me había invitado a hacer ese paseo que, con tanto frío, ningún otro turista hacía. Y no pensé, por supuesto que no, ni por un momento, en Goldenberg y Diana, aquella noche, solos en un auto en medio de la ruta, momentos antes de estrellarse. Solo recuerdo que pensé en la paradoja de que M.S. confiara en mí, en el hijo de mi padre, y me sentí orgulloso).

«Yo odio Israel», repitió. «Pensar que en esta ciudad, solamente en este barrio que acabamos de recorrer, vive mucha más gente que en todo mi país. Y pueden vivir en paz.» Y no me incomodó ser incapaz de decir palabra: porque todo el silencio del mundo parecía estar escuchándolo, y habría sido indigno interrumpirlo. «Y es que es un país enfermo, Israel. No se mata por ideología, ni por patriotismo, ni siquiera por odio. Primero matás porque tu padre ha matado, y luego matás otra vez porque ya mataste. Está estudiado, todo esto, se llama adicción a la violencia: cada seis años, aproximadamente, el pueblo de Israel inventará otra guerra.»

Conmovido, solo atiné a ofrecerle que viniera a la Argentina; y me dijo que no, porque aun en un país enfermo de violencia puede crecer la vida, y su vida estaba allí.

Había sido una invitación pueril, y lo sabía: ni por un momento pensé que M.S. podría venir aquí; aunque en verdad creía que la Argentina era un país distinto. Pero siete años después, ¿habría podido decirlo? Lo que mi padre había hecho aquella noche en casa de las Kuperman, ¿no lo había repetido tantas veces después —cada vez que sonaba la alarma en casa de los Chagas y él acudía solo, a los ochenta años, a sacar por la fuerza a los ladrones?

Y yo, ¿no había seguido haciendo lo mismo, cambiando el teclado de mi piano por la máquina de escribir y después por la computadora
,
refugiándome en el arte de mentir mientras los demás matan?

Por esos mismos días, recuerdo, leí por fin aquel Régimen Naval publicado por la
ESMA
para sus alumnos, y aunque no contenía las reglas de comportamiento cotidiano que tanto buscaba, un inesperado «Apéndice» de 1976 me fulminó: daba (¡a chicos de trece años!) nociones e instrucciones de Inteligencia (¡la materia que enseñaba Cavazzoni!). Era sobrecogedor hundirse en aquella especie de libreto del genocidio; pensar que todas esas «reglas para aniquilar al enemigo» habría cumplido, por ejemplo, Astiz, de veinte años por entonces, para infiltrarse entre las madres de los desaparecidos. Pero más me impresionó comprobar que el verdadero terror de los asesinos, aquel al que dedicaban más páginas, era la traición de un compañero —como si supieran que el genocidio era un secreto difícil de guardar, como si tuvieran la seguridad, en fin, de que, en algún momento, el eslabón más débil de la cadena de criminales terminaría por acusarlos. ¿Y quién podía asegurarme que ese traidor no era yo?

Así, una vez más, había dejado de lado la historia de Diana Kuperman, como si verdaderamente no tuviera que ver conmigo. Hasta que una tarde en Buenos Aires, mientras iba camino del Café Tortoni para reunirme con los otros jurados del premio «Adolfo Bioy Casares» organizado por la Municipalidad de Las Flores, entré a un locutorio para revisar no recuerdo ya qué datos, y me encontré con que el doctor Inti Pérez Aznar me había enviado a mi casilla de correo la declaración de Diana Kuperman en uno de los Juicios por la Verdad.

Era un archivo Word de unas sesenta páginas. Y me bastó leer un párrafo para entrar en el ámbito prohibido, para sentir que al fin cruzaba el umbral de la puerta rota ante el que, por alguna razón, me había detenido siempre; y no salí hasta que pude leer dos veces aquel documento. Hasta convencerme de que era verdad cierto dato impensado que me abría la puerta, por fin, a la historia y a lo más oscuro de mí.

L
A DECLARACIÓN
se había llevado a cabo en la ciudad de La Plata, a principios de junio de 2005 (yo estaba entonces en Francia, calculé, olvidado de todo, cumpliendo 42 años). Casi tres décadas después de los sucesos. Diana comparece «en calidad de testigo» al Juicio por la Verdad ante la Cámara Federal que preside un juez, Leopoldo Schiffrin, secundado por dos abogados: Elías Grossman, a quien conozco muy bien, en representación de la
APDH
, y una abogada representante de Abuelas de Plaza de Mayo.

Los Juicios por la Verdad que, desde que el gobierno de Kirchner abolió las leyes de perdón, empezaban a tener consecuencias concretas: represores condenados, vecinos salvajemente iluminados por la luz de las sentencias.

