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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Predestinados (7 page)

—Bueno…, está bien. ¿Todo solucionado, entonces? —preguntó el señor Hoove, algo inseguro mirando a Cástor y a Jerry.

—Por lo que se refiere a mi hijo y a mí, sí, sin duda. De hecho, estoy más preocupado por ti, jovencita —añadió dirigiéndose educadamente a Helena—. Lucas me dijo que fue, bueno, un poco brusco. ¿Te hizo daño? —inquirió. A primera vista parecía que era un tipo con unos modales más que correctos, pero Helena no se fiaba de él. Intentaba calibrar sus fuerzas.

—Estoy bien —respondió de manera cortante—. Ni un rasguño. Él abrió los ojos como platos. Helena no entendía cómo se había atrevido a provocar a alguien más corpulento y mayor que ella, a un tipo gigantesco en flor de la vida, pero simplemente no pudo evitarlo. En general, detestaba tanto las discusiones que ni siquiera soportaba ver esos programas de debate que emitía la televisión basura, donde los invitados se gritaban y se insultaban entre ellos. En cambio, ya era la segunda vez en menos de media hora que sopesaba la opción den pelearse con alguien mucho más grande y corpulento que ella. Menos mal que las ansias por asesinar a Cástor no eran tan irreprimibles como las de matar a su hijo.

Nunca se había encontrado con alguien que la enfureciera tanto como Lucas, aunque no descartaba abollarle el coche a Cástor. Ese impulso la confundió profundamente.

—Me alegro de que estés bien —comentó Cástor con una sonrisa, relajando la situación.

El hombre se volvió hacia el director y le dejó claro que ni él ni su familia creían que Helena se mereciera un castigo. Por lo que a él respectaba, ella se había sentido mal y todo el incidente debía olvidarse. Se marchó tan súbitamente como había llegado.

En cuanto los pasos de Cástor se desvanecieron, la hermana lloroso se esfumó y los susurros de disiparon. Al mismo tiempo, la ira de Helena desapareció. Se derrumbó sobre la camilla como un globo que se deshincha de repente.

—Lo mejor será que la llevas a casa ahora, Jerry —sugirió la señora Crane con un tono de voz suave y una sonrisa reconfortante—. Muchos líquidos, luz tenue y un buen baño de agua fría para bajarle la temperatura, ¿de acuerdo?

—Claro que sí, señora Crane. Muchas gracias —replicó él, convirtiéndose por un momento en el chico adolescente que había visitado hacía tantos años la enfermería de la señora Crane.

Helena se dirigió hacia el aparcamiento con la cabeza agachada, sin apartar la vista del suelo; sin embargo, notaba las miradas de otros estudiantes clavadas en su nuca. Cuando se acomodó en el asiento del acompañante del
Cerdo
, observó la puerta del despacho del director y vio a los chicos Delos, que salían junto a Cástor. La mirada de Lucas buscó rápidamente la de Helena. Su padre se acercó a él y le rodeó el cuello con el brazo, como si quisiera hablarle. Al final, Lucas desvió la mirada de la de Helena y miró a su padre antes de asentir con la cabeza y hundir los ojos en el suelo.

Empezó a llover. Primero una, después dos y después tres gotas enormes de lluvia veraniega rociaron el parabrisas del coche. Un segundo más tarde, empezó a jarrear con más fuerza. Helena cerró la puerta de golpe y miró de reojo a su padre, quién también estaba observando a la familia Delos. —¿Sobre cuál de ellos te abalanzaste? —preguntó Jerry con una sonrisa maliciosa.

—Sobre el más grande —le respondió Helena con media sonrisa.

Jerry miró a su hija, silbó y arrancó el coche.

—Tienes suerte de que no te hiciera daño —comentó, esta vez sin bromear.

