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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Predestinados (47 page)

—Helena y su madre están en algún lugar cerca del muelle pero están moviéndose de un lado a otro, así que no puedo precisar dónde —respondió.

Lucas notó que todos sus primos le seguían los pasos cuando se giró y se dirigió hacia la puerta.

—¡Esperad! Voy con vosotros —insistió Claire mientras salía disparada para alcanzar a los veloces vástagos—. Lennie me necesita.

—¿Tú estás loca de remate, verdad? —dijo Jasón con desdén, pero Lucas enseguida distinguió admiración detrás de ese enfado falso—. Te quedarás aquí.

—¡Pero yo puedo hablar con ella! Ella me escuchará —razonó Claire, que en ese momento alzó las manos y aparto a Jasón para impedirle que le bloqueara el paso. Miró a Lucas con cara de lástima y le suplicó que la apoyara en esto, pero el joven no podía hacerlo.

—No puedes venir, Plataformas —la aconsejó Héctor, poniendo punto final a la discusión—. Si se produce una pelea, tú serás el primer objetivo, y no quiero que nadie resulte malherido por intentar protegerte —dijo mirando de reojo a su hermano.

—No te preocupes. La traeré de vuelta —aseguró Lucas a la mortal. Siguió a sus primos y de un salto se acomodó en el asiento del todoterreno—. Por favor, quédate aquí, a salvo.

—Desde luego —replicó Claire con aire respetuoso. No hacía falta que Lucas fuera un descubrementiras para darse cuenta de que la jovencita estaba mintiendo.

Esperaba que Claire no hiciera algo estúpido, pero no podía entretenerse intentando descubrir lo que estaba maquinando. Helena estaba a punto de abandonar la isla. Y, aunque tal vez él no tuviera el talento de su hermana para predecir el futuro estaba convencido de que si eso sucedía, la perdería para siempre.

XVII

Creonte permanecía inmóvil cerca de la casa de los Delos, escondido entre sombras, esperando a que sus primos arrancaran el todoterreno negro para perseguirlos. No le suponía ningún esfuerzos seguir la velocidad del vehículo y, siempre y cuando se mantuviera oculto entre una nube de penumbra, podía acudir al clima lóbrego y sombrío para seguir invisible. Ningún otro vástago superaba su dominio de la luz y ni siquiera otro hijo de Apolo podría distinguirle en un día nublado.

Creonte había seguido a Héctor y a Jasón hasta su casa cuando abandonaron el hogar de Helena por la mañana. Al no tener otra pista a seguir, decidió que lo mejor que podía hacer era escuchar a hurtadillas a su familia. Su padre ya le había hablado de las cualidades del cesto, como la de cambiar de forma, y sabía que no tenía otra opción que esperar a que su presa se revelara tal como era. Supuso que, en algún momento, se pondrían en contacto con los traidores, y había dado en el clavo. Ahora, todo lo que tenía que hacer era seguirlos y confiar en que sus primos le condujeran directamente hacia ella.

Helena miró a través de la ventana del hotel, escudriñando la calle apenas transitada, pero no veía a Lucas por ningún lado. Albergaba la esperanza de verlo por última vez antes de irse, a pesar de que él no pudiera verla. No le parecía pedir demasiado, pero por lo visto, estaba equivocada. Lucas se había ido, la tormenta había amainado y pronto su madre y ella serían las primeras en embarcar en el primer transbordador que zarpara de la isla.

—Helena —llamó Dafne desde detrás—. Estás mostrando tu rostro. Tienes que ser sistemática, o nos descubrirán.

Helena se giró y se concentró en proyectar la imagen de la chica morena que, entre las dos, habían decidido que se convertiría para escapar de la isla.

—Mucho mejor —dijo Dafne, satisfecha—. Aún no puedo creerme que nunca descubrieras este talento, por casualidad.