Me resultó fácil imaginar a Diana —la anciana escuálida de aquella única foto que habían publicado los diarios, con su melenita rubia, sus anteojos y sus hombros apretados al cuello— llegando en muletas al banquillo de testigos que no era más que una impersonal mesa de fórmica de esas que nos reciben en tantas oficinas. Imaginar que su hermana y su cuñado la habían guiado hasta allí, y que el hombre de traje le arrimó por detrás la silla, poco antes de acercarle una jarra y un vaso de agua y un micrófono que ella acaso ha visto, pero olvida muy pronto
(«Eh, doctora, aquí, aquí», le dirán en un momento, porque Diana parece perdida, mirando hacia cualquier lado. «Oh perdone, doctor», se disculpa. «Yo soy un poco topo»).
Fácil imaginar al público, que quizá se sonríe, complacido de su propia ternura, y a Diana, que sigue esquivando la vista de todos, escudada en su miopía. Difícil no sentir su incomodidad, su fugaz arrepentimiento de haber comparecido. Difícil no sentir ya que, con ella, estaba compareciendo yo.

Varios videos de YouTube muestran el público de aquellos juicios. En la primera fila, debajo de pancartas con consignas, las Madres, las Abuelas, los
HIJOS
, aquellos cuyos reclamos el gobierno había hecho suyos. Más atrás, claro, estudiosos, militantes, políticos, mirando aquel desfile desde una altura extraña, orgullosa de sí.

Todos seguros, en el fondo, de lo que van a escuchar. Todos admirados y agradecidos por el hecho de que un nuevo testigo se haya presentado a decir la verdad —aunque en el fondo crean saber de qué se trata. Todos a la vez heridos y un poco infatuados por la certeza de que nadie que no sea víctima quiere saber de esto en la ciudad.

Y detrás de ellos, cómo no, temblando, la familia de Diana, preparándose a oír lo que ella quizá nunca se ha animado a contarles; recelosos de lo que aquella ocurrencia de hacer memoria pueda aportar finalmente a una persona de casi setenta años.

¿Y su madre? No, me digo, la señora Felisa había muerto en 2004, poco antes que mi padre. Y ella bajo una lápida con una estrella de David, el otro con una bandera argentina a modo de mortaja, habían vuelto a ser vecinos, aunados como nunca en un mismo legado. Porque la gente también muere para que podamos hablar.

«¿Nombre?» «Diana Esther Kuperman.» «¿Edad?» «Sesenta y nueve.» «¿Domicilio?»
(y yo que había temido no encontrar nada relacionado conmigo en sus palabras, ya sentí que ese relato sabía mucho de mi historia: porque a esa dirección, que aquella mañana había buscado en guía, la había llamado por teléfono).
«¿Jura por sus creencias o promete decir la verdad?», le pregunta el juez Schiffrin. Y después de escuchar las advertencias acerca de cualquier falta a la verdad, ella dice: «Lo juro».

Y solo cuando el juez dice «sus creencias» —y Diana elige jurar, y no prometer— reparo en que no solo ella es judía, sino que también lo son Leopoldo Schiffrin y Elías Grossman. Y que si mi padre viviera no querría ni siquiera oír hablar de este juicio.

Entonces la incitan a que hable sobre «las circunstancias de su desaparición», esa experiencia que la vincula a todos como un parentesco (está claro: solo sobre esas circunstancias, no sobre los motivos por los que la desaparecieron). Y Diana comienza a hablar como quien se disculpa. «Bueno, yo era una empleada en las Empresas Graiver
SA
,
EGASA
y no fui una desaparecida estrictamente, siempre estuve aparecida. Estuve encarcelada…»
(y yo creo reconocer la negación a llamar tortura a cualquier otra cosa que no sea tormento físico, la simple culpa de haber sobrevivido).
«Yo había tenido un accidente en octubre de 1976 estando
in itinere (y yo iré al diccionario a ver si es un error de copista o existe la palabra. Existe: “(jur.) dícese de aquel viaje que se hace por trabajo”),
un accidente en razón del cual me trasladan directo al Hospital Italiano. No, perdón», se confunde Diana, «primero al hospital de Gonnet, porque eso fue en la ruta, y luego al Italiano
(y aunque yo siempre había creído que el accidente había ocurrido camino a Mar del Plata, sentí ganas de llorar: porque más allá de toda diferencia mi verdad más profunda empezaba a comprobarse).
«Bueno allí, en el Hospital Italiano», dice Diana, «me ponen custodia». «¿Personal femenino?», pregunta el juez. «Masculino», dice Diana. «¿De uniforme?» «De civil.» «¿Permanente?» «¡Las veinticuatro horas, doctor!» «¿Y recuerda usted a qué repartición pertenecían?» «Brigada, decían»
(Dios mío, recuerdo yo, la Brigada a donde fui, en el ‘97, veinte años más tarde, a visitar a los chicos de
HIJOS
, presos durante una marcha).
«¿La Brigada de Investigaciones?», se entusiasma el juez. «Porque en ese caso podríamos identificar…» «No sé, doctor», reconoce Diana. «Decían Brigada, y yo no les pregunté más… Porque además yo estaba incomunicada, no me dejaban hablar con nadie: tan solo con mi mamá, que iba a cuidarme, de ocho de la mañana a ocho de la noche, le podía decir alguna cosita.»

