—Te enseñaré a volar —aceptó en voz baja sin apartar la vista del suelo.
Aunque Helena buscó su mirada, Lucas la eludió en todo momento. La joven se palpó el rostro y la mano quedó manchada de sangre.
—Ahora mismo debo de tener un aspecto espantoso, ¿verdad? —preguntó mientras se despegaba de Lucas, sintiéndose acomplejada.
Para su sorpresa, él no le respondió y, sencillamente la atrajo hacia sí y la estrechó con firmeza entre sus brazos.
—Prométeme algo —le susurró al oído. Esperó a que hiciera algún gesto que le indicara que sí antes de continuar—. Prométeme que la próxima vez que te encuentres frente a frente con alguien que quiera darte una paliza no vas a quedarte parada, que no vas a permitir que tu contrincante te golpee sin cesar hasta que se quede sin energía y no sea capaz de levantar los brazos.
—Si puedo evitarlo, créeme que lo haré —sonrió Helena.
Lucas se apartó para mirarla directamente a los ojos.
—No quiero volver a presenciar un apaleamiento como el de antes. ¿Me entiendes? —dijo con severidad.
La chica asintió con la cabeza, lo cual le alivió momentáneamente. La mirada de Lucas era tan intensa y penetrante que Helena se veía obligada a mirar a su alrededor en busca de algún tema de conversación. —Tu camiseta —anunció señalando las marcas de sangre—. Eso me recuerda que he echado a perder toda la ropa que Ariadna me prestó para poder entrenar. ¿Tengo que cambiarme para otra ronda o ya hemos acabado?
—Ya hemos terminado por hoy. Puedes vestirte con tu ropa después de darte una buena ducha —respondió Lucas con tono alegre, como si quisiera deshacerse del mal humor anterior. Le acarició el rostro por última vez para examinarle los cortes y heridas. Tras unos instantes de reconocimiento, la soltó y añadió—: Sin duda, te curas muy rápido. Sin embargo, aún tienes unos moratones bastantes imponentes, así que, si yo fuera tú, evitaría a tu padre el resto de la noche.
—Le diré que me has pegado, y punto —comentó encogiéndose de hombros. Se bajó de un brinco de la mesa de acero inoxidable.
—Y yo le diré que te ha gustado —bromeó con voz alborozada.
Helena alzó la mirada y, de repente, se notó adormecida. Durante un breve instante, la pareja estuvo a pocos milímetros de distancia, pero enseguida Lucas retrocedió, alejándose de ella.
Al salir del vestuario, se arrancó la camiseta manchada de sangre y la lanzó a la basura. La visión de Helena volvió a estabilizarse y no dudó en seguir con la mirada la espalda desnuda de Lucas. Una especie de telaraña le había nublado hasta entonces la vista, pero, de un momento a otro, la tela desapareció como por arte de magia. Tras contemplar la espalda del joven decidió que si Lucas era gay, ella tendría que someterse a una operación de cambio de sexo. Sin duda, valdría la pena.
Mientras recogía la ropa, desparramada por el vestuario se miró al espejo para examinarse la boca. Un incisivo, el que se había tragado por accidente, estaba en proceso de regeneración, al ver lo ridículo de su aspecto, no pudo evitar reírse de si misma. Aún no se explicaba cómo Lucas se las había arreglado para mantenerse impasivo ante la imagen de una niña de seis años a la que se le acababan de caer unos cuantos dientes de leche. Pero enseguida cayó en la cuenta de que, probablemente, lo había visto tantas veces que apenas se sorprendía. Helena reflexionó en las palabras de Ariadna, afirmando que ellos habían crecido «peleándose constantemente». Como si el pensamiento de Helena la hubiera invocado, Ariadna asomó la cabeza por la puerta del vestuario para comprobar que todo estaba en orden.
—¿Necesitas que te eche una mano con tu curación? —se ofreció algo tímida.
