Las dos se quedaron inmóviles durante unos momentos, reticentes a levantarse por miedo a dar por acabada la conversación y, por tanto, acordar que Helena ya no era bienvenida al hogar de los Delos. Tras comprobar la obediente reacción del resto de la familia, Helena sabía lo que Noel decía en su cocina era una ley que todos debían cumplir. La joven siempre había creído que Noel era la más débil, la persona que necesitaba más protección, pero ahora empezaba a darse cuenta de que Noel tenía un poder propio. Cuando se trataba de a quién se aceptaba en la familia y a quién se le negaba la hospitalidad, ella tenía la última palabra y todos los que vivían bajo su techo debían acatar su decisión. Ni siquiera Lucas podría incumplirla, pues, de lo contrario, se vería obligado a dejar atrás a toda su familia. Helena no había conseguido la aprobación de Noel, así que este era el final.
Se levantó algo tambaleante y se dirigió hacia la puerta, pero al llegar, se detuvo.
—¿Puedo hacerte una última pregunta? —dijo, siguiendo un impulso. Esperó educadamente a que Noel dijera que sí antes de continuar—: ¿Cómo habrías llamado a Lucas si hubieras decidido ponerle un nombre griego?
—Según la tradición le habríamos llamado con el nombre del padre de Cástor —respondió Noel.
—¿Y cómo se llamaba? —preguntó Helena, aunque ya se imaginaba cuál iba a ser la respuesta.
—Paris —contestó Noel, incapaz de mirar a Helena a los ojos.
El prado se extendía hasta el infinito. Tan solo una especie de florcrecía en ese lugar, una diminuta y tan pálida que incluso parecía transparente. Ninguna abeja zumbaba alrededor de las flores y ninguna alteraba su camino preciso, a menos que Helena las rozara. Eran seres infértiles sin esencia, incapaces de preservar otras vidas con su néctar. Jamás darían fruto alguno.
El terreno por el que andaba con paso lento y pesado ya no era abrupto ni escabroso, y el ambiente ya no era ni cálido ni frío. Pese a no haber piedras afiladas o arbustos con espinas que le rasgaran las piernas, aquel lugar era insufrible. Helena podía quedarse de pie en un lugar al azar de aquel prado durante semanas, observando fijamente la misma aburrida flor y respirando el mismo aire viciado, y no ocurriría nada. El territorio que la rodeaba era inalterable, monótono, y cuanto más tiempo merodeaba por allí, más paralizada se hallaba.
Era un prado de sufrimiento.
Helena se despertó sin saber ni el día que era. ¿Acaso importaba?, se preguntó, pero entonces recordó que si fuera sábado no tendría que ir al instituto, lo cual significaba que no debería enfrentarse a un interrogatorio plegado de preguntas incómodas al cual solía someterle un grupito de niñas ansiosas por determinar si todavía seguía saliendo con Lucas. Las buitres planeaban en círculo, pintándose los labios o estirando los músculos, pero todas ellas tenían la esperanza de ser las primeras en aterrizar sobre su cadáver.
Si fuera sábado, Helena no tendría que afrontar a toparse con Lucas, ni a verle de lejos entre clase y clase. No tendría que reconocer la curva elegante de su hombro o la curiosa inclinación de cabeza asomándose por encima de la muchedumbre. Si fuera sábado podría ir a casa de los Delos a sabiendas de que él no estaría allí durante su entrenamiento. Pero si fuera sábado, significaría que Helena se pasaría las próximas dieciséis o diecisiete horas tostándose el cerebro pensando dónde estaría Lucas, y todo para evitar encontrárselo.
Dio media vuelta en el colchón y echó un vistazo al reloj: era sábado. Habían pasado nueve días y medio desde que Noel le había prohibido acercarse a Lucas. Helena todavía esperaba sentir algo, pero lo único que notaba era aturdimiento. Oyó a Ariadna moverse y después escabullirse hacia los pies de su cama para comprobar algo mientras Helena se fijaba en el colchón inflable donde la prima de Lucas había pasado la noche.
—Buenos días —saludó Ariadna con una sonrisa lánguida—. ¿Cómo has dormido?
Como respuesta, Helena se limitó a destaparse, empujando las sábanas para dejar al descubierto los cascabeles intactos atados alrededor de los tobillos. Estaban en el mismo lugar que cuando se fueron a dormir, pero, más allá de los cascabeles, los pies de Helena estaban sucios, hinchados y ensangrentados, como si hubiera estado caminando descalza durante semanas.
—¿Otra vez? —preguntó Ariadna, consternada—. No hay otra explicación posible que no sea salir flotando por la ventana, porque te juro que no he oído nada, ¡y esta noche apenas he pegado ojo!
—No es culpa tuya —comentó Helena, meneando la cabeza y desatando el cordón de cascabeles.
Por un momento, consideró la idea de revelarle a Ariadna las vívidas pesadillas que sufría por las noches. Toda la familia estaba enterada, pero Helena no se había atrevido a compartir sus sueños con nadie desde el día en que se los explicó a Kate. Respiró hondamente, con la intención de dar un voto de confianza a Ariadna, pero, de repente, se detuvo. ¿Pensaría Ari que estaba tan chiflada como Casandra? Al fin, Helena decidió no hablar sobre el tema.
