—Lo que no acabo de entender es por qué no nos habíamos fijado en el colgante hasta ahora. Es como si su hechizo de amor no hubiera surtido efecto hasta hace unos días —reflexiono Jasón sin dirigirse a nadie en particular, entonces se le ocurrió una idea y miró a Helena y a Lucas.
—Como si se hubiera activado —dijo Ariadna, que también echó un vistazo a la pareja, compartiendo la misma idea que su hermano gemelo.
—¿Qué sucedería si quisiera que fuera otra cosa? —preguntó Helena con un aire emocionado—. ¡Primero me lo quitaría! Nunca sabes lo que puede suceder —añadió enseguida.
Se desabrochó el collar y procuró pensar en cosas lujuriosas, aunque no se le ocurrió nada. Tras unos instantes se percató que daba igual lo que ella considerara sensual, pues lo importante era lo que los demás pensaran que era atractivo. Necesitaba un conejillo de indias y se concentró en Héctor. Centró toda su atención únicamente en él y enseguida notó que su colgante cambiaba de forma en su mano.
—¡Helena! —gritó Héctor.
Ella bajó la vista y advirtió que estaba sujetando un pedacito de tela que, que de cerca, se asemejaba más a un hilo dental con diamantes incrustados que unos calzoncillos. Todos los presentes se destornillaron de la risa, señalando a Héctor con el dedo y burlándose de su pésimo gusto. Entonces la muchacha miró a Lucas, se concentró, y el colgante volvió a su forma original. Él sonrió de oreja a oreja.
—Te lo dije. Me encanta ese collar —dijo sin rodeos. La mirada de Lucas era tan cálida y tierna que Helena sintió que debía hacer algo para distraer la atención de los demás, que no dejaban de observarlos. Miró a su alrededor, buscando deliberadamente a una nueva víctima, pero todos decidieron escabullirse con prudencia.
—¡Ni se te ocurra! —chilló Ariadna antes de huir de la biblioteca a toda prisa para que su amiga no se concentrara en ella.
—¡Venga ya! ¡No es justo! —se quejó Jasón, que se alejó de Helena mientras se tapaba los ojos con las manos para impedir que centrara su atención en él.
—¡De acuerdo! ¡Calmaos, por favor! —dijo ella, que enseguida volvió a ponerse la joya alrededor del cuello mientras se carcajeaba. Sin embargo, no quedaba nadie en la biblioteca para atestiguar su misericordia, excepto Lucas y Casandra—. Así es como más me gusta.
—Bien —dijo el chico, desviando la mirada y tratando de disimular su bochorno.
—¿Por qué no has salido corriendo como los demás? —le preguntó Helena a Casandra en broma; no obstante, cuando se percató de la mirada sombría de la pequeña supo que lo que acababa de decir era terrible.
—Eso jamás funcionará conmigo —afirmó Casandra con voz distante y categórica antes de salir de la sala rozando a Helena con el hombro.
—Lo siento —se disculpó la chica al mismo tiempo que Casandra salía airada de la biblioteca. Posó la mano sobre el hombro de Lucas y le obligó a mirarla—. No lo entiendo, Lucas. ¿Qué he dicho?
—El poder de Afrodita solo surte efecto en adultos, en individuos sexualmente maduros —respondió con tono áspero, como si se le hubiera secado la garganta.
—Oh. No tenía ni idea, pero no es algo por lo que deba avergonzarse. Solo tiene trece años. Aún no ha florecido…
Lucas la interrumpió de manera tajante y brusca.
—Mi hermana jamás florecerá. Pertenece a las Hadas. —¿Y eso qué significa?
—Significa que pese a lo que desea, aunque sienta lo mismo que otra mujer, jamás podrá enamorarse o tener descendencia. Nunca podrá mantener el tipo de relación física sin importancia con la que Héctor, por ejemplo, disfruta una vez a la semana. Como las relaciones que yo solía tener antes de conocerte —admitió Lucas—. Es una sacrosanta para las Tres Hadas, que no están dispuestas a compartir a su hija.
