—Gracias —agradeció Helena de todo corazón—. Por curarme y ayudarme…
—Gracias a ti por no mearte encima… —bromeó Ariadna mientras una cabeza de duendecillo se asomaba por la puerta entreabierta. Se trataba de una mujer espectacular que rondaba los treinta años.
—Para estar en la enfermería, parece que os lo estáis pasando en grande —declaró con una mirada traviesa y pícara.
Helena enseguida se fijó en aquellos ojos gatunos y amarillos. Le dio la sensación de que aquella mirada destilaba una malicia mundana y, solo por ese detalle le gustó aquella mujer. Le recordaba a Kate. La desconocida entró en la habitación, tintineando como una bolsa repleta de calderilla. Tenía el cabello corto y de punta. Helena advirtió que tenía las muñecas cubiertas de capas y capas de pulseras y brazaletes centelleantes y, a pesar de no tener forma de comprobarlo, a la joven no le cabía la menor duda de que tendría los tobillos también recubiertos de bisutería.
—Helena, te presento a mi tía Pandora. Dora esta es… —presentó Ariadna mientras chasqueaba los dedos sobre la colcha a modo de redoble—. ¡La famosa Helena Hamilton!
—¡Tachán! —añadió Helena algo débil.
Pandora se sentó a los pies de la cama.
—¡Divina! Ahora entiendo por qué Lucas perdía el control continuamente —comentó con una sonrisa pícara.
—¡No! ¡Eso ya ha acabado! Desde que nos despertamos en la playa, las furias parecen haberse esfumado —soltó Helena. Cuando Pandora le dedicó una mirada burlona y algo inquisitiva, se vio obligada a justificarse—: Seré clara: ya no siento el impulso de mataros.
—Bueno, me alegro, porque he oído por ahí que tienes un buen arsenal —añadió Pandora como si estuviera lanzándole un cumplido, pero Helena no tenía ni idea de lo que hablaba, así que prefirió cambiar de tema de conversación.
—¿Cómo está Lucas? —preguntó con cautela, aún sorprendida de poder pronunciar su nombre sin sentir un arranque de ira.
Pandora y Ariadna se miraron por el rabillo del ojo.
—Se pondrá bien —anunció al fin Pandora con firmeza. La mujer movió las muñecas y se produjo una cascada de destellos y tintineos procedentes de la multitud de brazaletes y pulseras, como si estuviera convencida de que aquel sonido tan alborozado y divertido alejaría cualquier pensamiento oscuro.
—Estuvo cerca, pero está curándose —añadió Ariadna con rostro optimista.
Helena no podía mirarlas. La tensión de aquellos momentos se rompió por los interminables ruidos que salían de su estómago.
—Bueno, está claro que tienes hambre —rompió con frialdad Pandora—. Creo que, con un poco de ayuda, podremos bajar a picar algo.
Helena rebuscó en el armario de Ariadna y se vistió con un largo albornoz que llevaba inscrito el escudo de un famoso equipo de fútbol español. Tras varios comentarios jocosos sobre la vestimenta de Helena, sus nuevas mecenas la trasladaron en volandas al piso de abajo.
Cuando llegaron a la cocina, les embargó el aroma a comida recién hecha y las tripas de Helena volvieron a rugir. Héctor escuchó el ruido y alzó una ceja en el mismo instante en que colocaban con amabilidad a Helena en una silla de la cocina. Le dijo algo a la mujer que organizaba la cena y esta, de inmediato, se dio media vuelta para mirar a Helena.
—No imaginaba que nos acompañarías. —La desconocida se sorprendió—. Me alegro muchísimo.
—Gracias. Y gracias otra vez por la comida que nos enviaste a mi padre y a mí —añadió Helena.
Enseguida adivinó que se trataba de Noel Delos. Podía asegurar que era una mujer normal y corriente, sin una gota de fuerza sobrehumana. Una sensación de culpabilidad empezó a martillearle el pecho. Ella había amenazado a esta mujer frágil rodeada de una familia de superhéroes al desafiar, nada más y nada menos, que a su hijo y a sus sobrinos. Noel le sonrió cariñosamente, consciente del arrepentimiento de Helena.
—Eres más que bienvenida. Lo primero es lo primero. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con tu padre para hacerle saber que estás sana y salva?
—Ha ido a Boston a pasar el fin de semana y no regresará hasta mañana por la noche.
—De acuerdo, como tú quieras, pero si me aceptas el consejo, creo que lo mejor sería que tuvieras una larga charla con tu padre y le explicaras todo esto —asesoró Noel con una mirada penetrante.
Después, se giró y volvió a ponerse manos a la obra. A Helena le dio la impresión de que le habían concedido una suspensión provisional, pero aún no la habían perdonado.
—¿Puedes comer? —preguntó Noel sin dejar de revolotear por la cocina.
—No recuerdo haber tenido tanta hambre en mi vida —respondió, Helena con toda sinceridad.
—Es por la sanación —le explicó mientras colocaba pan, sal y aceite delante de Helena. Le sirvió un vaso de leche antes de empezar a hacer gestos de impaciencia—. Come. Ahora no es el momento de ser tímida, Helena. Lo necesitas.
