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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Predestinados (6 page)

—No me voy a desmayar —espetó Helena con brusquedad, aunque hasta entonces no se había percatado de lo raro de su comportamiento.

Sonrió con timidez a sus amigos para compensar el resquemor y la rabia que había desprendido sus palabras. Matt le rodeó la cintura con el brazo, pero ella le apartó suavemente para hacerle saber que no era necesario. El muchacho la observó dudando.

—Estás muy pálida y tienes unas ojeras espantosas —confesó Matt.

—Me he acalorado un poco viniendo en bicicleta.

—No me digas que estás bien —advirtió Claire.

Su amiga tenía los ojos llorosos y parecía frustrada; Matt no tenía mucho mejor aspecto. Helena no podía ignorar lo que acababa de ocurrir y, aunque realmente hubiera perdido la chaveta, sus amigos no tenían que pagar el pato.

—No, tienes razón. Creo que me ha dado una insolación.

Matt asintió con la cabeza, aceptando así su excusa como la única lógica.

—Claire, acompáñala al baño. Le explicaré a Hergie lo ocurrido para que no os ponga retraso. Y deberías comer algo. Ayer no probaste bocado en el almuerzo —le recordó.

Le chocó que su amigo se acordara de ese incidente, pero lo cierto es que Matt era especialista en no olvidar ningún detalle. Quería ser abogado y ella tenía claro que algún día sería uno de los mejores.

Claire empapó a Helena en el baño, vertiéndole agua fría sobre la espalda cuando, en principio, solo debía mojarle ligeramente el cuello. Acabaron enzarzadas en una gigantesca guerra de agua que, al parecer, tranquilizó a Claire, ya que era la primera respuesta normal que obtenía de su íntima amiga en los últimos días. La propia Helena sintió que al fin había cruzado un muro agotador y ahora todo se había vuelto divertido.

Hergie les concedió un permiso y se tomaron su tiempo para asistir a la primera clase. Tener un permiso del señor Hergeshimer era como conseguir uno de los billetes dorados de Willy Wonka: podías ir a cualquier parte y hacer cualquier cosa durante todo el día sin que ningún profesor te dijera nada.

En la cafetería, compraron naranjas para subir los niveles de azúcar de Helena y compartieron una magdalena con virutas de chocolate. Logró darle un bocado y milagrosamente empezó a sentirse mejor. Después, se dirigieron hacia el auditorio y encendieron el gigantesco ventilador para refrescarse, turnándose para cantar frente al aire arremolinado como estrellas del pop mientras vociferaban y se desgañitaban y se reían descaradamente la una de la otra.

Helena se sentía tan aturdida por haber hecho novillos gracias a la justificación de Hergie y por ingerir azúcar a palo seco teniendo el estómago vacío que ni siquiera era capaz de recordar a qué clase se suponía que debía dirigirse. Las dos amigas estaban por casualidad andando por el pasillo equivocado en el momento equivocado cuando el timbre que marcaba el final de la primera clase sonó. Se miraron y se encogieron de hombros, como queriendo decir: «Bueno, ¿qué se le va a hacer?». Y estallaron a reír. En ese preciso instante, Helena vio a Lucas por primera vez.

Por fin el cielo se desprendió de todo el aire que había estado custodiando durante dos días. Unas ráfagas de viento caliente y viciado se colaron por cada ventana abierta hacia el sofocante interior del instituto. El viento hizo volar hojas sueltas de papel, alzó los dobladillos de las faldas, alborotó las cabelleras de las chicas y atrapó todos los chismes y abalorios que encontró en el camino y los elevó hasta el techo, como los sombreros el día de la graduación. Por un momento, Helena creyó que todo se había elevado, que se había quedado atrapado en el arco de la bóveda, con la misma ingravidez que el espacio.

Lucas estaba delante de su taquilla, a unos seis metros de distancia, con la mirada clavada en Helena mientras el resto del mundo aguardaba el momento en que la gravidez volviera a su lugar. Era alto, sobrepasaba el metro ochenta, y de complexión fuerte, aunque sus músculos eran alargados y delgados en vez de voluminosos. Tenía el cabello corto y un bronceado típico de finales de verano que hacía resaltar su bonita sonrisa blanca y sus ojos azul piscina.

Mirarse a los ojos fue un despertar. Por primera vez en su vida, Helena sintió en sus propias carnes un odio puro, envenenado.

No se dio cuenta de que estaba corriendo hacia aquel chico, pero sin duda sí percibió los sollozos y murmullos de las tres hermanas que poco a poco se transformaron en llantos y lamentos; podía distinguirlas detrás del joven moreno, que «sabía» que era Lucas, y de otro chico más bajito pero también de aspecto bronceado que estaba junto a él. Las hermanas se tiraban del pelo hasta arrancarse mechones dejando un charco de sangre. Señalaban a los dos chicos de modo acusador mientras chillaban una serie de nombres, nombres de personas muertas. De repente, Helena entendió lo que tenía que hacer.