Helena asintió de forma sumisa, pero estaba convencida de que era Lucas quien había tenido suerte. Se sintió sorprendida y aterrada a un tiempo; durante el resto del trayecto a casa, Helena no volvió a abrir la boca.

IV

Helena llenó la bañera de agua helada y, con las luces del baño apagadas, se dedicó a escuchar el incesante timbre de su teléfono móvil. No sabía qué decir y cada vez que se acordaba de cómo había atacado a Lucas Delos delante de toda la escuela, gruñía en voz alta, completamente avergonzada. Tendría que abandonar el país, o al menos la isla de Nantucket, porque no había modo alguno de olvidar que había intentado estrangular al chico más apuesto del lugar.

Volvió a dejar escapar un quejido de humillación y se salpicó el rostro, que aún mostraba cierto rubor a pesar de estar sumergida en agua gélida. Ahora que al fin la rabia no le corría por las venas, podía concentrarse y pensar en Lucas de forma objetiva y lúcida; Claire no había exagerado ni un ápice al decir que era el chico más atractivo que jamás había visto. Completamente de acuerdo. Había intentado matarle, pero no estaba ciega. Ese chico era distinto.

Helena llegó a la conclusión que ni su altura ni su bronceado, ni tan siquiera sus músculos, hacía de él un chico tan cautivador. Era su forma de moverse. Solo se había cruzado con él un par de veces, pero estaba segura de que a él le importaba menos su aspecto físico que a todos los que le rodeaban. Su mirada, la más hermosa que había visto nunca, parecía mirar hacia otro lado, y no hacia sí mismo.

Sumergió la cabeza bajo el agua y gritó a pleno pulmón para desfogonarse sin alarmar a su padre. Cuando subió a la superficie, a pesar de sentirse algo mejor, seguía decepcionada. Le daba la impresión de que, de algún modo no era capaz de explicar, ya conocía a Lucas, y eso tenía sus efectos secundarios; estaba empezando a idealizarle, a creerle más perfecto de lo que humanamente era posible, lo cual le resultaba bastante incómodo, teniendo en cuenta que aún deseaba arrebatarle la vida.

Quitó el tapón de goma con los dedos del pie y contempló en silencio cómo el agua se arrastraba lentamente hasta que el desagüe se tragó la última gota. Helena permaneció desnuda en la bañera vacía, con la mirada fija en sus pies blanquecinos y arrugados hasta notar un cosquilleo doloroso en el trasero. Sabía que, de un momento u otro, tendría que salir de la oscuridad del cuarto de baño y tratar de actuar con normalidad.

Se vistió con ropa de andar por casa y, mientras bajaba las escaleras, se encontró a su padre entrando por la puerta a toda prisa. Había ido a comprar helados para cenar, pero no unos helados cualesquiera, sino los que vendían en una deliciosa heladería italiana a la que Helena le había prohibido acercarse desde que el médico le aconsejó vigilar su dieta.

—Son para bajarte la temperatura —le respondió con inocencia mientras se sacudía las gota de lluvia del pelo.

—¿Ese es tu pretexto? —le preguntó con las manos apoyadas en las caderas.

—Sí, y pienso ceñirme a él.

Helena decidió dejar pasar el tema. Ya habría más tiempo para preocuparse de su colesterol por la mañana. Después de varios días comiendo tan poco, probablemente ingerir un delicioso
gelato
no era la idea más acertada, pero lo cierto es que lo digirió con facilidad. Ambos se acomodaron en el suelo del salón, con el partido de sus queridos Boston Red Sox iluminando en televisor, turnándose el tarro de helado y la cuchara mientras despotricaban de los Yankees. Ninguno de los dos respondía las llamadas de teléfono, que seguían sonando de vez en cuando, y Jerry tampoco presionó a su hija para que le explicara lo sucedido. La madre de Claire jamás hubiera permitido que su hija saliera indemne de algo así. En ciertas ocasiones, haber sido criada por un padre soltero tenía sus ventajas.