La joven atacó sin rubor al pan como si fuera una glotona medieval con un nivel de azúcar en la sangre ínfimo. Noel volvió a sonreír y le pidió a Héctor que cogiera el queso curado de la nevera. Él obedeció a regañadientes.
Cuando dejó el queso curado sobre la mesa, gastó una broma de mal gusto sobre tener miedo de acercar sus dedos a la boca de Helena.
—Mira quién habla —refunfuñó Pandora—. Hace tan solo dos semanas tenía que contar la vajilla de plata después de cada comida para comprobar que no te habías zampado alguna pieza.
—¿Estabas curándote hace dos semanas? —preguntó Helena, quien, al instante, recordó que Héctor y Pandora habían llegado a la isla más tarde que el resto de la familia.
Habían ocurrido tantísimas cosas en tan pocos días que le daba la sensación de que habían pasado semanas. Asombrada, pensaba en cuánto había cambiado su vida y, de repente, advirtió que se había producido un silencio absoluto en la cocina. Al parecer, había sacado a relucir un tema delicado, pues toda la familia intercambiaba miradas nerviosas.
—Lo siento. No quería entrometerme —enmendó Helena enseguida.
—No te preocupes. Lo que pasa es que la sanación de Héctor forma parte de un asunto mucho más complicado —aclaró Noel—. Ahora, come.
Al principio, se mostraba algo reticente por ser la nueva invitada a cenar, pero en cuanto le sirvieron el estofado, perdió todos los miramientos y se dispuso a comer. Apenas se fijaba en el resto, que se sentaba a la mesa, o merodeaba por la cocina probando este o aquel plato, se servía una ración o conversaba con otro miembro de la familia. Estaba demasiado concentrada en el banquete de guisos para advertir los movimientos del clan Delos. Noel no dejaba de servir comida. En varias ocasiones reparó en que Casandra llevaba bandejas arriba y abajo, pero no entendió que todas aquellas raciones eran para Lucas hasta que empezó a quedarse dormida sobre una masa dulce y almendrada.
—¿Preparada para el helado? —preguntó Noel mientras, distraída, le deslizaba un mechón de cabello del hombro para que no se manchara de comida.
—Creo que me he empachado —respondió Helena, incapaz de masticar o tragar otra cucharada de comida.
—Por fin —suspiró Noel mientras se dejaba caer sobre la silla frente a la chica. Parecía tan cansada como la invitada—. ¿Jasón? ¿Crees que puedes llevarla arriba?
—Desde luego —contestó el chico. De inmediato, cogió a Helena y la levantó de la silla. Inesperadamente, Helena se dio cuenta de algo.
—¡Puedo caminar! De verdad, no tienes que llevarme —exclamó mientras se retorcía entre los brazos de Jasón.
—Ya lo veo. Quédate quieta o te tiraré al suelo —bromeó sin dejar de sonreír.
No tenía elección, así que se relajó y le permitió que la llevase en volandas.
Cuando llegaron al piso de arriba, Casandra estaba saliendo de las muchas habitaciones sujetando una bandeja repleta de platos sucios. Por la puerta entreabierta, Helena pudo atisbar a Lucas, tumbado en la cama. Se puso tensa e intentó estirar el cuello por encima de los hombros de Jasón para echar un vistazo, pero Casandra cerró la puerta de golpe.
—Se pondrá bien, ¿verdad? —le preguntó Helena a Jasón mientras entraban en la habitación de invitados.
—Sí —le confirmó Jasón, aunque no se atrevió a mirarla a los ojos. Con una risa algo forzada, añadió—: Luke está aprovechándose de los mimos de Cass. Se pondrá bien —aseguró.
Tras tumbarla con sumo cuidado sobre la cama, Jasón dio media vuelta y se fue.
—Lo siento mucho —gritó ella. El joven se detuvo, vacilante en el umbral y se giró para escuchar a Helena, que deseaba poder desahogarse con alguien—. Estaba aterrada, así que eché a correr, atravesé la niebla y, de repente, me sentí liviana y ligera y tenía mucho frío. Cuando bajé la vista y vi que estaba volando, perdí el conocimiento. Siempre supe que no era como los demás, que era diferente, pero no sabía…
Helena no supo cómo continuar, pero Jasón se acercó a la cabecera de la cama y le rozó el hombro.
—Nadie te culpa —la tranquilizó.
Ella hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—Claro que sí. Todos me culpáis. Porque yo empecé todo esto cuando ataqué a Lucas en el pasillo del instituto.
—Tú no empezaste todo esto —replicó Jasón con convicción—. Esta guerra comenzó hace miles de años.
Helena le miró algo confusa, pero él sacudió la cabeza antes de que pudiera formular cualquier pregunta.
—Descansa, intenta dormir y deja de preocuparte por Lucas. Incluso comparado con otros hijos de Apolo, es realmente muy resistente.
Jasón apagó la luz al salir de la habitación, pero dejó la puerta entreabierta por si Helena necesitaba ayuda en mitad de la noche.
