Aunque los pasajeros no tenían un solo rasguño, el monstruo playero había bloqueado el tráfico por completo. Aún enojada, Helena sabía perfectamente que no podría inmiscuirse entre los turistas sin perder los nervios, así que decidió tomar el camino más largo para llegar a casa. Dio media vuelta y se dirigió hacia el centro del pueblo, pasando por la sala de cine, el transbordador y la biblioteca que, con su arquitectura al más puro estilo de templo griego, desentonaba sobremanera en aquel pueblecito, cuyo carácter arquitectónico pretendía ser una oda a la vieja arquitectura puritana.
Y quizá por esa razón a Helena le encantaba. El ateneo parecía un faro de luz cegadora justo en la mitad de una monotonía de colores verdosos, y lo cierto es que Helena se identificaba con ambas cosas. La mitad de la edificación se asemejaba al estilo de Nantucket de los pies a la cabeza, pero la otra mitad consistía en columnas de mármol y una gran escalinata, algo que encajaba poco con el lugar donde las habían puesto.
Al pasar junto al ateneo en bicicleta, Helena alzó la vista y sonrió. Le consolaba saber que había algo que resaltaba más que ella.
Cuando llegó a casa, intentó serenarse y decidió darse una ducha de agua helada antes de telefonear a su mejor amiga para pedirle perdón por lo ocurrido. Claire no contestó a sus llamadas.
Le dejó un mensaje en el contestador culpando a las hormonas, al calor, al estrés y a todo aquello que se le ocurrió en esos momentos, aunque, en el fondo, sabía que nada de aquello era la verdadera razón por la que se había comportado como una auténtica chiflada. Había estado muy quisquillosa todo el día.
El aire en el exterior se notaba pesado e inmóvil. Helena abrió todas las ventanas de su casa de dos plantas decorada al austero estilo Shaker, pero no corría ni una brizna de brisa.
¿Qué le estaba ocurriendo al tiempo? Que no soplara el viento en Nantucket era algo fuera de lo común, tan cerca del océano.
Se vistió con una camiseta de tirantes fina y un par de pantalones muy cortos. Puesto que era demasiado modesta para ir a cualquier sitio tan ligerita de ropa, decidió preparar la cena.
Aunque esta semana le tocaba a su padre pringar en la cocina y, técnicamente, era el responsable de hacer la compra durante unos días más, Helena creyó que necesitaba tener las manos ocupadas o empezaría a subirse por las paredes.
En general, la pasta era su capricho culinario más preciado y la lasaña era la reina de todas las pastas. Si hacía ella misma los tallarines estaría ocupada durante horas, precisamente lo que quería, así que sacó harina y huevos y se puso manos a la obra.
Cuando Jerry llegó a casa lo primero que percibió fue el delicioso aroma de la cena; después, se percató de que hacía un tremendo bochorno en el interior, lo cual era muy poco habitual.
Encontró a Helena sentada en la mesa de la cocina, con restos de harina en el rostro sudoroso y en los brazos, jugueteando con el colgante en forma de corazón del collar que su madre le había regalado cuando no era más que un bebé. Jerry miró a su alrededor tensando los hombros y abriendo los ojos de par en par.
—He hecho la cena —informó Helena con voz apagada.
—¿He hecho algo mal? —preguntó su padre con cautela.
—Por supuesto que no. ¿No ves que te he preparado la cena? ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque normalmente cuando una mujer se pasa horas cocinando una cena muy elaborada y se sienta a la mesa con una mirada de fastidio significa que algún chico ha hecho algo muy estúpido —explicó aún un poco asustado—. Ha habido otras mujeres en mi vida, ya lo sabes. —¿Tienes hambre o no? —preguntó Helena, que sonrió, en un intento de deshacerse de su mal humor.
El hambre ganó esa batalla. Jerry cerró el pico y fue a lavarse las manos. Ella no había comido nada desde el desayuno, así que debería de estar muriéndose de hambre. Cuando probó el primer bocado se dio cuenta de que no sería capaz de comer más. Se esforzaba para escuchar a su padre mientras empujaba su comida favorita a los bordes del plato y Jerry se servía varias veces. Su padre se interesaba por el primer día de clase al mismo tiempo que, con todo el disimulo posible, intentaba ponerse más sal en la comida. Helena se lo impedía, como siempre hacía, pero no tenía energía suficiente para responder a todas sus preguntas con más de un monosílabo.
A eso de las nueve decidió acostarse, mientras su padre veía un partido de los Boston Red Sox en la televisión, pero no consiguió conciliar el sueño. A medianoche, justo cuando el partido acabó y su padre subió las escaleras, ella aún seguía despierta en la cama. Estaba agotada, pero cada vez que empezaba a adormilarse oía unos susurros.
Al principio pensó que eran reales y que alguien le estaba gastando una broma pesada, así que se encaramó al alféizar de la ventana y trepó hasta el techo para observar entre la oscuridad.
