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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Predestinados (17 page)

BOOK: Predestinados
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—Quédatelo. Tenemos de sobra —dijo con una sonrisa irónica. Era la primera vez que veía que Casandra soltaba una gracia, así que fingió una sonrisa como respuesta.

—Estoy casi seguro de que mi hijo ya te ha desvelado que somos los descendientes de los conocidos como dioses griegos —comenzó Cástor. Al ver que Helena hacía una mueca, como si se sintiera incómoda, el hombre asintió con la cabeza destilando buen humor—. Imagino que es difícil de asimilar, pero tienes que entender que Homero era un historiador y que la
Ilíada
y la
Odisea
son versiones de una verdadera guerra que se fraguó hace miles de años. La mayoría de los mitos antiguos y de las obras dramáticas están basados en personas que existieron. Hércules y Perseo, Edipo y Medea. Todos son reales, y nosotros somos sus descendientes. Sus vástagos.

—De acuerdo —contestó Helena, todavía incrédula—. Imagínate que te creo y que, en realidad, todas estas tragedias griegas ocurrieron. ¿Que los dioses tuvieron hijos con mujeres de carne y hueso? De acuerdo. Pero ¿toda esa magia, esas habilidades divinas, o como quieras llamarlas, no habrían desaparecido a estas alturas? Aquello fue hace mucho, pero que mucho tiempo.

—Los dones no desaparecen —respondió Casandra—. Algunos vástagos son más fuertes que otros, algunos poseen un abanico más amplio de facultades, pero la solidez de esas capacidades es independiente de la fortaleza de sus ascendientes.

Cástor asintió con la cabeza y reanudó la conversación para aclarar el comentario de Casandra.

—Por ejemplo, mi esposa es totalmente mortal, pero nuestros hijos son más fuertes que yo. Y eso teniendo en cuenta que yo soy muy fuerte —dijo sin pretender fanfarronear—. Creemos que tiene algo que ver con el hecho de que los dioses sean inmortales. Jamás se desvanecen, al igual que sucede con los talentos que nos han concedido, sin importar las generaciones que pasen. De hecho… —empezó, pero se detuvo para mirar a Casandra.

—Cada vez somos más fuertes y cada generación de vástagos está dotada con más y más aptitudes. Sin embargo, aún no hemos logrado descifrar el porqué —finalizó Casandra.

—De acuerdo —se dijo a sí misma Helena—. Sabía que no era enteramente humana, pero ¿puedo haceros otra pregunta? ¿Qué son las furias? ¿Y por qué han dejado de hostigarme de repente?

Una larga pausa siguió a la pregunta. Casandra y Castor se cruzaron las miradas, como si intentaran leerse la mente hasta que la joven tomó la palabra.

—No estamos del todo seguros de por qué se han alejado sin más. En el pasado, corrían rumores sobre parejas de vástagos, habitualmente formadas por un hombre y una mujer, que encontraban la manera de estar juntos sin sufrir el constante acoso de furias, pero estas habladurías jamás se han podido demostrar. Hasta donde sabemos, Lucas y tú sois los únicos que le habéis conseguido. En mi opinión, puede que se deba al hecho de salvar una vida. De algún modo, vosotros os salvasteis, y esto os redimió del ciclo de venganza, pero no lo sé con total seguridad —finalizó.

Helena se acordó fugazmente de la imagen de Lucas en el páramo, ciego y perdido, incapaz de ponerse en pie. Se deshizo de inmediato de aquel pensamiento y regresó a la conversación.

—¿Venganza?

Cástor intuyó su confusión.

—La guerra de Troya fue muy larga y causó muchas víctimas. Fue el conflicto mundial más horrible de la historia de la humanidad. Se derramó mucha sangre y se crearon reyerta familiares. Empezó como un castigo dirigido a una sola familia que regresó de la guerra, pero a medida que pasaban los años, se extendió a las cuatro grandes castas, que se enemistaron de por vida.