Helena no tenía una respuesta para eso. Estaba tan abrumada a la vez que perturbada tras haberse reencontrado con su verdadera madre que no sabía si el comentario de Dafne era un cumplido o un insulto. Se dirigió al tocador de la habitación para contemplar a la extraña que se reflejaba en el espejo. El cesto podía transformarla en cualquier mujer del mundo, pero solo había tenido unas pocas horas para practicar. Su madre le había jurado y perjurado que le enseñaría a convertirse en personas de cualquier edad, raza o sexo en el futuro. Aunque el disfraz era sencillo, Helena estaba irreconocible. Ahora lo único que tenía que hacer era mantener la ilusión.

—No tienes por qué mantener la mitad de tu cesto si no quieres. Me refiero al colgante en forma de corazón —comentó su madre, que estaba justo detrás de ella, mirándola a través del espejo.

—Ya, ya lo sé. A eso, por lo menos, sí llego —contestó Helena con una voz distinta.

El collar de Helena era el verdadero cinturón de Afrodita, la mitad protectora que le hacía inmune a cualquier arma. La otra mitad, la que lucía Dafne, correspondía a los adornos de Afrodita y, aunque no era capaz de detener una espada o una bomba con el mero hecho de rozarlas, lo que era potencialmente más aterrador. Dafne era irresistible para todo aquel a quien decidiera seducir.

—Bueno, me alegro. Siempre he llevado mi mitad, y tenía la esperanza de que tú hubieras hecho lo mismo —susurró Dafne con timidez—. Supongo que crees que no tengo ningún derecho a estar nostálgica, pero no puedo evitarlo.

Dafne jugueteó con su colgante y abrió la boca para añadir algo más, pero decidió callárselo. Después se dirigió hacia la otra habitación para revisar el equipaje por décima vez. Una parte de Helena deseaba correr detrás de su madre y decirle que desde pequeña soñaba con que ese collar fuera un vínculo entre ellas dos; pero otra parte de ella ansiaba arrancarse el collar y arrojárselo a la cara de su madre.

No estaba segura del alcance del poder de persuasión de Dafne. Provenía del cesto, de forma que su madre resultaba irresistible solo en el plano sexual; sin embargo, a Helena le inquietaba lo rápido que había accedido a abandonar a su hogar y las personas que más quería, sin poner impedimento alguno. Se había arriesgado a seguir los pasos de una mujer que no recordaba hacia un lugar desconocido y había tomado la decisión en menos de una hora.

La joven reflexionó en todo lo que había aprendido esa noche, buscando desesperadamente una pista que le indicara que su madre la estaba controlando, pero al reunir todas las pruebas, descubrió que no necesitaba que le lavaran el cerebro para querer huir de Nantucket.

Después de lo que Dafne le había contado, Helena estaba tan indignada y asqueada consigo misma que habría escapado de esa isla a toda costa.

—¿Tienes hambre? —preguntó Dafne.

Helena, absorta en sus pensamientos, se espantó al oír el ruido y de un brinco se alejó de la ventana. Con cierta culpabilidad, corrió las cortinas. Había estado buscando a Lucas otra vez.

—No —respondió, incapaz de despegar los ojos de la alfombra.

—Bueno, aún así tienes que comer algo y deberías ensayar tu rostro antes de subir al transbordador —dijo Dafne con una mueca—. Vamos a desayunar a alguna cafetería antes de adentrarnos en ese océano maldito.

Helena trató de discutir, señalando lo ridículo que le parecía poner a prueba la capacidad de mantener su nueva figura con tan poca práctica, pero Dafne se encogió de hombros y aseguró que sería más fácil hacerlo en tierra firme que balanceándose sobre el oleaje del océano. Al parecer, el pánico que la propia Helena le tenía al mar le venía de familia. Dafne lo detestaba y, tras recordar que Héctor le había asegurado que su miedo al océano venía dado por su incapacidad de controlarlo, Helena asumió que su madre tenía que ser una histérica del control. Tras revisar rápidamente su indumentaria para asegurarse de de que ninguna llevaba ropa que pudiera delatarlas, Dafne arrastró a Helena hasta la calle prometiéndole que sería divertido.