Todo estaba en calma, ni siquiera una brisa que agitara los rosales que rodeaban la casa. Se quedó allí sentada durante un rato, contemplando la marea negra que parecía el océano tras las luces del vecindario.
Hacía tiempo que no subía allí. Le embargó una sensación de romanticismo al pensar que las mujeres de épocas pasadas languidecían en estos miradores mientras escudriñaban los mástiles en busca del barco de su marido. Cuando era niña, solía inventarse que su madre estaría en una de esas embarcaciones, volviendo a casa después de que unos piratas, o el capitán Ahab o alguien igual de peligroso y legendario, la hubieran mantenido prisionera. Se había pasado horas y horas en esa terraza, explorando el horizonte en busca de un barco que jamás navegaría hacia el muelle de Nantucket.
Helena se removió incómodamente en el suelo de madera y entonces recordó que aún tenía su pequeño alijo allí arriba. Durante años, su padre se empeñó en convencerla de que un día u otro se caería de allí y se partiría el cuello, así que le prohibió subir al mirador sola. Por muchas veces que la castigara, siempre se escapaba a hurtadillas hasta allí arriba para comer barritas de muesli mientras soñaba despierta. Tras unos meses de continuos castigos por la atípica desobediencia de su hija, Jerry finalmente se rindió y le dio permiso para que trepara hasta allí siempre y cuando no se apoyara en la barandilla. Al final, incluso le construyó un baúl impermeable para que pudiera guardar cosas.
Abrió el baúl y extrajo un saco de dormir que solía esconder en su interior y lo extendió sobre las tablas de madera del mirador. Helena distinguió unos barcos navegando a lo lejos, a los que, técnicamente, no debería ser capaz de oír ni ver a tal distancia, pero que sin duda veía y oía. Cerró los ojos y se entregó al placer de escuchar el zarandeo de las velas y el crujir de las tablas de madera de teca de una diminuta embarcación que seguía el ritmo apacible del oleaje nocturno. Completamente sola y sin que nadie pudiera verla, Helena se dejó llevar por unos momentos. Cuando empezó a cabecear, decidió bajar a su habitación a intentar, por fin, sumirse en un profundo sueño.
Estaba caminando sobre un terreno rocoso y accidentado. El sol que bañaba aquel paisaje era tan abrasador que el aire seco avanzaba serpenteando y se movía en rachas, como si partes del cielo estuvieran fundiéndose. Las piedras y rocas eran de un color amarillo pálido además de muy afiladas; por todas partes se podían distinguir diminutos arbustos que no crecían ni un palmo del suelo y estaban recubiertos de espinas.
Un único árbol con el tronco retorcido se asomaba por una cuesta.
Helena estaba sola. Un segundo más tarde estaba acompañada. Bajo las raquíticas ramas aparecieron tres siluetas. Eran tan esbeltas y diminutas que, en un principio, las confundió con tres niñas pequeñas. Pero entonces observó que sus antebrazos, demacrados y arrugados, colgaban de unos huesos como cuerdas; en ese momento Helena se dio cuenta de que eran tres mujeres muy ancianas. Las tres tenían la cabeza inclinada, y su cabello, negro azabache y muy largo, les cubría el rostro por completo. Lucían vestidos blancos desgarrados y estaban cubiertas por una capa de polvo blanquecino de la cabeza a los pies. De rodillas hacia abajo su piel estaba manchada de barro y mugre, y tenían los pies embadurnados de sangre seca por andar descalzas en este páramo inhóspito y baldío.
A Helena la invadió un miedo transparente y brillante.
Retrocedió, alejándose de ellas de forma compulsiva, cortándose las plantas de los pies y arañándose las piernas con las espinas de los arbustos. Las tres abominaciones dieron un paso hacia delante y empezaron a zarandear los hombros mientras sollozaban en silencio. Gotas de sangre se derramaban de sus cabelleras y recorrían sus vestidos. Susurraban nombres mientras lloraban lágrimas sangrientas.
Helena se despertó con una bofetada. Sentía la mejilla adormecida además de un pitido intenso en el oído izquierdo. Tenía la cara de su padre a pocos centímetros de la suya y, sin duda, reflejaba una preocupación absoluta que enseguida comenzó a mostrar signos de culpabilidad. Jamás le había puesto la mano encima. Jerry tuvo que tomar aliento varias veces antes de hablar.
El reloj junto a la cama marcaba las 3:16 de la madrugada.
—Estabas gritando. Tuve que despertarte —tartamudeó.
Helena tragó saliva para intentar humedecer la lengua, que súbitamente se le había hinchado, y la garganta, lo cual le produjo un dolor tremendo.
—Está bien. Solo era una pesadilla —murmuró mientras se incorporaba.
Tenía las mejillas húmedas, aunque no sabía si por el sudor o por las lágrimas. Helena se secó los pómulos y esbozó una sonrisa para tratar de tranquilizar a su padre, pero no funcionó.
—¡Qué demonios, Helena! Eso no era normal —confesó con un tono de voz agudo—. Estabas diciendo cosas, cosas realmente espantosas.