En la fracción de segundo que tardó en alcanzarlos, advirtió que el otro chico se abalanzaba sobre ella, pero Lucas detuvo la embestida; estiró un brazo y el desconocido salió volando hasta chocar con las taquillas que había detrás de ellos. En ese instante, el cuerpo de Helena se paralizó y se quedó en tensión.

—¡Casandra! ¡Quédate donde estás! —ordenó Lucas por encima del hombro de Helena. Su rostro estaba a tan solo unos milímetros del de Helena. Después, concluyó—: Es muy fuerte.

Helena sentía un terrible ardor en los brazos y notaba que los huesecillos de las muñecas le rechinaban. Entonces se dio cuenta de que Lucas estaba sujetándola por las muñecas para mantenerla alejada de su cuello. Estaban atrapados en un punto muerto, pero si ella alargaba unos pocos milímetros sus dedos podrían alcanzar la garganta de él.

«¿Y ahora qué?», le preguntó una vocecilla en su cabeza. «¡Ahógale hasta que deje de respirar!», respondió otra voz.

Los asombrosos ojos de color índigo de Lucas no daban crédito a lo que estaban presenciando: Helena estaba ganando. La joven rozó la piel que le cubría la arteria principal con una uña y la rasgó. Entonces, antes de poder procesar lo que estaba sucediendo, Lucas la giró y la sujetó contra su pecho, agarrándole los brazos para inmovilizarlos y colocándose entre sus piernas. La postura que habían adoptado desequilibraba a Helena, que no lograba pisar el suelo. No podía moverse.

—¿Quién eres? ¿A qué casta perteneces? —le susurró al oído mientras le atestaba una fuerte sacudida. Pero Helena estaba fuera de sí y no podía entender ni una sola palabra.

Sin poder maniobrar e indefensa por completo, comenzó a chillar furiosa y exasperada. De repente, se calló. Ahora que no lograba atisbar la mirada azul de Lucas empezó a percatarse de que la mitad del profesorado del instituto estaba intentando separarlos. Todo el mundo los estaba observando.

Helena se retorcía agónicamente mientras unos fuertes retortijones le agarrotaban el abdomen. De inmediato, Lucas la soltó, como si se hubiera transformado en una cerilla en llamas. El cuerpo de la joven se convulsionaba de forma espasmódica. Helena se desplomó sobre el suelo. —¡Señorita Hamilton! Señorita… Helena. Helena, míreme —dijo el señor Hergeshimer.

Estaba arrodillado en el suelo junto a ella mientras la chica jadeaba e intentaba relajar los músculos. Alzó la vista y observó el rostro sudoroso de su tutor. Estaba completamente despeinado y, al parecer, las gafas habían salido disparadas durante la pelea. Durante un instante se preguntó si habría golpeado a su profesor de literatura. No pudo evitar echarse a llorar.

—¿Qué me sucede? —gimoteó en voz baja.

—Ya ha pasado todo. Cálmese —comentó el señor Hergeshimer con tono más severo—. Todos los demás, vayan a sus clases. ¡Inmediatamente! —gritó a la muchedumbre de alumnos con la boca abierta que se había arremolinado alrededor.

Todos se dispersaron cuando el señor Hergeshimer se levantó y se hizo cargo de la situación.

—Ustedes dos —llamó señalando a Lucas y Jasón—, acompáñenme al despacho del director. ¡Señor Millis! ¡Señorita Aoiki! Lleven a la señorita Hamilton a la consulta de la enfermera y después diríjanse directamente a sus clases. ¿Entendido?

Acto seguido, Matt dio un paso hacia adelante y deslizó el hombro por debajo del brazo de Helena, ayudándola así a levantarse. Claire la cogió de la mano y la acarició de modo tranquilizador. Helena levantó la mirada y vio que Lucas se giraba para echarle un rápido vistazo por encima del hombro mientras avanzaba con pesadumbre y lentitud junto al señor Hergeshimer. Otra oleada de aversión se apoderó de ella y los ojos se le humedecieron con lágrimas de odio. Matt la guió hasta la enfermería, acariciándole el pelo mientras ella no dejaba de llorar. Claire, temblando y en silencio, no se separó del lado de su amiga.

—¿Qué te ha hecho, Lennie? —preguntó Matt con vehemencia.

—¡No lo había visto
n-n-nunca
en mi
v-v-vida
! —farfulló Helena entre lágrimas.

—¡Buena idea, Matt! ¡Hazle preguntas! ¿Puedes estarte calladito? —le contestó Claire con rudeza e intentando no perder los nervios.

No volvieron a hablar durante el resto del camino. Cuando al fin llegaron a la enfermería, le explicaron a la señora Crane lo que había ocurrido, sin olvidar el hecho de que Helena había sufrido una insolación por la mañana. La enfermera la obligó a tumbarse en la camilla y le cubrió la frente con una toalla húmeda. Después, se fue al despacho para llamar por teléfono a Jerry.

—Tu padre está de camino, tesoro. No, no, mantén los ojos cerrados. La oscuridad te ayudará a sentirte mejor —aconsejó la señora Crane al pasar junto a la camilla de su paciente.

