Helena alzó la mirada para observar a Lucas. Sus ojos desprendían seguridad, convicción.
—¿Sabes qué? —anunció Helena, irguiéndose—. Quiero aprender a controlar mi electricidad.
—¡Claro que sí! —exclamó.
Cuando salieron al jardín, avistaron a Héctor, que estaba aparcando el todoterreno en el garaje y al resto del clan Delos, que se amontonaban en el exterior de la casa. —¡Vamos a poner a prueba sus rayos! —los informó Lucas.
Jasón y Héctor se miraron entre sí con los ojos abiertos de par en par e ipso facto corrieron hacia la pareja.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —chilló Héctor, que trotaba a toda velocidad hacia ellos.
—Una hora y cuarenta y cinco minutos —respondió Lucas—. Se ha bebido casi diez litros de agua.
—Y todavía tengo algo de sed —admitió Helena.
—¡Ve a buscar más agua, Lucas! —ordenó Casandra al mismo tiempo que ella, junto con Ariadna, los alcanzaba—. ¿Cómo se supone que va a crear rayos sin oxigeno?
—Tienes razón —dijo Lucas.
El joven dio un salto hacia el aire, voló hacia su casa; al cabo de veinte segundo, ya estaba de vuelta.
—¿Por qué no me has dicho que tenías sed? —le preguntó a Helena mientras le entregaba una botella de agua fría que había sacado de la nevera.
—No lo sé. Supongo que tengo que empezar a prestar más atención a eso —farfulló ella para sí, algo avergonzada.
—Tienes que prestar atención a todo aquello que te hace más poderosa. Y tus rayos te hacen muy pero que muy poderosa —comentó Héctor con una sonrisa felina.
Helena destapó la botella y se la bebió de un trago. —¡Lo de la puerta fue una locura! —exclamó Jasón. Al recordarlo, el joven se pasó una mano por el rostro, un gesto que Helena sabía era típico de los Delos—. Fue como si hubieras utilizado una soldadora industrial.
—¿Cuántos voltios crees que has almacenado hasta el momento? —preguntó Casandra.
En ese instante todos se adentraron en el cuadrilátero. —Ni idea —contestó Helena encogiéndose de hombros. Trató de concentrarse en la carga energética y calcularla, pero no fue capaz de describirlo—. Es una sensación, no un aparato digital, Cass.
—¡Oh, entonces espera! —contestó ella levantando las manos—. Quizá pueda idear una forma para medir tu energía.
—Cassie, ¡deja tus experimentos para luego! Nos morimos por verlo ahora mismo —protestó Héctor.
—¡Está bien! Lo siento, Helena. Cuando quieras —aceptó a regañadientes.
Se colocaron detrás de Helena, dejándole muchísimo espacio para lanzar su descarga sobre la arena dieléctrica del cuadrilátero. La joven alzó la mano derecha. A pesar de ser diestra, no se sintió del todo cómoda, así que prefirió cambiar y levantar la izquierda. Entonces invocó la energía de forma deliberada por vez primera.
Un rayo de electricidad brotó de su mano. No fue electricidad estática, ni tampoco un chispazo patético, sino un relámpago de verdad. Emergió de la mano de Helena y formó un arco brillante y cegador que produjo un sonido metálico, como si fuera una orquestra de látigos de cuero azotando simultáneamente. Durante un instante, la atmósfera se iluminó de una luz color azul pálido que cegó a todos los presentes y, tras un parpadeo, el cuadrilátero quedó cubierto por una gruesa capa de cristal ámbar.
Todos los presentes se quedaron mudos durante varios segundos.
—Cágate, lorito —soltó Héctor en voz baja.
Helena se relamió el paladar y se abalanzó hacia la botella de agua que Lucas le había ofrecido de manera automática. Se tragó el litro entero en cinco sorbos.
—Quizás eso ha sido demasiado —soltó Helena inclinándose hacia Lucas.
—Podrías haber freído a cincuenta personas —murmuró Ariadna con aire distraído, observando a Helena y a la capa de cristal irregular.
—No quiero freír a cincuenta personas de golpe. ¿Cincuenta patatas fritas? Eso es otro cantar. ¿Quién no desearía cincuenta patatas fritas? Delicioso —afirmó Helena, que enseguida esbozó una sonrisa tontorrona.
—La electricidad la confunde un poco —explico Lucas al resto de su familia con tono abochornado—. Espero que no sea perjudicial para ella.
—No es por el voltaje, Lucas. ¡Es deshidratación severa! —reprendió Casandra—. Su cuerpo está preparado para soportar la electricidad. La energía absorbe los fluidos de sus tejidos y eso la hace parecer una cabeza de chorlito. Y no es ni permanente ni perjudicial, así que deja de preocuparte.
Una vez que estuvieron en la cocina, Helena se apresuró a poner la boca debajo del grifo. Todos esperaron pacientemente a que bebiera el agua suficiente para recuperarse mientras la observaban desde detrás. Helena podía sentir su miedo. Por ese preciso motivo siempre había evitado utilizar ese talento. El poder era tan intenso, tan destructivo, que era que alguien pudiera confiar en él.