—No, pero puedes pasar —respondió Helena. Quizás ahora tendría la oportunidad de preguntarle a Ariadna si Lucas aún conservaba una novia en algún lugar—. ¿Cómo está Casandra?
—Demasiado sensible, pero estará bien. Tú eres la que ha recibido una paliza de Héctor y, puesto que yo también he sido su víctima alguna vez, quiero preguntarte, con toda sinceridad si aún tienes algo roto —explicó mientras se deslizaba hacia el interior del vestuario.
—No tengo nada roto. Bueno, ya no —corrigió Helena. Ariadna era pura feminidad, con una silueta curvilínea y un estilo encantador. Por eso, le costaba horrores imaginarse que alguien quisiera apalearla—. ¿Soléis hacer esto muy a menudo? Me refiero a los combates.
Ariadna empezó a negar con la cabeza incluso antes de que Helena hubiera acabado de formular la pregunta.
—No. Toda la familia estrenamos cada día para estar en forma, pero solo los chicos se pelean a brazo partido, y únicamente cuando sienten la necesidad de desahogarse. Lucas y Héctor son los que más llegan a las manos.
—No se llevan muy bien, ¿verdad?
—Sí y no —respondió Ariadna con cuidado—. Héctor, en general, es altanero y arrogante, pero, en particular, está más que orgulloso de nuestro linaje, de nuestra familia. No le gusta que la casta de Tebas esté fragmentada, rota. No me entiendas mal…, él no cree en las estupideces que prodigan los Cien Primos, pero odia ver a nuestra casta dividida. Y Lucas siente que es su responsabilidad mantener a Héctor a raya porque, bueno, es el único capaz de hacerlo.
—Debe de ser muy duro estar separado del resto de tu familia —se compadeció Helena.
—No tenemos otra opción —respondió ella con una sonrisa algo forzada.
—¿Es por el culto? —preguntó Helena con toda la delicadeza que pudo—. Lucas nunca ha podido explicármelo…
—Tántalo y los Cien Primos creen que si unen a todos los semidioses bajo 155una misma casta, la Atlántida resurgirá —relató Ariadna—. Por ese motivo nuestra familia siempre ha vivido cerca del mar. Boston, Nantucket, Cádiz… Son ciudades cercanas al océano Atlántico, y, por supuesto, queremos un asiento en primera fila.
—¡Es una locura! —espetó Helena antes de advertir que Ariadna estaba hablando en serio—. Quiero decir que la isla de Atlántida no es más que un mito, ¿verdad?
La idea de que pudiera existir una ciudad en algún rincón remoto de las tenebrosas profundidades marinas le daba escalofríos. Tomó un sorbo de zumo para disimular su reacción violenta y esperó a que Ariadna continuara.
—¿Acaso el monte Olimpo es un mito? ¿O incluso el Paraíso? Todo dependo de lo que uno cree, y la mayoría de los vástagos están convencidos de que la Atlántida es real. Sin embargo, el problema reside en que no podemos llegar allí hasta haber logrado ciertas cosas antes. Justo después del fin de la guerra de Troya, Casandra de Troya auguró una gran profecía. Afirmó que si los vástagos se unían bajo una misma casta, la Atlántida emergería de entre los mares y nosotros podríamos reclamarla como nuestra tierra para siempre. Los Cien Primos interpretan esa profecía de manera que nosotros, los semidioses, una vez nos ganemos la entrada a Atlántida, nos volveremos inmortales como ocurrió con los dioses del Olimpo.
—Vaya —se asombró Helena—. ¿Y por qué no querríais algo así?
—Es tentador, ¿verdad? Pero hay un pequeño inconveniente: si las cuatro castas se unen, o si solo sobreviviera una única casta, romperíamos la Tregua.
—¿Qué tregua?
—La que puso punto final a la guerra de Troya.
—Tenía entendido que los griegos vencieron. ¿Acaso no asesinaron a todo el pueblo troyano y redujeron a cenizas la ciudad de Troya?
—Sin duda, lo hicieron.