Ah, ¡la señora Felisa después de aquella noche! Las interminables horas de hospital, rodeada de silencio. Y a esta mujer mi padre le había roto la puerta.

«Y tengo entendido que del Hospital Italiano la llevan al hospital de la cárcel de Olmos, ¿verdad?» «Ah sí», dice Diana, «pero allí nunca tuve atención de nada. Al lado de la sala había un quirófano donde se hacían operaciones de várices, donde se atendían los partos de las presas, pero a mí jamás me tenían en cuenta». «Y dígame, ¿nunca tuvo contacto con otros detenidos durante…» «Para nada.» «… durante todo el período de detención?» «Para nada.» «¿Ningún tipo de contacto?» «Nunca. ¡Si parecía que yo era una leprosa!» Solo una vez, recuerda, la sacaron al patio junto con otras presas: se festejaba algo, ella cree que el Mundial de Fútbol, y la dejaron así, en un rincón, contra una tarimita, sin poder hablar, como para que nadie quedara ajeno a ese triunfo; y dice que lo recuerda porque fue el único día de todo ese tiempo en que pudo ver el sol
(y yo calculo, perplejo, que eso habrá sido durante los últimos días de prisión).
«Y era una cárcel despoblada, además», y agrega: «¿Puedo comentarles un rumor?». «Por cierto.» «Por rumores sé que el día anterior a mi llegada al Pabellón de Presas Políticas habían fusilado a doscientas presas: una venganza del señor Camps contra un atentado a no me acuerdo qué jefe de policía. Ah, y también conocí… ¿Puedo usar, doctor, las palabras que usaban?» «Por favor, doctora», dice el juez. «Bueno, conocí a una presa común que me pusieron de
sirvienta,
aunque no supiera nada de cuidados de un enfermo, ¡ni me permitieran siquiera decirle qué necesitaba!
(y a mí me sobrecoge pensar en esa relación entre la presa enferma y la presa enfermera: el silencio, el dolor, el odio que las anudaría).
Porque ni médicos ni enfermeras querían saber nada conmigo: yo para ellos era una subversiva, que es como decir, repito, una leprosa…» «Pero bueno, a ver», reclama el juez. «Tengo entendido que de allí, de la cárcel, la llevaron…» «Oh sí, bueno, un día que no recuerdo cuándo fue me llevan a un lugar que no sé dónde sería; solo sé que era un cubículo de cero por cero…» Una pausa. «¡Cero por cero! Y fue ahí donde me aplicaron picana. Pero poco ¿eh? Porque cuando quisieron seguir avanzando, digamos, en el interrogatorio, alguien llegó y dijo: ‘Suspendan, ella no es montonera’.»

Y yo, que no me habría atrevido a decir esta última verdad, puedo imaginar el disgusto del público. ¿Quiere sostener acaso —pensará la gente que la escucha— que no se torturaba al que no fuera guerrillero? ¿Y por eso dijo que no había estado desaparecida, porque no quiere que la confundan con los militantes revolucionarios?

«Pero a ver, doctora», reclama el juez, ya evidentemente incómodo. «Sí, doctor.» «Vayamos por partes, doctora…» «Cómo no, doctor, disculpe.» «¿Usted está diciendo que fue juzgada por un tribunal?» «Sí, doctor.» Y el juez anuncia que existe una carpeta con información que ni Diana sabía que existía: «Yo tengo aquí, entre muchísimas otras cosas que hemos podido rescatar, las fechas en que usted compareció ante aquel tribunal
(¡Dios mío!, me digo. ¿Y si acaso nuestro miedo exageró lo incognoscible del pasado? ¿Y si todo hubiera estado allí todo el tiempo para quien se atreviera a saber?).
Lo que no está claro es si hubo condena». «Bueno, supongo que hubo», dijo Diana, a quien imagino arrasada al fin por el torrente de emoción que se ha desencadenado en ella. «Porque si no, ¿a qué dejarme dos años en prisión? Por eso cuando se abrieron los archivos yo quise venir a ver de qué se me acusaba, y sobre todo
quién
lo había hecho
(y yo sentí crecer la extraña incomodidad del público),
pero no encontré nada. Así que ya no sé si estuve en prisión por razones concretas o —perdonen la expresión— porque se les cantó.»

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