La enfermera se apresuró hacia el pasillo para cruzar un par de palabras con alguien durante unos instantes. Después regresó a la enfermería y se sentó tras el escritorio.

Helena permaneció tumbada bajo el frescor de la toalla, agradecida de estar sola. No era capaz de pensar con coherencia, por no hablar de intentar justificar lo sucedido. Lo que más le asustaba era que, por alguna razón, estaba convencida de que su intención era buena, o al menos eso era lo que se esperaba de ella. En el fondo, sabía que debería haber matado a ese chico si hubiera podido y, a decir verdad, no se sentía culpable por pensarlo. Hasta que vio a su padre.

Tenía un aspecto deplorable. La señora Crane le relató lo ocurrido. Le explicó que Helena había sufrido un grave episodio de insolación y que, probablemente, esa fuera la causa de su extraño comportamiento. Él escuchó con paciencia y después le pidió a la señora Crane que le dejara un momento a solas con su hija. La enfermera accedió a su petición.

Al principio, Jerry no dijo nada; únicamente caminaba de un lado al otro de la enfermería. Helena se incorporó y se quedó sentada sobre la camilla, jugueteando con el collar. Al fin, él decidió sentarse a su lado.

—Ahora mismo serías incapaz de mentirme, ¿verdad? —le preguntó en voz baja. Helena negó con la cabeza—. ¿Estás enferma?

—No lo sé, papá. No me encuentro bien, pero no sé exactamente qué me pasa —le contestó de todo corazón.

—Tenemos que ir al médico, ya lo sabes.

—Me lo imaginaba —susurró asintiendo con la cabeza.

Padre e hija se sonrieron y, de repente, ambos se giraron hacia el estruendo de unos pasos apresurados que se dirigían a la enfermería.

Jerry se levantó y se encaminó hacia la puerta, colocándose así enfrente de Helena. Un tipo que rondaba los cuarenta, alto e indescriptiblemente atlético, entró de repente en la habitación. La chica bajó de un brinco de la camilla y, siguiendo su instinto, escrudiñó la enfermería en busca de otra salida. Pero no la había. Tenía la sensación de que iba a morir. En la esquina de la diminuta sala apareció una de las hermanas compungidas. Estaba en cuclillas, con la cara cubierta por una mata de cabello grasiento, gimiendo nombres y sollozando «sangre por sangre» mientras se golpeaba la frente contra la pared.

Helena se tapó los oídos con las manos. Apartó la vista de aquella horrorosa imagen y reunió el valor suficiente para mirar a los ojos al descomunal hombre que acababa de entrar en la enfermería. Una chispa de reconocimientos los iluminó a ambos. Jamás lo había visto, pero de algún modo sabía que debía temerle. Al principio, su rostro anguloso denotaba determinación, pero enseguida se transformó en desconcierto y, más tarde, en confusión. Su mirada apuntaba directamente a Jerry, pero, de pronto, una expresión casi cómica causada por incredulidad desbarató lo que podría haber sido una pelea terrible.

—¿Usted es…? ¿Usted es el padre de la jovencita que ha atacado a mi hijo? —preguntó con voz titubeante.

Jerry dijo que sí con la cabeza.

—Mi hija, Helena —la presentó señalándola—. Y yo soy Jerry Hamilton.

—Cástor Delos —respondió el gigantesco hombre—. Mi esposa, Noel, no ha podido venir. ¿Y la madre de Helena?

Jerry sacudió la cabeza a modo de negativa.

—Lenny y yo vivimos solos —soltó.

Cástor se fijó en Helena y en su padre y después frunció la boca, como si hubiera entendido algo.

—Perdóname. No era mi intención preguntar por asuntos tan personales. ¿Es posible que tengamos una conversación a solas?

—¡No! —gritó Helena. Se lanzó violentamente hacia su padre y lo agarró por el brazo para alejarle de aquel hombre.

—Pero ¿qué pasa contigo? —chilló Jerry. Intentó apartar a Helena, pero no lo consiguió.

—¡Por favor, no vallas con él a ningún sitio! —rogó Helena con los ojos llorosos. Jerry dejó escapar un soplido, rodeó con los brazos a su hija y la sostuvo en un intento de tranquilizarla.

—No se encuentra muy bien —se excusó ante Cástor, quien contemplaba la historia con cierta compasión.

—Yo también tengo una hija —respondió con amabilidad, como si eso lo explicara todo.

La señora Crane y el director, el señor Hoove, entraron a toda prisa a la enfermería, como si hubieran estado persiguiendo a Cástor.

—Señor Delos —empezó el director con tono irritado, pero el hombre le interrumpió.

—Espero que tu hija se mejore pronto, Jerry. Yo también sufrí una insolación y me dijeron que hice un montón de cosas extrañas. Puede hacerte alucinar, imagínate —comentó dirigiéndose a nadie en particular.

Helena vio que le echaba un último vistazo y que se fijaba en la esquina donde la hermana suplicante todavía seguía balanceándose adelante y atrás. Se preguntó si él también la veía, y si ese era el caso, ¿cómo diablos dos personas podían tener la misma alucinación?

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