—¿Sabes? Creo que no tiene ningún sentido que pases todas las noches a mi lado para comprobar si salgo volando por la ventana en cuanto te quedas dormida.
—No empieces otra vez con eso, porque te aseguro que no va a pasar —rebatió Ariadna con tono malhumorado. Ella también se destapó y se levantó para anunciar—: Lucas me mataría si se enterara —farfulló mientras se dirigía al cuarto de baño.
—¡Oh, vaya! ¡Lo siento! —tartamudeó Jerry, sorprendido, tras toparse con una Ariadna ligerita de ropa en el pasillo.
—Hola —gruñó Ariadna a Jerry antes de cerrar de golpe la puerta del baño. Helena arrojó los ridículos cascabeles debajo de la cama y alzó la mirada para saludar a su padre, que, en ese instante, se asomaba con cierta timidez por la puerta de su habitación.
—No sabía que Ariadna había dormido aquí. Otra vez —comentó.
—Sí —replicó Helena, como si fuera obvio.
—De acuerdo —dijo vacilando en el umbral, inseguro de si debía entrar o no—. Supongo entonces que pasarás todo el día en su casa, ¿verdad? Todavía seguís trabajando en ese proyecto para el instituto, ¿no?
—Sí.
—De acuerdo —comentó, algo confuso y con la frente arrugada—. Ah… ¿Feliz cumpleaños?
—Gracias —respondió Helena asintiendo con la cabeza. Se quedó mirando a su padre fijamente hasta que este decidió marcharse.
—¿He oído a tu padre felicitándote por tu cumpleaños? —preguntó Ariadna con los ojos como platos cuando regresó a la habitación.
—Ajá —contestó Helena—. Ni una palabra a nadie. Lo único que quiero es asistir a mi entrenamiento y después volver a casa e irme a dormir.
—¡No! ¡Deberíamos hacer algo! ¡Tendríamos que tomarnos el día libre e ir de compras y, si te apetece, salir a cenar!
—Lo siento, Ari, pero no tengo fuerzas. Me acabo de levantar y ya estoy agotada —explicó Helena con tono tristón—. Entrenamiento y volver a la cama. Es todo lo que quiero para mi cumpleaños.
Ariadna meneó la cabeza con tristeza y, sin apartar la vista de Helena, recogió el colchón hinchable mientras insistía en que se quedaría a dormir allí cada noche. La chica reconoció las ganas de discutir de Ariadna; la joven Delos estaba empeñada en que al menos Helena intentara pasárselo bien el día de su cumpleaños, pero, por suerte, Ariadna desistió.
Helena apenas era capaz de mantener los ojos abiertos y estaba muerta de hambre. Se preguntó una vez más si de verdad había caminado durante días, tal y como andaba en su sueño, o si todo formaba parte de un trastorno mental severo. De manera inesperada, las palabras de Noel empezaron a hostigarla. El amor puede enloquecer a cualquier persona.
¿Acaso sus pesadillas, tan vívidas que se confundían con la realidad, eran a lo que se refería? Llegados a este punto, creyó que sería un consuelo saber que estaba loca de remate.
Creonte amarró el yate privado que su padre les había proporcionado. El periplo por el Atlántico, desde España hasta la isla de Nantucket, había sido largo y tedioso, pero necesario. Necesitaban ciertas herramientas que jamás hubieran pasado las aduanas del aeropuerto y, de todas formas, incluso en el avión privado de su padre nunca habrían conseguido traer de vuelta a su presa. Eso habría sido insensato y estúpido. Necesitaban tomar ciertas medidas de seguridad para afianzar su futuro trofeo, así que las molestias causadas quedaban en un segundo plano.
Su padre se lo había explicado todo; el propio Tántalo había tenido la oportunidad de matarla una vez, pero cayó en el embrujo de su rostro, del Rostro. Creonte se sorprendió al descubrir que su padre había sido más débil que él, pero eso, también, era una señal que vaticinaba el regreso de la Atlántida. Cada generación de vástagos era más fuerte que la anterior, estaba dotada con más talentos que sus predecesores, así que ese ciclo acabaría con el nacimiento de una generación de semidioses capaz de derrotar a los mismos dioses. El desafortunado momento de debilidad de su padre, en realidad, tenía sus beneficios, pues en aquel preciso instante, Tántalo había reconocido su fobia al agua. La presa de Creonte temía y detestaba el océano, lo cual era una ventaja para los Cien Primos. Al utilizar un barco para desplazarse y, posteriormente, transportarla, la joven estaría encarcelada por un elemento que no podía controlar y, teniendo en cuanta lo poderosa que era, precisaban de una cárcel de máxima seguridad.