—Las castas son las cuatro líneas sucesorias de los vástagos —aclaró Casandra cuando percibió que Helena fruncía el ceño—. En la antigua Grecia formaban parte de la realeza.

—Las furias son nuestra maldición, nuestro castigo —dijo Cástor.

—Obligaban a miembros de castas opuestas a matarse entre ellos para pagar una deuda de sangre que debemos a nuestros ancestros. Es un pez que se muerde la cola. Sangre por sangre por más sangre —susurró Casandra.

El resplandor vacío de la mirada de la chica estremeció a Helena. —Esta parte sí la conozco. Orestes tuvo que matar a su madre porque ella había matado a su padre porque este había matado a su hija —relató Helena—. Pero cuando leí esas obras teatrales, todas tenían un final feliz. Apolo negoció con las furias para que perdonaran a Orestes.

—Esa parte era pura ficción —confesó Cástor meneando la cabeza—. Las furias nunca perdonan, y jamás olvidan.

—Entonces ¿nuestras familias llevan asesinándose entre ellas desde al guerra de Troya? —resumió Helena—. No podemos quedar muchos, entonces.

—Tienes razón. La casta a la que nuestra familia pertenece se denomina la casta de Tebas. Hasta el momento creíamos que era la única que había sobrevivido…, hasta que las furias nos condujeron hacia ti, por supuesto —respondió Castor.

—¿Y a qué casta pertenezco yo?

—No podremos averiguarlo hasta saber quién era tu madre —aclaró Casandra.

—Se llamaba Beth Smith —informó enseguida Helena con la esperanza de que Lucas estuviera equivocado y de que Cástor la reconociera. Pero el hombre negó con la cabeza.

—Es evidente que se inventó un nombre para protegeros a ti y a tu padre. Sin duda, te pareces muchísimo a alguien que conocí hace mucho tiempo, pero los vástagos no heredan los rasgos físicos del mismo modo que los mortales —dijo Cástor con voz entrecortada mientras se retorcía en el sofá—. Por ejemplo, Lucas no se parece a mí en absoluto. De hecho, no guarda ningún parecido con el típico hijo de Apolo. Nosotros, los vástagos, somos medio humanos, medio arquetipos, y a veces nuestra apariencia se asemeja más a los personajes históricos cuyos pasos estamos destinados a seguir que a nuestros propios padres.

—Entonces, ¿a quién me parezco yo? —quiso saber Helena —No queremos adelantar acontecimientos. ¿Tienes alguna fotografía de tu madre o algún vídeo en el que salga? Quizás así podamos confirmar quién era —dijo Cástor con impaciencia, como si estuvieran a punto de descubrir un misterio que desde hacía tiempo intentaban esclarecer.

—No tengo nada. Ni una sola fotografía —respondió Helena rotundamente Casandra espiró con brusquedad y asintió al ocurrírsele una idea.

—Lo más probable es que lo hiciera para protegerte. Si cortaba todo vínculo contigo y se aseguraba de que crecieras en una isla diminuta rodeada por un pequeño grupo de amigos era menos factible que una casta rival te descubriera —observó, como si fuera una detective reuniendo todas las pistas.

—Al parecer, no ha funcionado —se mofó Helena.

—Lo ha hecho durante bastante tiempo, pero las furias no iban a permitir que durara para siempre —indicó Castor.

Helena jugueteó con el colgante de su collar y, tras unos instantes, se lo enseñó a Casandra y a Castor.

—Esto es todo lo que tengo de ella. Una joya. ¿Os dice algo? —preguntó ansiosa.

Una parte de ella siempre había albergado la esperanza de que su collar fuera importante y de que, algún día inesperado, respondiera todas sus preguntas. En sus fantasías más dementes, se imaginaba que era un talismán que un día la guiaría hasta su madre. Casandra y Cástor inspeccionaron el colgante del collar con minuciosidad, pero la gargantilla no tenía nada de especial.

—Es muy bonito —declaró Casandra.

