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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Predestinados (9 page)

Aparcó frente a la entrada y llamó a la policía. Dijo que habían atacado a una amiga y que estaba en el hospital. Helena titubeó. Se sentía insegura y nerviosa, sin saber cómo debía entrar en la sala de urgencias. No quería abandonar a Kate en el coche, pero tampoco podía cogerla en volandas y dejar al descubierto su estrafalaria fortaleza delante de tantísimas personas, así que finalmente decidió entrar sola.

—¿Ayuda? —farfulló con timidez a la enfermera encargada de la admisión de pacientes. Su intervención no sirvió para nada en absoluto, así que alzó el tono de voz y se dispuso a saltar—. ¡Ayuda! Mi amiga está afuera, ¡y está inconsciente!

Eso hizo que la gente empezara a correr.

Cuando al fin su padre llegó y ambos se aseguraron de que Kate saldría indemne del ataque, Helena declaró ante la policía. Les contó que una mujer, a la que no tuvo la oportunidad de ver en ningún momento, provocó el desmayo de Kate con una cosa que destellaba una luz azulosa. Cuando Helena advirtió que Kate se desplomaba repentinamente, salió corriendo por el callejón; al parecer, aquello había asustado a la desconocida, por que huyó sin más. Por supuesto, no dijo una palabra sobre el casi estrangulamiento, la lucha libre o el hecho de que Lucas Delos hubiera aparecido de la nada para darle una paliza a
superwoman.
Lo último que necesitaba era complicar esa situación y mucho menos vincularse con Lucas Delos, que, por cierto, ¿qué estaba haciendo allí?

—¿Qué les ha pasado a tus zapatos? —le preguntó el agente de policía. A Helena empezó a palpitarle el corazón. ¿Cómo había podido pasar por alto que iba descalza?

—No los llevaba —afirmó algo precipitada. Después, titubeando añadió—: Antes, mucho antes, se me rompieron…, mientras estaba arreglando el almacén, en la trastienda. Así que me descalcé. Cuando vi que Kate estaba herida los tiré y vine directamente hacia aquí.

«Es la peor mentira del mundo», pensó Helena. Sin embargo, el agente asintió con la cabeza.

—Encontramos un par de zapatillas de deporte rotas en el callejón —confirmó como si Helena le hubiera detallado justo lo que él esperaba.

Le explicó que Kate había recibido el impacto de una pistola eléctrica y que, como la agresora había descargado toda el arma con Kate, se vio obligada a huir al ver llegar a otra persona.

—Una cosa más —dijo el agente antes de dar media vuelta—. ¿Cómo has podido subirla al coche tu solita?

Tanto el agente de policía como su padre se quedaron mirándola durante un instante, con cara de asombro y perplejidad.

—¿Fuerza de voluntad? —respondió de manera poco convincente con la esperanza de que se lo creyeran.

—Ha tenido suerte de tenerte cerca. Has sido muy valiente.

El agente le regaló una sonrisa de aprobación, pero ella no podía soportar que la alabaran por engañar y mentir. Agachó la cabeza y contempló sus pies descalzos, lo cual le recordó lo tonta que había sido por descuidar ese pequeño detalle desde el principio. Tendría que aprender a ser más cuidadosa.

Cuando la policía acabó de interrogar a Kate, la joven y su padre entraron en la sala para ver qué tal estaba. A diferencia de Helena, ella sí tuvo tiempo de echar un vistazo a la desconocida antes de perder el conocimiento.

—Era mayor que yo… Rozaba los sesenta. Tenía el cabello corto con canas. Por su aspecto hubiera jurado que era totalmente inofensiva, pero por lo visto estaba equivocada —comentó algo arrepentida—. ¿Qué demonios? ¿Desde cuándo las ancianas se pasean por ahí disparando pistolas eléctricas?

Kate intentaba quitarle hierro al asunto con sus bromas, pero Helena estaba segura de que aún estaba conmocionada, pues tenía el rostro pálido y los ojos vidriosos, como si estuviera a punto de llorar.

Jerry decidió pasar la noche con Kate y acompañarla a casa cuando recibiera el alta médica. Los médicos aconsejaron que no condujera durante algunos días, así que Helena se ofreció a llevarse su coche y traérselo de vuelta el domingo. Kate le agradeció el gesto, aunque ella tenía sus propios motivos para querer el coche de su amiga. Había un detalle más del que debía ocuparse antes de llegar a casa.

Tras cruzas la isla por la carretera Milestone en dirección a la finca en donde vivía la familia Delos en Siasconset, el miedo empezó a apoderarse de ella. Cuanto más se aproximaba, más intensos eran sus temblores, pero no tenía elección. Debía cerciorarse de que Lucas no abriera la boca y desvelara información sobre el ataque; de lo contrario, estaría metida en un lío horrible. Sin embargo, tenía el presentimiento de que no se lo contaría a nadie. El clan Delos invertía muchísimos esfuerzos en aparentar normalidad, pero Helena sabía que aquella naturalidad no era real. Nadie con una fuerza humana habría sido capaz de impedir que estrangulara a Lucas si se lo hubiera propuesto. Lucas era igual que ella.