Helena cerró el grifo y se giró para mirarlos frente a frente.
—¿Alguien se ha quedado alucinado? —preguntó con tono jovial.
—Sí —respondió Lucas con el rostro totalmente inexpresivo.
La garganta de Helena se cerró de repente y su cuerpo se quedó inmóvil. Clavó los ojos en Lucas y se mantuvo a la espera de que alguien de los Delos la condenara por llegar tan lejos. Al fin, Lucas alzó la mirada y le dedicó una sonrisa. Le sonrió como si estuviera orgulloso de ella.
—Pero ese es nuestro problema, no el tuyo —respondió con firmeza—. Utilizar tus dones no debe suponer uno para ti; tú no tienes ningún problema.
—Además, me apostaría algo a que eres una experta en preparar ese postre típico de galletas, nubes de golosina tostadas y chocolate —añadió Ariadna.
—Pero la cuestión principal es: ¿podría hacerlos sin fundir el chocolate? —preguntó Jasón, como si fuera una especie de gurú de este postre.
Helena los miró y no pudo sentir más que gratitud al comprobar la aceptación y compasión en todos los miembros de la familia Delos.
Después de mencionar las patatas fritas y las galletas de nubes y chocolate, todos tenían en la cabeza la idea de comida basura, así que se encaminaron a una hamburguesería familiar que había al lado de la playa. Cuando Helena y Lucas se dirigieron al mostrador, la cajera alargó el brazo para tocar el colgante de Helena.
—¡Es un caballito de mar! Me encantan —dijo la mujer con entusiasmo, dejando caer el colgante, un tanto avergonzada.
Helena le agradeció el cumplido, puesto que le parecía grosero lo contrario. Hizo su pedido con Lucas y ambos se acomodaron en una de las casetas, donde se miraron algo confusos.
—Tu collar no es un caballito de mar, es un corazón —discrepó Lucas con vehemencia.
—¿De qué estás hablando, Luke? —interrumpió Héctor con un tono desdeñoso—. El colgante que lleva Helena es una concha de mar. Siempre lo ha sido, aunque no me había fijado hasta hoy. Qué raro —dijo arrugando el rostro por confusión.
—Qué va —añadió Jasón con una mueca de desaprobación—. Es una fresa. Esta misma mañana me he dado cuenta.
—Un corazón —insistió Lucas.
—¿Acaso todo el mundo ha perdido la chaveta? Lleva una llave dorada con rubíes ensartados en la parte superior —intervino Ariadna, que alargó la mano para tocarlo—. Y, por cierto, me parece precioso.
Helena, que aún sufría los efectos de la deshidratación, se levantó y se dirigió hacia una pareja de completos desconocidos sentados en la caseta de al lado. Sonrió a los dos turistas, que se quedaron atónitos, señaló su colgante y preguntó al tipo que tenía más cerca a qué le recordaba el collar.
—Una rosa, desde luego —dijo con una sonrisa esperanzadora. Su amigo se inclinó ligeramente para echarle un segundo vistazo.
—Es un relicario —anunció con una mirada lejana—. Igualito al que mi madre solía llevar.
—Gracias —dijo Helena, que de inmediato regresó hacia su mesa encogiéndose de hombros—. Todos estáis equivocados, excepto Lucas. Mi madre me regaló este colgante cuando no era más que un bebé. Es un corazón y lo he llevado desde…, no sé, desde siempre.
—¡Es lo que yo veo! —exclamó Casandra como si acabara de resolver un misterio—. No tenía ni idea de qué estabais hablando.
Helena se sentó junto a Lucas.
—Personalmente, creo que veis lo que queréis ver.
Casandra se quedó con la boca abierta.
—¡Oh Dios mío! ¡Está proyectando! ¡Por eso todo el mundo está de tan buen humor y, sin razón aparente, saltan los unos sobre los otros como si fuera temporada de apareamiento en el zoológico! —gritó con los ojos como platos. Después miro a Héctor y añadió—: Necesito ir a casa ahora mismo.
—Pero… nuestras hamburguesas —se quejó Héctor, un tanto desolado, pero a la vez consciente de que, al final, acabaría acatando las órdenes de Casandra.
—Todo para llevar —le dijo Casandra al encargado de la cocina. Después se giró hacia Helena y anunció—: Creo que he resuelto el enigma, pero todavía necesito hacer algunas pruebas.
Se dirigieron a toda prisa hacia la casa de los Delos e irrumpieron con demasiado alboroto en la biblioteca, molestando así a Cástor y Palas. Casandra arrastró una de las escaleras hacia una estantería e indicó a Lucas que sujetara la escalinata para que pudiera encaramarse con seguridad. Mientras ascendía peldaño a peldaño pidió a su padre y a su tío que observaran el collar de Helena y describieran lo que veían.
—Se parece a… Es imposible —declaró Palas, a quien, de repente, se le endureció la mirada de cólera y, de forma involuntaria, retrocedió un paso.
—¿Qué ves? —preguntó con cautela Cástor a su hermano.
—Le regalé eso a Aileen —respondió Palas, señalando el colgante de Helena como si la acusara de haberlo robado.