La tempestad había aplastado todas las hojas otoñales y las había convertido en una especie de puré rojo y marrón que cubría las calles adoquinadas y atascaba las alcantarillas. La lluvia cada vez era más débil y el vendaval había amainado, pero las nubes seguían siendo de un color oscuro y púrpura, y decenas de riachuelos espontáneos fluían por las aceras desembocando en el mar. Había ramas caídas por todas partes, desprovistas de hojas, y los troncos de los árboles parecían tener como copa un alfiletero de astillas. Helena percibía el natural aroma de la savia, puesto que los únicos árboles que se alzaban en la isla se habían desangrado tras perder su guerra con el viento. No podía quitarse de la cabeza la imagen de cientos de soldados de madera sin vida y de caballos enormes también de madera muertos en las calles, así que lo último que le apetecía era comer.

—Ninguna cafetería estará abierta —protestó Helena, aunque sabía que no era verdad.

—Yo viví aquí, ¿sabes? Y si algo aprendí… —rebatió Dafne mientras avanzaba pisando fuerte, con confianza, frente a la hilera de ventanas cerradas a cal y a canto de los negociantes de arte; giraron la esquina, donde se toparon con una cola larguísima de gente que esperaba para entrar a la cafetería Overeasy—. Aprendí que a los balleneros no hay nada que les guste más que una buena tormenta —acabó con alivio.

Tenía razón. Los habitantes de Nantucket estaban orgullosos de sobrevivir a todo aquello que la Madre Naturaleza arrojaba sobre ellos. Era una forma de sentirse más machos, pero también una excusa para quedarse siempre allí. Compartían risas bajo vendavales huracanados, heladas insufribles, tormentas de nieve o aguaceros eternos mientras buscaban sus gatos histéricos y rescataban los adornos de sus jardines.

No había electricidad en toda la manzana y la gente todavía barría los pedazos de cristales rotos. Sin embargo, a Helena no le sorprendió que la cafetería estuviera abarrotada. De hecho, sabía perfectamente que en ese preciso instante su padre y Kate estarían a seis manzanas de allí, en su tienda, revisando los daños causados por la tormenta. También sabía que si la gente empezaba a merodear por el centro, con ganas de desayunar algo, Jerry y Kate no dudarían en abrir las puertas de su negocio para servir cafés y tartas. Dado que las neveras no estaban en funcionamiento, la comida perecedera tendría que comerse de inmediato o tirarse a la basura y, desde luego, Kate preferiría regalar la comida a sus vecinos que verla pudrirse.

Por un segundo Helena pensó que debería estar allí con ellos, ayudándolos, pero entonces vislumbró su propio reflejo en el cristal de una ventana de la cafetería que había logrado sobrevivir a la tormenta. No era Helena. Era una morena muy bella que estaba de vacaciones en la isla con su madre, algo hortera y con cara de caballo. Un par de turistas que no le debían nada a nadie.

Se sentó, coloco la servilleta sobre su regazo y pidió cualquier cosa que pudiera prepararse en una cocina de gas, como huevos fritos o panceta, y un café molido a mano. Mientras empujaba la comida en el plato, Matt entro en la cafetería. Helena abrió los ojos de par en par cuando él la miró y, por inercia, abrió la boca para saludarle, pero el joven apartó la mirada enseguida.

Era obvio que había venido hasta la cafetería porque la estaba buscando. Helena emitió un gruñido y se frotó los ojos cansados con las manos. Sin ninguna duda, Claire le habría informado de que Helena había desaparecido. La joven se preguntó que más sabía sobre ella. Conociendo a Matt, y sabiendo lo inteligente y astuto que era, estaba segura de que el muchacho habría adivinado su secreto, al igual que Claire.