Helena tuvo que cambiar las sábanas antes de acostarse. Las manchas de la noche anterior no habían desaparecido, tal y como ella había esperado, pero tenía cosas más importantes de que preocuparse que su sonambulismo. Para empezar, de repente oyó algo o alguien que se movía por el mirador. Los sonidos eran distintos de los de la noche anterior; sin duda, se trataban de pasos que caminaban por el balcón, justo encima de su habitación, y no sonidos amorfos que provenían de todos lados. Pero tomó la decisión de no subir a comprobar qué estaba sucediendo. Ya había visto bastantes fantasmas por aquel día.

Al día siguiente, Helena fue a la consulta del doctor Cunningham. Después de inspeccionarle la vista con un lápiz óptico de luz intermitente y examinar el pecho con suaves golpecitos, dijo que no parecía sufrir ninguna lesión permanente. Después riñó a Helena por haber sido tan irresponsable de no ponerse un sombrero con el sol que caía. Resultaba inexplicable pero, tras una visita al médico, su pérdida de control junto con su comportamiento violento y agresivo habían quedado reducidos a la imperdonable negligencia de no cubrirse la cabeza. Al menos la revisión médica le permitió no asistir al instituto en todo el día.

Cuándo llegó a casa, encendió el ordenador y perdió varias horas buscando información en Internet sobre las tres mujeres que la asediaban. Se sentía frustrada porque cada búsqueda le ofrecía un millón de posibilidades diferentes y no podía acotarla más, pues ni siquiera era capaz de qué había visto. ¿Eran fantasmas? ¿Demonios? ¿O sencillamente manifestaciones de su propia locura? Era más que probable que todo aquello no fuera más que una alucinación, un mero producto de su mente imaginativa, y, de hecho, empezada a pensar que realmente había sufrido una insolación. Pero no era así.

Por la tarde, Claire vino a darle malas noticias.

—En estos momentos, todo el instituto está convencido de que estás de camino a un manicomio —informó en cuanto se sentaron en el sofá del salón—. Deberías haber asistido hoy a clase.

—¿Por qué? —preguntó Helena con una mueca—. Da lo mismo cuándo vuelva, nadie olvidará lo de ayer.

—Tienes razón. Fue muy fuerte —reconoció Claire. Hizo una pausa antes de volver a intervenir, un tanto apurada—. Ayer me acojonaste, lo sabes, ¿verdad?

—Lo siento —se disculpó Helena con una leve sonrisa—. Y él, ¿ha ido al instituto hoy? —Por alguna razón necesitaba saberlo, pero no era capaz de pronunciar su nombre en voz alta.

—Sí, y me ha preguntado por ti. Bueno, en realidad no ha hablado conmigo directamente, pero Jasón sí. Y por cierto, tengo que decir que es un imbécil. —Y entonces Claire empezó a parlotear cada vez más enfadada—: ¡Fíjate! Se me acercó a la hora de comer, ¿vale? Y empieza a interrogarme con preguntas sobre ti, que si desde cuando nos conocemos, que si de dónde eres, que si conocí a tu madre antes de que te abandonara…

—¿Te preguntó sobre mi madre? Eso sí que es raro —interrumpió Helena.

—Así que yo he empezado a contestarle con mi estilo habitual de conversación inteligente —aclaró Claire con tono demasiado inocente.—Traducción: le has insultado.

—Llámalo como quieras. Y entonces el subnormal tiene los huevos de decirme que soy muy «infantil», ¿puedes creerlo?

—Figúrate. Llamarte a ti «infantil» —contestó Helena con aire gracioso—. ¿Y qué le respondiste?

—Pues la verdad. Que tú y yo somos amigas desde que nacimos y que ninguna de nosotras recuerda a tu madre y que además ella no dejó ninguna fotografía ni nada parecido, pero que tu padre siempre anda recalcando su increíble belleza, su gran inteligencia, su talento y bla, bla, bla. No hace falta ser un lumbreras para saber que tu madre debía ser preciosa. A ver, echa un vistazo a tu padre y después mírate a ti —dijo Claire con los ojos brillantes.