—Pero si siente como una mujer ¿por qué no puede actuar como tal? ¿A quién le importa lo que digan tres viejas y polvorientas solteronas? —preguntó de forma persuasiva, pero solo sirvió para que Lucas se entristeciera aún más.
—No estás entendiéndolo, Helena. Estamos hablando de las Hadas, no de unos padres excesivamente protectores con miedo a que su hija pierda la virginidad. Nadie puede evitar a las moiras y mucho menos tratar de engañarlas. Casandra no puede salir a hurtadillas por la ventana de su habitación y mantener relaciones sexuales con un chico atractivo que ha conocido en una fiesta —explicó sin dejar de caminar por la biblioteca—. Aunque fuera un hombre que de verdad la respetara, alguien que pudiera llegar a amar, las Hadas no dudarían en separarlos. El propio destino se aseguraría de que Casandra jamás se fijara en ese hombre.
—Qué crueldad —declaró Helena, horrorizada.
—Y algún día ellas la separarán de nosotros, de su propia familia. Aunque ahora no puedas imaginarlo, solíamos estar muy unidos. Cuando era más pequeña siempre me cogía de la mano y dábamos largos paseos, pero eso ya forma parte del pasado —continuó con voz entrecortada—. Era la hermana pequeña más dulce, te lo juro. Un corazón enorme y compasivo junto con una mente brillante y única en el cuerpecito más pequeño que jamás hayas visto. Ahora cada vez se parece más a «ellas». Fría, meticulosa, implacable.
Helena posó las manos sobre las caderas de Lucas y esperó en silencio hasta que él la rodeó entre sus brazos y se relajó. Permanecieron abrazados varios minutos, hasta que Ariadna irrumpió en la biblioteca para decirle a Helena que se dirigiera de inmediato a la cocina.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Lucas.
—Tu madre acaba de enterarse de todo el tema del cesto de Afrodita y está montando una escena en la cocina, Luke —dijo Ariadna con gran pesar mientras observaba a la pareja con compasión—. La tía Noel ha solicitado una reunión con Helena.
Dio la impresión de que el aire abandonara la biblioteca, como si los pulmones de Lucas hubieran absorbido todo el oxígeno de la sala. Ariadna se dio media vuelta sobre los talones y Lucas tomó a Helena de la mano.
—¿Es malo? —preguntó casi sin aliento mientras Lucas la arrastraba por la casa, siguiendo los pasos de Ariadna.
—Sí —susurró—. Escucha, tienes que prometerme algo.
—¿Qué?
—Júrame que diga lo que diga mi madre, esta no será la última vez que hablas conmigo —anunció Lucas obligándola a pararse para mirarle a los ojos. El joven Delos la sujetó por los hombros y acercó a los labios a la frente de Helena—: Prométeme que hablarás conmigo. Aunque solo sea una vez.
—Lo prometo —balbuceó, insegura de si esto le estaba ocurriendo de verdad o si se trataba de un sueño extravagante.
La pareja entró en la cocina cogida de la mano, como si fuera la última vez que pudieran hacerlo. Noel miró de reojo a Cástor y le hizo un gesto, como si fueran la «prueba A» de su juicio.
—Luke, ve arriba —ordenó Cástor, incapaz de mirarle directamente a los ojos.
—Creo que tengo derecho a escuchar esto —respondió con tranquilidad.
Helena presionó con más firmeza la mano de Lucas y miró a su alrededor, contemplando las expresiones solemnes de todos los presentes. Algo no iba bien. Empezó a respirar tan rápido que, por primera vez en su vida, creyó que estaba a punto de hiperventilar.
—Quiero a todo el mundo fuera de aquí. Es mi hogar, y me acojo a mí derecho sagrado por Hestia —anunció Noel con firmeza, como si estuviera invocando un antiguo ritual y acordándose de la diosa de la cocina, la arquitectura y el hogar—. Esto es entre Helena y yo.