—Entonces, si los griegos ganaron, ¿con quién pactaron la tregua? —Con los dioses.
Ariadna le explicó que la de Troya fue la guerra antigua más destructiva que jamás había vivido la humanidad. Arrasó la mayor parte del mundo occidental, casi devastando la civilización tal y como la entendemos hoy en día, y fue tan demoledora para los dioses del Olimpo como para los seres humanos que habitaban en la Tierra. Desde el inicio, los dioses estuvieron implicados en ella. Todos escogieron un bando; o bien mostraban su apoyo a sus hijos medio humanos, o bien defendían a los héroes que, en alguna ocasión, les habían hecho un favor. Algunos dioses incluso bajaron del Olimpo para combatir en el campo de batalla. Apolo utilizó el carro de guerra de Héctor, Atenea luchó al lado de Aquiles, y Poseidón combatió con ambos bandos, cambiando de parecer con la misma asiduidad que la marea. Incluso en una ocasión Afrodita, la diosa del amor, bajó volando hasta la contienda para proteger a Paris; recogió su cuerpo del suelo y alzó el vuelo, alejándole así de una muerte segura, aunque no se libró de la hendidura del filo de una espada griega.
Cuando su padre, Zeus, vio la herida de Afrodita, le prohibió regresar a Troya. Ella le desobedeció, desde luego, y aquello enfureció a Zeus, pero no lo suficiente como para involucrarse en el conflicto. No fue hasta que su otra hija Atenea y su hijo Ares estuvieron a punto de enviarse el uno al otro al Tártaro, un lugar infernal de no retorno para inmortales, cuando decidió que había llegado el momento de actuar. La guerra humana estaba desgarrando a su propia familia a la vez que amenazaba su dominio de los Cielos.
La participación de Zeus llegó algo tarde. La guerra había estallado hacía diez años, pero todos los dioses del Olimpo estaban tan involucrados que la única forma de que Zeus pudiera detenerlos era hacer que los vástagos dejaran de luchar. Zeus se vio obligado a negociar con los mortales, ofreciéndoles algo que ansiaban. Tras una década de continuas intromisiones en sus asuntos por parte de los dioses que, además, solo alargaban la contienda para empeorarla, lo único que deseaban, tanto los griegos como troyanos, era que los dejaran en paz. Los vástagos mortales reclamaban que los dioses debían regresar al Olimpo y permanecer allí; a cambio, se comprometían a finalizar la guerra.
Zeus no dudó en aceptar el trato. Juró ante el río Estigia que si los vástagos concluían la guerra, los dioses se replegarían en el Olimpo y abandonarían el mundo de los mortales. Sin embargo, antes de sellar su promesa exigía alguna prueba que asegurara que aquella terrible guerra jamás volvería a amenazar el Olimpo. Desde su perspectiva, la unificación de los griegos de las castas vástagas para luchar contra los troyanos casi destruye el Olimpo. Zeus quería asegurarse de que jamás volvería a ocurrir. Mientras ratificaba la tregua y juraba su promesa inquebrantable, garantizando que los dioses del Olimpo abandonarían la Tierra, también aseguró que si las castas de los vástagos volvían a unirse, él mismo regresaría a la Tierra y acabaría la guerra.
—La historia se parece a lo que sucedió cuando se acabó la Segunda Guerra Mundial, cuando los aliados dividieron Alemania —subrayó Helena—. Rompieron en dos el país con la esperanza de evitar una Tercera Guerra Mundial.
—Tienes razón —comentó Ariadna—. Los destinos están obsesionados con los ciclos; repiten el mismo patrón una y otra vez en todos los lugares del mundo, en especial cuando se refiere a los tres pilares: la Guerra, el Amor y la Familia.
Ariadna se quedó muda durante unos instantes, pensando algo oscuro y sombrío antes de poner punto y final a la historia.