—¿Como qué? —dijo con voz ronca. Tenía mucha sed.
—La mayoría eran nombres, listas de nombres. Y luego empezaste a repetir «sangre por sangre» y «asesinatos». ¿Qué narices estabas soñando?
Helena recordó a aquellas tres mujeres, «tres hermanas», pensó, y supo que no podía decirle ni una palabra de eso a su padre. Se encogió de hombros y mintió. Se las apañó para convencer a Jerry que tener pesadillas sobre asesinatos era algo normal y le prometió que jamás volvería a ver películas de miedo sola. Al final consiguió que se fuera a la cama sin rechistar.
El vaso de agua que había dejado sobre la mesita de noche estaba vacío y tenía la boca completamente seca. Balanceó las piernas y decidió ir al baño a llenar el vaso. En cuanto rozó los pies con el suelo de madera, dejó escapar un grito ahogado.
Encendió la lámpara para echar un vistazo a sus pies, aunque ya sabía el panorama que iba a encontrarse.
Las plantas de los pies mostraban cortes profundos y estaban manchadas de barro; además, tenía las espinillas arañadas por lo que parecían espinas.
Por la mañana, cuando se despertó, se miró los pies y descubrió que no tenía ningún rasguño. Durante un instante pensó que todo aquello había sido producto de su imaginación, pero entonces se fijó en que las sábanas estaban manchadas de sangre seca y de mugre.
En un intento de poner a prueba su cordura, decidió dejar las sábanas puestas, ir a la escuela y, cuando regresara a casa, comprobar si aún seguían sucias. Si estaban limpias cuando llegara del instituto, todo habría sido una mera ilusión y solo estaría un poco chiflada. Si, en cambio, estaban embarradas e inmundas, significaría que estaba tan rematadamente loca que era capaz de caminar somnolienta por la noche y manchar las sábanas de barro y sangre sin tan siquiera recordarlo.
Helena trató de desayunar un bol de yogur con bayas, pero no pudo ni con la primera cucharada, así que ni se molestó en coger el bocadillo para el almuerzo. Si más tarde le entraba hambre, ya compraría algo más apetitoso, como sopa y galletas.
Pedaleando su bicicleta de camino al instituto, se percató de que hacía un calor y una humedad insoportables por segundo día consecutivo. La única brisa que soplaba era el viento que se desprendía de sus propias ruedas. Cuando por fin ató la bicicleta en el armazón se dio cuenta de que no solo el aire estaba inmóvil y quieto, sino que los sonidos naturales, como el piar de los pájaros o el zumbar de los insectos, se habían evaporado.
Todo estaba demasiado silencioso, como si la isla no fuera más que un barco anclado en medio del vasto océano.
Llegó más pronto que el día anterior, de forma que todos los pasillos estaban atestados de estudiantes. Claire la vio entrar. Tras verla sonreír de oreja a oreja, supo que la había perdonado. Su amiga se coló entre el tráfico de alumnos y serpenteó hasta llegar a Helena para ir juntas a clase de tutoría.
De repente, mientras las dos amigas se acercaban, Helena empezó a notar que le costaba caminar, de modo que al final se vio obligada a detenerse. Le daba la sensación que todos los alumnos del pasillo se habían esfumado por arte de magia. En el inesperado vacío del instituto, oyó que unos pies descalzos se arrastraban por el suelo acompañados por unos inconsolables sollozos de pena y dolor.
Dio media vuelta justo a tiempo para vislumbrar que una figura blanca y polvorienta, con los hombros encorvados y temblorosos, doblaba una esquina. La joven advirtió que la mujer que se lamentaba acababa de cruzarse con alguien, con una persona real que también se giró para observar a la desconocida. Helena concentró su atención en aquella jovencita de tez cetrina y con el cabello negro recogido en una trenza que se deslizaba sobre un hombro. Sus labios, de un color rojizo luminoso, dibujaron una O de sorpresa.
En ese preciso instante, el sonido volvió a encenderse, como si alguien hubiera pulsado un botón, y el pasillo volvió a abarrotarse de estudiantes con prisas. Helena permanecía inmóvil, entorpeciendo el tráfico; no podía apartar la vista de la deslumbrante trenza que se balanceaba tras la espalda de aquella chica, quien desapareció en un aula.
Sintió un escalofrío por todo el cuerpo; un escalofrío causado por una emoción que tardó unos segundos en reconocer. Era rabia.
—¡Santo Cielo, Len! ¿Vas a desmayarte? —preguntó Claire algo ansiosa.
Helena desvió la mirada hacia su mejor amiga y tomó aire temblorosamente. En ese momento se dio cuenta de que estaba cubierta de sudor frío y tiritaba. Abrió la boca, pero no logró articular palabra.
—Voy a llevarte a ver a la enfermera —anunció Claire. Agarró a Helena por la mano y empezó a tirar de ella, intentando arrastrarla—. Matt —llamó por encima del hombro de su amiga—, ¿me echas una mano con Lennie? Creo que en cualquier momento va a perder el conocimiento.