—Lo es, ¿verdad? Pero es de Tiffany's, así que lo más seguro es que haya miles repartidos por ahí. Pero es todo lo que tengo de ella —repitió Helena—. Mi padre está seguro de que estaba decidida a abandonarnos, porque cuando se dio cuenta de que se había ido, no quedaba ni rastro de ella, ni fotografías, ni ropa, ni nada. Incluso desaparecieron instantáneas que pensó que mi madre no tenía ni idea de que se habían tomado.

Helena se levantó súbitamente y empezó a merodear sin rumbo fijo. Se encaminó hacia el extremo de la biblioteca y echó un rápido vistazo a los libros que la familia Delos había coleccionado, fijándose en el mobiliario antiguo que habían heredado generación tras generación. Era un legado familiar que a ella le había sido negado. De repente, se sintió perdida por no saber dónde estaba su madre ni cuáles eran sus raíces. Pero, al mismo tiempo, ese no saber hacía que albergara cierta esperanza.

—Vuestra familia está muy unida, ya lo veo. Siempre habéis sabido dónde estabais en cada momento, pero mi madre hizo algo drástico, ¿vedad? Huyó de nosotros.

Helena no logró encontrar una manera adecuada para expresar lo que pensaba, así que decidió que lo mejor sería hacerlo a modo de pregunta. —¿Por qué estabais tan seguros de que la casta de Tebas era la única sobre la faz de la Tierra? ¿Cómo podíais saberlo de todo?

—Vigilamos muy de cerca a los nuestros, Helena —respondió Cass.

—De todas formas, ¿cómo podíais estar tan seguros?

—Es algo primitivo —interrumpió Cástor meneando la cabeza. Helena le hizo un gesto para que continuara su explicación—: Cuando un semidiós mata a otro perteneciente a una casta rival, se lleva a cabo una celebración tradicional dedicada al vencedor: el llamado «triunfo». Se considera un gran honor.

—Pero eso no significa que mi madre esté muerta. Quizás ha desaparecido y punto. ¡Ni siquiera sabéis quién es! —gritó Helena mientras unos lagrimones se deslizaban por su rostro hasta aterrizar sobre su camiseta.

—Tu propia existencia demuestra que cualquier cosa es posible —calmó Casandra, incapaz de mirar a Helena a los ojos.

—Durante la época en que naciste, las castas estaban sufriendo un período de constantes conflictos que, en teoría, desembocarían en la confrontación final. Hubo muchos muertos —constató Cástor mirándose las manos.

Helena se dio media vuelta, dando la espalda a Cástor y Casandra, y procuró relajarse y dejar de llorar, aunque tardó unos momentos en dejar de sollozar por completo. Ni siquiera sabía por qué estaba tan triste y disgustada. Siempre había creído que odiaba a su madre.

—Entendemos que, tal vez, necesites un tiempo de reflexión antes de conocer más detalles. Aún tenemos mucho de qué hablar. Sin embargo, por el momento, no estamos llegando a ningún lado y podemos reanudar esta conversación cuando estés preparada. Mientras tanto, por favor, no olvides que queremos ayudarte, de veras —finalizó Cástor desde el otro extremo de la sala.

Helena los oyó levantarse y salir del despacho, pero no logró reunir fuerzas para despedirse. Cuando al fin se halló sola, abrió los ventanales y salió al patio de la casa. Las vistas a la playa prístina y las olas azul turquesa ablandaron el caparazón que protegía sus emociones y antes de que pudiera darse cuenta, se arrastró hacia la playa.

—¿Estás bien? —le preguntó Lucas, cuando apareció detrás de ella.

Helena dijo que sí con la cabeza y no se sorprendió ni un ápice al verlo aparecer. Ambos observaban la playa, donde un gigantesco perro muy peludo saltaba entre las olas con regocijo. Después de unos instantes, Lucas la alcanzó y se colocó a su lado.