—¿Cass? —dijo Lucas, algo preocupado.
—Su collar se parece a aquello que atraería a la persona que lo mira. Esa habilidad solo está relacionada con una diosa y una reliquia —explicó Casandra, que seguía buscando algo en la estantería—: El cesto de Afrodita.
—No puede ser —negó Palas, incrédulo, sacudiendo la cabeza—. Sería como afirmar que tiene la égida de Zeus. O, ya que estamos, que existe el monstruo del lago Ness. Es folclore, no existe.
—¿Qué es eso del cesto? —preguntó Helena en voz baja, por si fuera una pregunta tan ridícula y estúpida que todos pudieran fingir no haberla oído.
—El Cesto es el cinturón de Afrodita —respondió Lucas de inmediato lanzando una mirada a Casandra y a Palas antes de hundir los ojos en Helena—. Es un objeto mitológico que convierte en inmune ante cualquier arma a todo aquel que lo lleva.
—Y es imposible resistirse —añadió Cástor arrojando una mirada de preocupación a su hijo.
—¿Y se supone que llevo eso encima? Bueno, detesto ser yo quien te dé esta noticia, pero me he quedado sin cinturones mitológicos —bromeó Helena con una risotada sarcástica, pero nadie se rió.
—Déjame ver ese collar que tu madre te regaló —pidió Casandra mientras descendía la escalinata con un libro sujeto bajo el brazo. Al llegar al suelo alargó la mano.
—¿Cuánto tiempo vas a quedártelo? —quiso saber Helena jugueteando con el colgante con cierta inquietud. Detestaba quitárselo fuera cual fuera la circunstancia, aunque, en este caso, el motivo parecía muy importante.
—Te lo devolveré. Lo prometo —juró Casandra sin apartar los ojos de Helena.
—Claro, por supuesto —replicó Helena, que se sintió tonta por haberse mostrado tan reacia. Sin rechistar, se desató el cierre del collar y la sensación de pánico que siempre acompañaba la idea de desprenderse de él la abrumó. Al fin, se lo quitó y lo entregó. En cuanto lo colocó sobre la mano extendida de Casandra notó una sensación abrasadora en el antebrazo.
—Casandra, ¿te has vuelto loca? —vociferó Lucas.
De inmediato, el joven arrebató una pequeña navaja a su hermana. Helena notó que alguien se acercaba por detrás y le ponía una mano sobre el hombro y, por el peso y el tamaño, adivinó que se trataba de Héctor, que le mostraba su apoyo y protección.
—Lo siento, Helena, pero era la única manera de demostrarlo —afirmó Casandra, que se mordía el labio inferior y que, al alzar la mirada, adoptó un semblante defensivo.
—Está bien —murmuró Helena, que todavía no entendía lo que acababa de suceder.
Todos observaban atentamente su antebrazo, así que la joven bajó la mirada y descubrió un diminuto corte rojo que goteaba sangre sobre la alfombra.
—Pero solo es un collar —repitió Helena mientras deslizaba el colgante por la cadenita y observaba su antebrazo. El corte ya se había curado.
—Se convierte en aquello que necesites; forma parte de su magia —explicó Casandra, desesperada por hacerle entender a Helena el encanto de su colgante—. Por eso se muestra diferente dependiendo de la persona que lo mire. Eso ocurre porque no existe el adorno más hermoso, o la cosa más hermosa si me apuras. ¿Cómo puedo explicártelo?
—Lo que yo considero hermoso puede diferir mucho respecto a lo que incluso mi hermano gemelo piense que es lo más bello, porque a todos nos atraen cosas distintas —ilustró Ariadna sin rodeos.
—Eso es —acordó Casandra.
—Pero ¿por qué un cinturón? —insistió Helena.
—No debes olvidar que, hace unos miles de años, los cinturones eran considerados un adorno atractivo, además de una forma de protección. Algunos incluso lucían láminas de bronce o de hueso, como si fueran una armadura liviana —aclaró Cástor. Sin embargo, había adoptado un semblante remoto y lejano, desprendiéndose de su yo afable y bondadoso—. Pero el cesto estaba compuesto por dos partes. El cinturón en sí y sus adornos. Eran precisamente esos ornamentos los que hacían a la diosa irresistible a cualquier hombre que deseara seducir, e incluso tenían el poder de cambiar de forma para adaptarse a los gustos de todo aquel que los observara. El tiempo pasó y los cinturones dejaron de estar de moda, pero la magia transformadora del cesto permanece intacta. Puede convertirse en aquello que tú desees para parecer más atractiva, Helena. Durante todos estos años solo has necesitado que sea un collar y punto.
—Me fascinó desde el primer momento en que lo vi —admitió Lucas en voz baja—. El modo en que se posa sobre tu cuello —añadió rozando la zona donde se apoyaba el colgante durante un instante—. Es perfecto.
Lucas se sonrojó, pero decidió mantener los ojos clavados en el colgante, consciente de que todos los observaban preocupados, con el ceño fruncido. En especial, Cástor parecía tan desolado que cualquiera podría haber afirmado que se hallaba en un funeral.