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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Intriga, Policíaco

Asesinato en el Comité Central

 

Asesinato en el Comité Central
, quinta entrega de la serie
Carvalho,
 publicada en 1981, fue en su momento motivo de controversia. Su argumento es un tópico de la novela negra: alguien es asesinado en un local cerrado, y por lo tanto, el asesino es alguno de los allí presentes.

Pero, si ese alguien es Fernando Garrido, Secretario General del PCE, asesinado en una reunión a puerta cerrada del Comité Central del partido, la cosa adquiere otros muchos matices. ¿Pretendía Vazquez Montalbán, desde su condición de ex-militante, anunciar la muerte del comunismo?  

La oportunidad histórica la marcaba la época en la que apareció la novela, 1981, año en el que el Partido Comunista de España estaba sumido en una profunda crisis institucional. La aparición de una obra en la que se investigaba el asesinato de su Secretario General supuso todo un acontecimiento. Esta novela, junto a la
Autobiografía de Federico Sánchez
de Semprún, otrogaron un rostro humano a los comunistas, presentados hasta entonces como demonios con cuernos y rabo por la propaganda franquista y la iglesia o como héroes perfectos y abnegados luchadores por la resistencia democrática. Aquí aparece su lado humano, sus pequeñas o grandes mezquindades, sus enfrentamientos internos sobre el fondo de su menguante influencia política.

Más allá de la época, la novela nos presenta una trama cuidada, matizada por un elenco de personajes figurados pero reales (arquetipos, como dice Vázquez Montalbán) que van desde políticos, militantes de base, espías y ex-espías, sicarios y comisarios en plena Transición, entre la nostalgia franquista y la realidad de los nuevos tiempos.

Una novela a la que merece la pena acercarse y disfrutar con ella.

Manuel Vázquez Montalbán

Asesinato en el Comité Central

Saga Pepe Carvalho, nº 5

ePUB v1.0

Alias
01.06.12

Título original:
Asesinato en el Comité Central

Manuel Vázquez Montalbán, 1981.

Editor original: Zorindart (v1.0)

ePub base v2.0

NOTA DEL AUTOR

Ante la previsible y perversa intención de identificar los personajes de esta novela con personajes reales, el autor declara que se ha limitado a utilizar arquetipos, aunque reconoce que a veces los personajes reales nos comportamos como arquetipos.

Arquetipo
:
Tipo soberano y eterno que sirve de ejemplar y modelo al entendimiento y a la voluntad de los hombres
.

(Del Diccionario de la Real Academia)

«… nos hemos liberado de la fe ciega acientífica, y se ha reforzado en nosotros esa fe a la que se refería Marx cuando decía que los comunistas son capaces de "asaltar los cielos". Cuando se enfría esa fe, cuando se empieza a dudar, cuando se hace uno un descreído, empieza uno a dejar de ser comunista. Esta es la verdad.»

Irene Falcón
(citado por Jorge Semprún en Autobiografía de Federico Sánchez)

Pero la muerte muestra de repente que la sociedad real mentía
.

Georges Bataille.
(Teoría de la religión)

1

Santos barajó las carpetas distraídamente. El fingimiento de alguna actividad le disculpaba de saludar uno por uno a los que iban llegando.

—Estas se quedaron compuestas y sin novio en la última reunión.

La secretaria le enseñaba un montón de carpetas despechadas, apiladas en un canto de la mesa mostrador, llena de ficheros y carpetas frescas donde los miembros del Comité Central del Partido Comunista de España encontrarían el orden del día, el esqueleto del informe político del secretario general y la intervención completa del responsable de Movimiento Obrero.

—En mis tiempos se daba la vida por ser miembro del Comité Central y hoy se regatean fines de semana.

Santos sonrió a Julián Mir, responsable del servicio de orden.

—No cambio estos tiempos por aquéllos.

—No, Santos, yo tampoco, pero me da coraje la falta de consideración de algunos camaradas. Hay quien se tira setecientos kilómetros en un tren para venir a la reunión y hay quien se queda en Arguelles a media hora de taxi.