—Me siento aliviada —confesó Helena mientras se giraba hacia el chico—. Toda mi vida he creído que mi madre me despreciaba tanto que ni siquiera quería que la reconociera —reveló. Una expresión de dolor oscureció el rostro de Lucas, pero Helena continuó antes de que él pudiera interrumpirla—: No estoy diciendo que una contienda ancestral entre familias sea algo bueno, pero al menos es una razón que explica el motivo de que me abandonara. Jamás había encontrado ninguno.

—Aún podría seguir con vida, ¿lo sabes? —insistió Lucas—, a pesar de lo que piensen mi padre y Cass.

—Lo cierto es que no sé qué pensar —confesó Helena—. Kate ha sido como una madre para mí, mucho más que Beth, si es que ese es su verdadero nombre. Supongo que cuando descubra la verdad, toda la verdad, sabré qué pensar.

—No te preocupes por eso —la consoló Lucas, que sonreía al mar. De repente, una idea le cruzó por la mente y la sonrisa se desvaneció—. Al menos, por ahora.

Tomó de la mano a Helena y se la apretó con delicadeza. De inmediato, ella bajó la vista, asombrada de cómo se habían cogido de la mano sin que se diera cuenta. No tenía la menor idea de quién había iniciado esta nueva costumbre entre ellos, pero estaba casi segura de que era imposible detenerla. Era la primera vez que caminaba con un chico cogida de la mano y, teniendo en cuenta su terrible timidez, debería de ser algo que la sonrojara, pero no era así. Acariciar a Lucas le parecía lo más natural del mundo. Al pensarlo, se quedó perpleja y meneó la cabeza, como si no pudiera creerse lo que se le pasaba por la imaginación. Alzó la mirada y advirtió que Lucas también estaba contemplando sus manos unidas y, seguramente, estaría pensando lo mismo.

—¿Te apetece sentarte? —le preguntó Helena al caer en la cuenta de que la última vez que lo había visto era incapaz de caminar sin la ayuda de Jasón.

—No. Pero no me importaría picar algo —contestó echando un vistazo distraído hacia la casa.

—A mí tampoco. Dios mío, ¡soy una tragona! —exclamó Helena, asombrada de no habar saciado aún su hambre.

—Durante la sanación hemos casado muchas horas sin comer nada —explicó él mientras paseaban por la orilla.

—Si no fuera por el dolor agonizante que acarrean, creo que me encantarían las curaciones. La gente te lleva de aquí para allá y te atiborra de comida deliciosa. Es como volver a ser un niño, con la diferencia de ser lo suficientemente mayor como para apreciarlo.

—Aunque no es tan divertido cuando necesitas ir al baño.

—¡Toda la razón! Sobre todo cuando estás rodeada de desconocidos —subrayó Helena, a esperas de una risotada o un comentario ingenioso por parte de Lucas.

—No somos desconocidos —aclaró en voz baja y mirándola fijamente a los ojos.

—Bueno, ahora ya no —concedió.

Notó que se le sonrojaban las mejillas y agachó la mirada. Los ojos de Lucas eran tan sinceros y tan azules que Helena sabía que si no se obligaba a desviar la mirada desde el principió, jamás conseguiría dejar de mirarlos.

De vuelta a casa, la pareja no se soltó de la mano. Cuando se acercaron a la mansión, Helena descubrió a Casandra mirándolos con recelo desde uno de los balcones del segundo piso. No parecía muy contenta.

Cuando entraron en la cocina se toparon con Noel, quien estaba sumergida entre ollas y sartenes. Les sirvió una copa de helado con salsa de caramelo, galletas y frutos secos y les comentó que ya se habían recuperado lo suficiente como para prepararse sus propias copas heladas antes de darse media vuelta para gruñirle al asado de buey que se disponía a meter en el horno. Tras tan exquisito tentempié que tentó al resto de la familia a acercarse hasta la cocina para saciar su apetito, Noel advirtió a todo el mundo que la cena no estaría lista hasta dentro de veinte minutos, así que era mejor que aún no se sentaran.

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