Por un instante deseó que la encontrara, pero Matt rastreaba el interior de la cafetería buscando la cabellera rubia y brillante de Helena. Al no distinguirla de inmediato, se rindió. Helena se contuvo para no lanzarle la servilleta a Matt y gritarle que estaba sentada a cuatro metros de él, pero enseguida cayó en la cuenta de que era absurdo culparle por no reconocerla. No obstante, sintió un pinchazo en el corazón al ver como un amigo de la infancia no era capaz de reconocerla. Mientras observaba a Matt salir de la cafetería, no pudo evitar sentirse anónima, sola y tan insustancial como un fantasma.

—Es lo mejor para él —dijo Dafne procurando consolarla mientras alargaba la mano por encima de la mesa para acariciar la de su hija—. Los mortales que nos quieren nunca viven muchos años. Los vástagos atraen la tragedia como un imán. Es más seguro dejarles atrás cuando se acerca una reyerta. Precisamente por esa razón no le di a Jerry más tiempo…

—Tú jamás quisiste a mi padre. Nunca amaste a Jerry —interrumpió Helena con voz amarga. Apartó bruscamente la mano de su madre.

—Es verdad, nunca le amé. No tengo la intención de mentirte para parecerte más compasiva o mejor persona —rebatió Dafne, que trasladó la mano rechazada a la mejilla de su hija—. Desearía no haberle hecho ningún daño a ese hombre. No olvides que fue la persona a quien le confié mi hija. ¿Me odias por no haber amado a Jerry? De acuerdo. Pero lo mínimo que puedes hacer es respetarme por comprender lo especial que era y entregarte el regalo de pensar que era tu padre.

—Jerry es mi padre en todos los sentidos —refutó Helena, que de inmediato se levantó de la silla y dejó sola a su madre.

La joven esperó en la barra, dándole la espalda a su madre, que enseguida se apresuró a pagar el desayuno. De camino al hotel para recoger sus trastos, Helena avistó a Héctor. El muchacho la miro durante un segundo y después pasó de largo, igual que había hecho Matt. Los gemelos estaban con él, merodeando por el muelle. Helena oyó que Ariadna llamaba a Matt. Por su voz, intuyó que se había sorprendido de verle, pero Dafne la empujó hacia el interior del hotel antes de poder averiguar lo que se estaban diciendo. Helena oyó mencionar el nombre de Claire justo antes de que su madre cerrara la puerta de golpe, impidiéndole así enterarse de que hablaban.

Lucas estaba en el vestíbulo del hotel. Helena no le vio la cara, pero tampoco fue necesario. Aunque le hubiera visto de reojo y doblando una esquina a doscientos metros de distancia, le habría reconocido. Acto seguido se giró porque sabía que si le miraba perdería la concentración y permitiría que su máscara se desvaneciera. A toda prisa subió las escaleras del hotel detrás de su madre, con la esperanza y el temor de que Lucas gritara su nombre, pero, por supuesto, no lo hizo.

De vuelta a la habitación, recogió las cuatro bolsas que tenía y las colocó frente a la puerta. Procuró que su madre no advirtiera su mirada vidriosa ni su nariz enrojecida. Intentó cubrirse el rostro con la cabellera oscura, pero desafortunadamente su disfraz tenía flequillo. Cuando su madre revisó las habitaciones por última vez antes de dirigirse hacia el muelle, Helena soltó una risotada incongruente al recordar, de repente, la última vez que había cogido el transbordador. Fue cuando Claire le contó toda la historia de una nueva familia que se mudaba a la gigantesca finca de Sconset. Su amiga había asegurado que cada una de ellas se enamoraría perdidamente de un chico Delos; en aquel momento, le había parecido una idea ridícula. Le dio tan poca importancia que incluso se preguntó en voz alta si debía cortarse el pelo.

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