Mientras desembarcaban, Creonte se giró para ordenar a los miembros de su tripulación que se quedaran en el yate y esperaran su regreso. Quería dejarles claro quién estaba al mando y para ello prefería mantenerlos lo más alejados posible de la acción. Cualquiera de sus primos podría sentir la tentación de aprovechar la oportunidad para entrar en los anales de la historia de los vástagos robándole su triunfo. Y no iba a permitir que eso ocurriera, ni siquiera por casualidad. Después de los riesgos que había tomado, después de toda la paciencia invertida, él sería el elegido para traer a su casta la gloria que se merecía. Estaba destinado a alcanzar el honor de los grandes héroes del pasado, como Hércules o Perseo. Era posible que incluso su reputación fuera mayor, ya que él no arrebataría la vida a una hidra o a una gorgona, sino que iría más allá, mucho más allá. Se convertiría en el portador de la inmortalidad a su familia, a su padre.
Tan solo una vida entorpecía su camino. Él, como hijo y heredero, debía entregársela a Tántalo, jefe de la casta de Tebas y futuro gobernante de la Atlántida; así recibiría los honores por su captura. Y quizá también le harían entrega de un premio arrebatadoramente hermoso que sin duda se merecía: la hija de su presa.
Ariadna y Helena no hablaron ni una palabra en el coche. Cuando se pararon en un semáforo, Ariadna se percató de que el coche de enfrente lo conducía Matt y le saludó con la mano. Las dos chicas advirtieron la mirada de preocupación y el ceño fruncido del muchacho mientras observaba a Helena a través del espejo retrovisor.
—Sé que estás triste, pero no deberías ignorar a Matt de esta forma —aconsejó Ariadna con vehemencia—. Es una de las mejores personas que he conocido, y le estás haciendo daño.
—Tienes razón. Estoy siendo muy egoísta —respondió Helena, aunque lo único que sentía era un vacío enorme en su interior—. Soy consciente de ello. Créeme, no me gusta la situación, pero no puedo evitarlo.
—No me refiero a eso —farfulló Ariadna, como si intentara disculparse, con la vista clavada en la carretera—. Sé que estás haciendo un gran sacrificio y no ignoro cuál es el motivo. Pero ¿quieres que te diga algo? Creo que necesitas llorar, aunque sea solo una vez. Quizás así puedas desahogarte y sentirte algo mejor.
Helena había tratado de llorar, pero no logró derramar ni una sola lágrima. Lo único que sentía era una nada que reptaba por sus entrañas. Sabía que no debía ignorar los sentimientos de Matt, pero ni siquiera se preocupaba por sus propios sentimientos, y su vida le importaba un comino cada vez que se enzarzaba en un combate a vida o muerte en el cuadrilátero con Héctor. Sus ejercicios se habían convertido en breves y brutales. Ahora que Helena se había desprendido de su bloqueo emocional para utilizar su energía eléctrica, había aprendido a utilizarla y a lanzarla en pequeñas dosis. Solo una persona dispuesta a morir frita se atrevería a luchar con ella cuerpo a cuerpo. Ahora, junto con el poder que le otorgaba el cesto, que la hacía inmune a cualquier arma, Helena se había convertido en una combatiente casi invencible.
Cuando el final de su sesión de ese día se acercaba, Héctor intentó hacerle una llave y Helena lo electrocutó por tercera vez. El descomunal cuerpo del muchacho se desplomó inconsciente sobre la esterilla. Tras unos instantes, la joven se acercó a él y le dio unos golpecitos con los dedos de los pies.
—¿Ya hemos acabado? —le preguntó levantando las cejas cuando él se levantó.
—Todavía no sabes luchar —masculló mientras se limpiaba la sangre de sus labios.
—Te has mordido la lengua —informó Helena, sin alterar la voz—. Deberías descansar un rato.
La chica se dirigió hacía un rincón para beber un poco de agua. Vio que Claire, Jasón, Casandra y Ariadna la observaban desde fuera del cuadrilátero. Jasón fue el primero en moverse. Tras dos zancadas, pegó un brinco muy ágil para saltar la valla metálica y aterrizó justo al lado de su hermano, que seguía temblando.
—Creo que es suficiente, Héctor —dijo Jasón—. No necesita más entrenamiento.
—¡No sabe ni encajar un puñetazo! —se quejó Héctor, arrastrando las palabras.
—No lo necesita —sentenció Casandra—. No precisa aprender a encajar un puñetazo, ni a empuñar una espada, ni a disparar una flecha para defenderse. Ya es diez veces más letal que tú, Héctor, y si continúas intentando encontrar una forma de derrotarla al final acabarás con el cerebro frito. Estas sesiones han acabado.
Casandra se levantó y caminó hacia el
dojo.
—¡Aún es vulnerable! —gritó Héctor ante la figura de Casandra—. Si su rival descubre una manera de esquivar sus rayos, ¡habrá un millón de maneras de derrotarla! —Basta, Héctor —le frenó Jasón con amabilidad—. Casandra tiene razón.
Averigua sus debilidades y enséñale a manejarlas, pero los entrenamientos en el
dojo
han acabado. El combate cuerpo a cuerpo no es algo que Helena deba temer.
—¿Así que se acabaron las visitas? —preguntó Helena, apartando la mirada de la botella de agua vacía.