—Bueno, ¿qué hago con las carpetas de los que no vinieron a la reunión anterior?

—Júntalas con las de ahora.

La muchacha obedeció la decisión de Santos y Julián Mir volvió a su condición de responsable de orden, examinando con ojos de experto las entradas y salidas de sus subordinados, identificables por el brazalete rojo:

—Un día tendremos un disgusto. No me gusta este sitio.

Santos secundó el malhumor crítico de Mir con un cabeceo ambiguo que igual podía darle la razón como quitársela. Era el mismo cabeceo que venía utilizando con Mir desde los tiempos del Quinto Regimiento. A Julián no le gustaban las sombras del atardecer preñadas, al parecer, de soldados de Franco. Ni las luces del amanecer abriendo caminos a la vanguardia de los Regulares. Como luego no le gustarían nada, pero es que nada, los boscajes del Tarn, boscajes hechos ya en el pleistoceno a la medida de las patrullas alemanas. No le gustaron luego las acciones que le encargaron en el interior, pero las realizaba con la desdeñosa seguridad de un héroe del
Far West
.

—¿Muchas dificultades?

—Cuatro fachas muertos de miedo.

Contestaba invariablemente Mir a la vuelta de cada una de sus expediciones a la España franquista. Siempre había sido así. Probablemente ya nació así, pensó Santos, sorprendido de pronto ante la evidencia de que Julián Mir había nacido algún día, hacía mucho tiempo, demasiado tiempo, acumulado ahora en sus cabellos tan duros como blancos, en su musculatura de viejo atlético, ya demasiado responsable de una cara de pollo peleón.

—No me gusta este sitio.

—Y dale. ¿Dónde quieres reunir al Comité Central?

—Menos locales por ahí muertos de risa. De eso me quejo. Y un buen local central como tienen todos los partidos comunistas con cara y ojos. ¿Tú crees que hay derecho? Aquí mismo se celebró ayer una convención de los anabaptistas de la base de Torrejón de Ardoz. Y mira aquel panel. ¿Qué pone allí?

—Tendría que ponerme las gafas para verlo.

—Pues vaya. Desde que te has vuelto un chupatintas del partido pierdes facultades. Yo lo leo muy bien: conferencia «La senda del espíritu en el camino del cuerpo» por el yogui Sundra Bashuartï. Eso lo hicieron aquí ayer. Yo ya no sé si esto es una reunión del Comité Central o una concentración de faquires. Los comunistas en un hotel, como si fuéramos turistas o vendedores de ropa interior.

—Tienes el día.

—Y un día se nos va a colar un comando de fachas disfrazados de orquesta tropical, porque de vez en cuando se oye la música del salón de baile.

—Es música ambiental.

Santos abandonó a Mir a su mala suerte para recibir un frenético abrazo del camarada alcalde de Liñán de la Frontera. No había perdido facultades. La memoria de Santos seguía siendo arcilla fresca donde quedaban grabados todos los rostros del partido y sus brazos seguían respondiendo con desesperado herculismo a los abrazos soviéticos con que los camaradas más distantes se empeñaban en comprobar la resistencia de su ya viejo esqueleto.

—¿Por qué nos abrazamos así? —le preguntó un día a Fernando Garrido.

El se encogió de hombros:

—Probablemente desde la guerra. Cualquier despedida o cualquier encuentro tenían mucha trascendencia.

—Yo creo que es influencia soviética. Los soviéticos siempre saludan así. Y menos mal que no nos ha dado por besarnos como a ellos.

—Quita ahí, hombre. Que cada vez que me daban un beso en la boca no sabía qué hacer, si darles una patada en los huevos o dejarme querer.