La idea le revolvió las tripas. ¿Cómo podía parecerse a alguien que odiaba de tal manera? Primero, tenía que asegurarse de que el chico no mencionara una sola palabra de todo aquel asunto a la policía; pero tras ese encuentro estaba decidida a despreciarle desde la máxima distancia.

Tenía que concentrarse para conducir entre la niebla. Bajo la tenue luz de la aurora, la joven se adentraba en una propiedad privada, sin saber en qué dirección debería girar el volante. Frenó el vehículo y se apeó de él para caminar sigilosamente hacia el arrullador sonido del océano. Solo había podido disfrutar de las vistas de la finca desde la playa y, en estos momentos, intentaba indagar en su memoria en busca de alguna estatua o elemento decorativo que podría reconocer. Entonces advirtió un traspié, un ruido sordo detrás de ella. Dio media vuelta sobre su talón y avistó a Lucas, que avanzaba con su paso firme hacia ella, acercándose a zancadas largas y enérgicas.

—¿Qué estás haciendo aquí? —medio ladró, medio susurró.

Helena retrocedió un par de pasos y se detuvo de manera inesperada para no dejarse intimidar por Lucas. Bajo aquel resplandor grisáceo la joven vislumbró los cuerpos blanquecinos de las tres hermanas, que se arrastraban sigilosamente por el césped arenoso, dejando tras de sí una estela de polvo mientras temblequeaban entre sollozos.

—¿Qué hacías allí? ¿Acaso estabas siguiéndome? —le preguntó con voz acusadora.

—Pues sí —le replicó toscamente sin dejar de avanzar hacia ella—. ¿Qué diantres estás haciendo en la finca de mi familia?

Cuando Helena se dio cuenta de que al ir a su casa había cruzado el límite, ya era demasiado tarde. Allí donde antes hubo odio y rencor, ahora había violencia. Esa tensión deformaba los rasgos de Lucas, quien adoptó una postura amenazante hacia Helena. Seguía siendo grácil, pero demasiado cruel para resultar atractivo. «Está bien —se dijo a sí misma—. Hagámoslo de una vez».

Helena bajó los hombros, se acercó y se propulsó como un bólido hacia su pecho; un instante más tarde, ambos estaban dando volteretas por el suelo hasta que él quedo tumbado debajo de ella. Helena se dispuso a endiñarle un puñetazo en la cara, pero él la agarró por los brazos. Ella estaba encima y, en teoría, atraparla por el brazo hubiera sido imposible, pero jamás se había peleado, ni había golpeado a nadie, así que no tenía experiencia. Él, en cambio, parecía no desperdiciar ninguno de sus movimientos, como si hubiera mantenido luchas como esa toda su vida. Helena notó que hacía algo con las caderas y, de un momento a otro, era él quien estaba encima. Tenía las manos sujetas por encima de la cabeza y los pies inmovilizados; solo podía mover los talones, lo cual le servía para apañarse inútilmente con el suelo. Intentó morderle en la mejilla, pero él la esquivó sacudiendo la cabeza.

—Quédate quieta o te mataré —avisó Lucas apretando los dientes.

Él jadeaba, pero no porque estuviera sin aliento, sino por que estaba procurando controlarse.

—¿Por qué has venido aquí? —le preguntó casi rogándole.

Helena dejó de resistirse y miró su rostro enfurecido. Lucas tenía los ojos cerrados. La joven se percató de que estaba utilizando el mismo truco que ella había empleado en el callejón. Ella también había apretado los ojos y lo cierto es que se sintió un poquito mejor.

—He mentido a la policía. No les he contado que tú también estabas allí —gruñó Helena mientras sentía un peso inhumano sobre el pecho que le impedía respirar—. ¡Me estás aplastando!

—De acuerdo —accedió él mientras desplazaba el peso de forma que Helena pudiera llenar de aire sus pulmones—. ¿Tú también tienes los ojos cerrados? —le preguntó con más curiosidad que rabia.

—Sí. La verdad es que ayuda un poco —respondió enseguida—. Tú también las ves, ¿verdad? A las tres mujeres, me refiero.

—Claro que sí —contestó algo desconcertado.

—¿Qué son? —Las Euménides. Las furias. Tú no puedes entenderlo, pero… —De pronto, tras escuchar que alguien le llamaba desde lo que Helena supuso que era su casa, Lucas se calló. Instantes más tarde añadió—: Maldita sea.

Si te encuentran aquí estás muerta. ¡Vete! —le ordenó. Rodó por el suelo y, tras alzarse de un brinco ágil, desapareció corriendo.

De inmediato, Helena echó a correr como un bólido sin mirar atrás. Sentía cómo las tres hermanas intentaban alcanzarla con sus brazos blancos y pegajosos y sus dedos manchados de sangre, casi rozándole el cuello por detrás. Huyó aterrada hacia el coche de Kate, se lanzó hacia el interior y condujo a toda velocidad.