Helena, al escuchar el cumplido, hizo una mueca de dolor.

—¿Y ya está? ¿Lucas no ha dicho nada sobre el tema?

Helena cerró los puños. Le costaba una barbaridad pronunciar su nombre sin sentir la tentación de atestar un puñetazo a alguien en la cabeza. Era más que evidente que, o todavía estaba sufriendo los síntomas de la insolación o, simplemente, estaba volviéndose majara.

—Ni una palabra. Pero me ha llegado el rumor de que Zach estaba poniéndote verde y Lucas le mandó a cerrar el pico.

—¿De veras? —se sorprendió Helena, más animada—. ¿Y qué le dijo?

—Dijo que no permitiría a nadie que hablara mal de ti, eso es todo. Pero ya conoces a Lindsey y a Zach; continuaron cuchicheando sobre ti a sus espaldas mientras él juraba y perjuraba que padecías una fiebre muy alta cuando él… te hizo eso. Por cierto, ¿cómo lo llamarías tú? ¿Un abrazo de oso por la espalda?

Helena gruñó y se tapó el rostro con las manos.

—Ya ha pasado —le consoló Claire acariciándole la espalda—. Lucas no va a ir por ahí diciendo a todo el mundo que estás como una cabra, así que al menos has tenido la suerte de enfrentarte a un chico la mar de dulce.

Helena volvió a gruñir, esta vez con más intensidad, mientras se acurrucaba en el sofá y Claire se reía de ella.

Esa noche, tuvo otra pesadilla en la que volvía a aparecer el mismo paisaje árido. Cuando se despertó, sentía tal agotamiento que, por un momento, creyó que había estado caminando durante días, tal y como había soñado. Siempre se le había dado bien ignorar las cosas extrañas que solían ocurrirle e intentó convencerse a sí misma de que esta no era una excepción. Pero las manos empezaron a temblarle al comprobar que las sábanas estaban otra vez mugrientas, así que las recogió para llevarlas a lavar.

Se limpió el barro de las piernas en la ducha y procuró concentrar su atención en el instituto, aunque eso tampoco iba a ser un gran consuelo. En cuanto apareciera por la puerta se daría inicio la caza del pazguato, y ella tenía todos los números para ser la víctima.

Seguía lloviendo de forma torrencial, así que Helena fue al instituto con Claire y su madre. Tenía miedo de sentir retortijones incluso antes de apearse del coche y se apretó el vientre con ambas manos. Jamás había logrado entender por qué sentía esos pinchazos en el estómago; lo único que sabía era que, a veces, cuando hacía algo que provocaba el desconcierto y asombro de los demás, notaba unos espasmos en el vientre tan atroces e intensos que se veía obligada a parar lo que estaba haciendo.

—Relájate —le recomendó Claire mientras abrían la puerta principal—. Todo lo que tienes que hacer es superar el día de hoy, Después tendrás todo el fin de semana para… —Su amiga se quedó sin habla durante unos segundos, meditando. Finalmente, añadió—: Ni de Broma. Lo siento, Len, he querido ser optimista, pero el lunes no habrá cambiado nada.

Claire soltó unas ruidosas carcajadas que animaron un poco a Helena, hasta que entraron al instituto.

Fue mucho peor de lo que imaginaba. Unas chicas de un curso debajo del suyo se quedaron literalmente boquiabiertas nada más ver entrar a Helena y se arremolinaron en un corrillo para chismosear. Otro chico con chaqueta negra de cuero lanzó una mirada lasciva a Helena y le susurró «Heladito» al pasar junto a ella. Al girarse, asombrada y confundida, él articuló la palabra «llámame» sin pronunciarla y continuó su camino.

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