—De todas formas, Troya fue traicionada por uno de los suyos y la ciudad quedó arrasada por las llamas. Tras unos meses de confusión, ardides y venganzas, cuyos detalles describe la
Odisea
, los dioses del Olimpo finalmente abandonaron la Tierra. Zeus juró que si las castas volvían a unirse, él mismo regresaría y reanudaría la guerra de Troya en el punto donde se quedó.
—Y ese punto está cerca de la destrucción total de la civilización —añadió Helena, tratando de imaginar qué significaba «el fin de la civilización» ahora—. Si la guerra de Troya fue tan devastadora con tan solo espadas y flechas, ¿qué sucedería si se usaran las armas actuales?
—Sí. También lo hemos pensado —comentó Ariadna fijando la vista en su regazo—. Por eso mi familia, mi padre, mi tío Cástor y mi tía Pandora, se han alejado del resto de la casta de Tebas. E incluso aunque Tántalo tenga razón y la unificación sea la llave a la vida eterna, no creemos que la contrapartida de la destrucción total de la Tierra merezca la pena.
—El precio es muy alto. Obviamente, estáis en lo cierto y hacéis lo correcto, pero la inmortalidad… —dijo Helena meneando la cabeza—. ¿Y Tántalo y los Cien Primos os dejaron ir así, sin más? —preguntó algo incrédula.
—¿Qué elección tenían? No pueden matarnos porque pertenecemos a la misma familia, pero últimamente han empezado a amenazarnos e intentan intimidarnos. Algunos de nosotros, bueno, Héctor en concreto, no está dispuesto a quedarse de brazos cruzados y en alguna ocasión se ha enfrentado a ellos. De hecho, Héctor les buscaba las cosquillas; picó el anzuelo cuando le llamaron cobarde por no querer luchar en contra de los dioses. Según nuestra tradición, asesinar a un familiar es el pecado más horrible que uno pueda imaginar y estuvo muy cerca de cometerlo, Helena. Mi familia abandonó España porque Héctor se enzarzó en una refriega tan violenta que estuvo a punto de perder la vida y, peor aún, estuvo a punto de matar a alguien de su propia sangre. No existe el perdón para aquel que mata a un familiar —dijo Ariadna entre murmullos.
—Pero vuestra casta no es la última. Pero en mi caso… —añadió Helena, que empezaba a entender poco a poco cuál era la situación.
—Nadie sabía de tu existencia. Hace un par de décadas se produjo la «confrontación final» entre las castas. Las cuatro castas se atacaron entre sí, procurando eliminar al resto. La casta de Tebas venció y todos dimos por sentado que las otras tres, la de Atreo, la de Atenas y la de Roma, quedaron eliminadas de la faz de la Tierra. Aunque, supuestamente, los miembros de las otras castas estaban muertos, la Atlántida no resurgió y los dioses no regresaron a la Tierra. Mi padre y mis tíos estaban convencidos de que nosotros éramos los culpables de que la guerra no estallara porque nos negábamos a unirnos a Tántalo y su culto. Pensamos que no había otra explicación, pues no habían dejado títere con cabeza tras la confrontación final —explicó. Respiró hondamente y miró a Helena a los ojos—. Y entonces apareciste tú. Por alguna razón, tu madre te escondió aquí, preservó tu casta, sea la que sea, e impidió que se desencadenase la guerra. También impidió que Tántalo alcanzara la Atlántida.
Helena se sentó en silencio durante unos instantes al caer en la cuenta de la cantidad de semidioses con poderes increíbles que querían su cabeza. Los Cien Primos suponían que si la casta de Tebas se unía y aniquilaba al resto de las castas, se convertirían en dioses, así que la vida de Helena era el único obstáculo que se encontraba en el camino. Además, por lo visto, su vida también era el único impedimento para que los dioses del Olimpo regresaran a la Tierra e iniciaran una guerra mundial. Así que la familia de Delos tenía que protegerla, aunque todos perecieran en el intento. Y, para rematar, ella se oponía a aprender a luchar. Con razón Héctor la despreciaba.