Por cierto, Garrido se retrasaba. Los camaradas formaban corros en la antesala del salón donde se celebraría la reunión; los corros resistirían hasta que la puerta se abriera para dar paso a la corriente eléctrica que siempre anunciaba las entradas de Garrido. Entonces los corros se abrirían como ojos para contemplar una vez más el milagro repetido de la encarnación de la vanguardia de la clase obrera en la persona de un secretario general. Santos decidió dar un último examen a la sala de reuniones antes de que se produjera la entrada de Garrido bajo el palio invisible de la Historia. Desde el umbral de la puerta, a sus espaldas el runrún creciente de conversaciones cálidas como una digestión y ante él la soledad de la sala de convenciones del hotel Continental, la profiláctica concentración simétrica de las mesas y las sillas arropando sin calor de piel ni tejido la baja tarima donde ejercía el poder la mesa a la que se sentaría Garrido, en el centro, dos camaradas del Comité Ejecutivo a la derecha y otros dos a la izquierda.

—¿El sonido bien? ¿Habéis probado la grabadora?

Las cabezas responsables dijeron sí a Santos.

—¿Quiénes se sientan hoy junto a Fernando?

—Martialay, Bouza, Helena Subirats y yo.

—La unidad de los hombres y las tierras de España.

—Martialay no se sienta porque es vasco, sino por responsable de Movimiento Obrero.

—Ya sé. Ya sé. Era una broma.

—Es que hoy el tema es monográfico.

Santos contestaba al joven irónico y al mismo tiempo repasaba mentalmente su filiación: Paco Leveder, profesor de Derecho Político, de la hornada del Sindicato Democrático. «Será un buen parlamentario», había comentado Garrido cuando le oyó una intervención en aquel colegio de Ivry cedido por el Partido Comunista Francés para una reunión clandestina con los cuadros universitarios del interior. Ahora era simplemente un parlamentario.

—Garrido se retrasa.

—No sólo Garrido. Falta un cuarenta por ciento del Comité Central. El sentido de la puntualidad es lo primero que se pierde en la legalidad. Por cierto, no viniste a la reunión anterior y no has disculpado tu inasistencia.

—Se lo dije por teléfono a Paloma. Tenía un acto.

—Ya sabes que las reuniones del Comité Central están por encima de cualquier acto, aunque sean actos del partido.

—¿A que me vas a decir que el Comité Central es el órgano supremo de dirección del partido? —No creo que sea necesario.

—¿Te suena a ti «La tierra para quien la trabaja» o «Todo el poder para los soviets»?

—Ya me sonaba cuando tú aún no habías nacido.

—Pues te conservas muy bien, Santos.

Se despidió de Leveder con una sonrisa y correspondió a saludos y socarronerías que le llegaban desde los distintos grupos a su paso cada vez más ligero hacia la entrada desde la que Julián Mir le hacía señas de que Garrido había llegado. Y como si todo estuviera calculado por un cronómetro omnipotente, Julián dejó la puerta libre y Santos llegó a ella justo en el momento en que enmarcó a Fernando Garrido. Sonreía y avanzaba. Avanzaba y saludaba. Saludaba con las manos y hablaba a unos después de otros como si recitara un discurso perfectamente calculado para la duración del trayecto entre la puerta de la antesala y la del salón de convención. Los corros se abrían hasta romperse por culpa de los empeñados en estrechar la mano de Garrido, merecer una confidencia u ofrecérsela ante la solícita, entregada, inclinada cabeza de un secretario general vacío de secretos y abierto a cualquier secreto, pero sin detenerse, entre Santos y Julián, pisándole los talones dos muchachos del servicio de orden que apenas dejaban sitio a Martialay en el estrecho pasillo humano. Garrido hizo una parada especial para afrontar el abrazo mortal de Harguindey, veinte años y un día de cárcel cumplidos con una tozudez de dios del tiempo. Sobrevivió Garrido al repicar de las manos de Harguindey sobre sus espaldas y tuvo un chiste para Helena Subirats que mereció una carcajada general que más parecía una ovación. Aún no nos creemos del todo que podamos reunimos. Que Fernando esté aquí. Que haya una furgoneta llena de guardias protegiendo la entrada lateral del hotel, Santos pensaba y al mismo tiempo respetaba las paradas de la procesión reclamando una cierta urgencia en el avance. Se detuvo para que Martialay quedara a su altura.

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