La chica se acurrucó entre el edredón e intentó relajarse, pero el cansancio podía con ella, y se sentía abrumada por estar en una habitación y una casa ajena. Y no podía obviar que era capaz de volar. Ahora no tenía sentido continuar negándolo. No era una atleta con talento e ideas paranoicas que creía formar parte de algún tipo de experimento genético. Podía volar, maldita sea, lo cual era aerodinámicamente imposible para un
Homo sapiens,
así que tenía que pertenecer a otra especie, a una distinta de la humana.
La única explicación que se le ocurría era lo que Lucas había sugerido, pero aquello tampoco tenía mucho sentido. Los dioses griegos eran mitos, manifestaciones antropomórficas de las fuerzas de la naturaleza, y no personajes históricos con una línea de sucesión, o eso era lo que le habían enseñado hacía un par de años. Pero ahora lo ponía en duda. Recordó la sensación de volar, la solidez que tomó el aire que la rodeaba, como si se hubiera convertido en un objeto maleable y, al fin, tuvo que dejar de luchar con la razón. De algún modo, ella era una semidiosa y no tenía más remedio que aceptarlo.
A primera hora de la mañana, se despertó sobresaltada y echó un vistazo rápido a la habitación, aún sumida en la penumbra. Había soñado que volaba, lo cual era magnífico, hasta que se dio cuenta de que no sabía aterrizar. Lo primero que pensó nada más abrir los ojos fue que tendría que convencer a Lucas para que le enseñara a volar. En ese instante le vino a la cabeza la idea de que, quizá, Lucas jamás podría volver a alzar el vuelo.
A pesar de la insistencia de la familia en que se pondría bien, Helena no lograría conciliar el sueño hasta comprobarlo por sí misma. Necesitaba asegurarse de que su tez había recuperado su bronceado habitual y olvidarse de la imagen del chico tendido en la arena, pálido y asustado.
Apoyó los pies en el suelo, aplicando, más y más presión hasta constatar que podía ponerse en pie y avanzó tambaleándose por el pasillo hasta la habitación de Lucas. Jamás había sufrido torceduras o esguinces, nunca se había lesionado practicando deporte, pero a medida que se arrastraba por el pasillo imaginó que debía de parecerse a lo que ella notaba en ese instante o incluso peor. Los músculos no se estiraban lo suficiente y las articulaciones estaban entumecidas. Cuando empujó con suavidad la puerta de la habitación de Lucas, estaba sudando. El chico permanecía tumbado boca arriba, contemplando la luna a través de la ventana pero en cuanto ella se asomó a la habitación, Lucas giró la cabeza. Hubo unos instantes de silencio.
—Hola —susurró él.
—Hola —musitó Helena—. ¿Puedo entrar?
—Claro, pero no hagas ruido —accedió señalando a Casandra, que estaba adormilada sobre un sofá al otro lado de la habitación—. No ha pegado ojo desde hace dos días.
Helena entró en la habitación encorvada como si de una anciana se tratara y haciendo muecas de dolor por el peso que estaban soportando sus pies. La chica se sintió como la bruja de algún cuento ridículo que perseguía a niños a través de un campo de galletas de jengibre y no pudo evitar reírse entre dientes.
—No deberías haber venido sola. Estás agotada —la regañó Lucas.
—Estaba perfectamente hace dos segundos, pero tu habitación está mucho más lejos de lo que pensaba. Tu casa es enorme —susurró Helena mientras se acomodaba en la silla que había junto a la cama.
—No podrás sentarte. Ven —ordenó mientras retiraba el edredón—, estarás más cómoda tumbada.
Helena vaciló durante unos segundos. Había pasado la noche anterior a su lado, pero, de algún modo, esta vez era diferente. Lucas le sonreía de oreja a oreja y ella interpretó que la consideraba una estúpida ridícula, lo cual era cierto, pues las piernas no paraban de temblarle por el sobreesfuerzo que le suponía mantenerse en pie. Intentó sentarse con todo el cuidado que pudo para no molestarle, pero en el último instante las piernas le flaquearon y cayó pesadamente sobre la cama.
—Lo siento —murmuró mientras se arropaba.
—No pasa nada. Vigila los pies, porque tengo las piernas destrozadas —avisó Lucas. Helena miró a hurtadillas bajo las sábanas y observó que todo su cuerpo estaba recubierto de gasas y vendas—. ¿Lo ves? Estás completamente a salvo conmigo —dijo con una amplia sonrisa que Helena correspondió con el mismo gesto. Pero la sonrisa de la joven se desvaneció al recordar por qué se había deslizado hasta su habitación.
—¿Es muy grave'? —le preguntó con tono serio. Helena se apoyó sobre el codo para poder mirarle a los ojos y escudriñar cada gesto, para no pasar por alto ninguna mentira piadosa. Incluso bajo el tenue resplandor de la luz de la luna que atravesaba el cristal, podía distinguir el color zafiro brillante de sus ojos.
—Me pondré bien —aseguró casi sin mover los labios.
—¿Bien del todo? ¿Podrás volver…, ya sabes…, a caminar, a correr… y… a volar?