Tras unos momentos de silencio absoluto, Jasón fue el primero en salir de allí. Al advertir la mirada de Noel, se dirigió hacia Lucas y separó físicamente su mano de la de Helena. La joven Hamilton estaba convencida de que si hubiera habido alguien más, Lucas se habría enzarzado en una pelea, pero esta vez dejó que Jasón lo acompañara hasta el piso de arriba. El resto de la familia se marchó de la cocina con semblante triste y apagado. Todos, excepto Palas. Helena se dio cuenta de que parecía satisfecho. Incluso petulante.
—Siéntate —la invitó Noel mientras colocaba una silla enfrente de Helena—. No entiendes lo que está ocurriendo, ¿verdad?
Helena rechazó la invitación con un gesto de cabeza negativo y tragó saliva. Noel le hizo otra pregunta:
—Ariadna te ha hablado de la Tregua, ¿verdad?
—Mencionó que las castas deben mantenerse separadas o que, de lo contrario, los dioses regresarán para reiniciar la guerra de Troya otra vez —respondió con voz ronca.
—De acuerdo. ¿Qué crees que significa eso? ¿Cuál sería la forma más sencilla para que las castas se unieran? —interrogó Noel con brusquedad. Helena volvió a sacudir la cabeza, incapaz de pronunciar una palabra—. Pueden casarse entre ellos. En general, en el caso de los vástagos es imposible, porque las furias se encargan de que se odien entre sí, pero ese no es un problema para ti y para Lucas.
Helena suspiró aliviada.
—¿Eso es todo? —preguntó—. ¡Nadie está pensando en el matrimonio! ¡Lucas y yo somos demasiado jóvenes! Y no somos tan estúpidos.
Noel negó con la cabeza, como si Helena no hubiera captado el mensaje. —¿Sabes cómo se definía el matrimonio en la antigua Grecia? —preguntó Noel con tono más calmado—. Es muy sencillo. Una chica virgen iba a casa del hombre que deseaba y la familia se reunía para atestiguar los hechos. La virgen y el hombre compartían un fuego, una comida y una cama. Si la muchacha no seguía siendo virgen a la mañana siguiente, la pareja se consideraba unida en matrimonio. Así de simple. Eso era todo. Sigues siendo virgen, ¿verdad?
Helena se enrojeció de repente y se quedo boquiabierta.
—Sí. ¡Pero eso es asunto mío y de nadie más!
—Te equivocas. Es asunto de todos nosotros. Porque Lucas y tú ya habéis compartido casi todo lo demás de la lista y lo único que os queda es la consumación del matrimonio. Si eso ocurre, por lo que respecta a los dioses, tú te habrás convertido en la esposa de Lucas. Y, como mujer de Lucas, unirás a las dos castas finales. Y ya sabes lo que eso significa.
—Guerra —anunció Helena, completamente aturdida. Su cerebro pensaba a contrarreloj para encontrar un erro en el argumento de Noel, un fallo que desmoronara su razonamiento, pero no se le ocurrió nada. Al fin, declaró— : Es imposible.
—No, es irónico. La primera guerra de Troya empezó porque dos adolescentes se enamoraron y huyeron juntos; ahora, muchos años después, Lucas y tú estáis dispuestos a cometer el mismo error —dijo Noel. Su lástima y su compasión desaparecieron para dar paso a su furia.
—¿Y Lucas sabía todo esto? ¿Desde el principio? —quiso saber Helena, que se había quedado paralizada.
—Desde el primer momento en que te vio —respondió Noel.
—Eso explica muchas cosas —murmuró Helena, que todavía estaba uniendo cabos en su cabeza—. Pensé que era un chico chapado a la antigua o algo por el estilo.