Tras un kilómetro, tuvo que frenar para recuperar el aliento. En ese instante se percató de que el aroma de Lucas se había quedado aferrado a su ropa. Un tanto indignada, se quitó la camiseta y condujo el resto del viaje en sujetador. Nadie podría verla y, en caso de que lo hicieran, pensarían que había salido de darse un baño antes del amanecer. Al principio, arrojó la camiseta en el asiento del conductor, pero la esencia de Lucas seguía enturbiando el ambiente, desprendiendo un aroma a hierba fresca, pan recién salido del horno y nieve. En un arranque de impotencia, gritó a pleno pulmón al volante y lanzó la camiseta por la ventanilla.

Cuando llegó a casa estaba tan cansada que lo único que quería era dormir, pero no podía tumbarse en la cama sin ducharse antes. Tenía que deshacerse del olor de Lucas o el hedor la perseguiría en sus sueños. Helena estaba hecha un asco. Tenía los codos y la espalda enfangados y los pies completamente negros.

Mientras observaba cómo la mugre se escurría de las piernas y los tobillos hacia el desagüe, pensó en las tres hermanas y en su eterno sufrimiento. Lucas se había referido a ellas como las furias, y debía admitir que el nombre era más apropiado. En ese instante recordó con vaguedad una charla de Hergie en la que mencionaba ese nombre en algún momento, pero, por mucho que le diera vueltas, no lograba acordarse en qué historia estaban involucradas. Por alguna razón, imaginaba un escenario con togas y armaduras, pero no estaba del todo segura.

Cogió la piedra pómez y raspó cada mota de suciedad antes de cerrar el grifo de la ducha. Después, permaneció entre el vapor de agua y unos segundos; más tarde, se aplicó crema hidratante con un aroma dulzón, dejando que su piel la absorbiese para borrar todo rastro de Lucas. Cuando al fin se derrumbó sobre la cama, todavía envuelta en una toalla húmeda, el sol ya bañaba la isla de Nantucket.

Helena estaba caminando por las mismas tierras desérticas, oyendo el crujido de la hierba marchita con cada paso que daba. Unas diminutas nubes de polvo se arremolinaban alrededor de sus pies descalzos y se aferraban a la humedad que le bañaba las piernas, como si la inmundicia intentara brincar del suelo para beberse su sudor. Incluso el aire se respiraba arenoso. No oía el zumbido de ningún insecto junto a los matorrales y, hasta el momento, no había avistado a ningún animal merodeando por el páramo. El cielo era de un azul brillante que resultaba cegador, pero no había ni rastro del sol. No soplaba el viento y no había una sola nube; hasta donde la alcanzaba la vista, aquello no era más que un paisaje maldito y rocoso. Sin embargo, su corazón le decía que en algún lugar cercano corría un río, así que Helena continuó caminado, caminando y caminando.

Se despertó unas horas más tarde con los brazos y las piernas entumecidos, con un dolor de cabeza que le amartillaba el cráneo y los pies sucios. Se levantó de un salto de la cama para limpiarse el barro de las piernas, una costumbre nocturna que cada vez era más habitual, y se puso un vestido de tirantes. Después se sentó frente al ordenador para buscar información sobre las furias.

La primera página que apareció le produjo escalofríos. Nada más abrirla vio una sencilla línea que dibujaba un esbozo en el costado de una vasija. Representaba con todo lujo de detalles los tres horrores que habían estado atormentándola durante los últimos días. Leyó con detenimiento el texto que había al pie de la ilustración, que describía con exactitud el aspecto físico de las tres hermanas. Sin embargó, el resto del texto la dejó algo confusa. Según la mitología clásica griega, eran tres
erinyes,
o furias, que lloraban sangre, igual que en las visiones de Helena. No obstante, sus investigaciones le desvelaron que la tarea de las furias era perseguir y castigar a malhechores. Helena sabía que no era perfecta, pero jamás había actuado con maldad y, sin duda, nunca había hecho nada que mereciera una visita de los tres personajes mitológicos que encarnaban la venganza.

A medida que continuaba leyendo, averiguó que las furias hicieron su primera aparición en la
Orestíada,
un ciclo compuesto entorno al personaje de Agamenón. Después de dos horas seguidas esclareciendo y desenmarañando lo que tuvo que ser la primera y más sangrienta telenovela de la historia, al fin logró entender el hilo de la trama.

Lo esencial era que un pobre niño llamado Orestes fue obligado a asesinar a la madre porque esta había matado a su padre, Agamenón. Sin embrago, la madre había mandado al otro mundo al padre porque este, a su vez, había ejecutado con sus propias manos a su hija, a su querida hermana pequeña de Orestes, Ifigenia. Para rizar aún más el rizo, el padre había matado a su hija porque así se lo habían pedido los dioses, como sacrificio para que el viento soplara y los griegos pudieran llegar hasta Troya para combatir en la guerra de Troya. El pobre Orestes se vio coaccionado a matar a su madre, lo cual no dudó en hacer, y por ese pecado las furias le persiguieron por todo el mundo hasta que él perdió la cordura. Lo irónico del asunto es que jamás tuvo elección. Desde el principio estaba condenado, tanto si cometía el crimen como si no.

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