—¿Lucas? Qué va. —Noel se rió, meneando la cabeza ante aquella idea—. Pero es honorable, así que confié en él. Le permití que siguiera con esto porque creía que sería capaz de controlarse y no cometería un error del que pudiera arrepentirse. Pero el cesto cambia las cosas.
—¿Por qué? —preguntó Helena, que, de repente, parecía más despierta—.
Siempre lo he llevado y Lucas nunca ha perdido el control de la situación. Y no es que se lo haya puesto fácil, si quieres que te sea sincera —añadió con cierta pesadumbre—. Prometo que a partir de ahora no le presionaré. Así podremos seguir juntos, ¿verdad?
—¿Y después qué? —alegó Noel con amabilidad. Al percibir el cariño que sentía Helena por su hijo y lo preocupada que estaba, la ira se esfumó y desapareció por completo—. Siempre podéis ser fieles a vuestra palabra y no tocaros, pero, con el tiempo, ¿cómo crees que te afectará? ¿Y a Lucas? Noel hizo una pausa y observó sus manos, sobre el regazo.
—Será difícil, pero somos conscientes de lo que está en juego… —empezó Helena en un intento de negociación.
—Ya me han asegurado que mi hija enloquecerá y la perderé para siempre. No puedo permitirme perder también a mi hijo —interrumpió Noel con una mirada temerosa—. Por favor, Helena. Te lo suplico. Aléjate de Lucas. Si conseguís distanciaros un poco, quizás él pueda olvidarse de ti antes de que sea demasiado tarde.
—Hablas como si fuera a volverle loco o algo así —dijo Helena, frustrada.
Noel le lanzó una mirada penetrante para avisarle de que no debía menospreciar la situación.
—El cesto no es una estúpida poción de amor que puedes adquirir en una feria del condado. Es una reliquia de la mismísima diosa del amor, y si crees que es imposible que alguien enloquezca por amor es porque aún no lo has sentido en tus entrañas.
—Entonces me quitaré el collar…
—No lo harás —ordenó Noel—. Seguramente el cesto te ha salvado más veces la vida de las que imaginas. ¿Tengo que recordarte otra vez lo importante que es tu vida?
Las dos se quedaron sentadas, mirándose fijamente durante unos segundos mientras Helena trataba de luchar con sus pensamientos. Había leído la
Ilíada
y odiaba a Paris y Helena tanto como Lucas. Los consideraba codiciosos. Fueron tan egoístas que incluso estuvieron dispuestos a dejar que una ciudad entera se convirtiera en cenizas para estar juntos. Pero ¿Helena Hamilton sería mejor que Helena de Troya si no se alejaba del hombre al que amaba cuando se le exigía?
—¿Por qué nadie me ha contado esto antes? —espetó Helena.
—Lucas lo prohibió. Dijo que quería algo más de tiempo y un poco de intimidad, y lo cierto es que nadie le culpa por ello. Las relaciones personales son privadas.
—Pero no se nos permite mantener una relación, ¿verdad? —dijo mientras las lágrimas le humedecían los ojos—. No es justo. —Sé que no lo es —confirmó Noel mientras le recogía un mechón de pelo tras el hombro para poderle ver el rostro.
—¿Acaso ninguno de nosotros tenemos derecho a escoger? —preguntó Helena, pesando en Casandra y en su sufrimiento. Su cuerpo entero estaba húmedo y pegajoso por el sudor nervioso y, de repente, empezó a tiritar. ¿Cómo podía alejarse de Lucas?
—Cástor y yo intentamos escoger diferente —anunció Noel con tono triste—. Tratamos de escapar justo antes de que Lucas naciera. Queríamos empezar de nuevo y teníamos tantas ganas de romper con todo que incluso lo bautizamos con un nombre que no era griego.
—¿Y qué sucedió? —quiso saber Helena, desesperada porque Noel siguiera hablando y, de ese modo, quizás averiguar algo que le diera esperanzas.
—Lo que siempre sucede —respondió la mujer con una sonrisa cómplice—. Familia.