Aún le temblaban las piernas cuando subió a toda prisa hacia su habitación y se quedó petrificado cuando abrió la puerta.
Su madre le estaba esperando. Estaba sentada junto a su maleta, ya empacada, con las manos entrecruzadas sobre su regazo, perfectamente arregladas y con la manicura recién hecha. Ladeó la cabeza mientras miraba a su hijo con detenimiento. Su madre solo tuvo que mirarle a los ojos para saber que la reunión que ella misma había organizado, la reunión que supuestamente no debía ser nada más que un gesto educado, había acabado con violencia.
—¿Tenías que matarla? —le preguntó con seriedad y sin reproche alguno.
Mildred era, sobre todas las cosas, una mujer práctica.
—Me provocó —se excusó Creonte mientras pasaba junto a su madre y agarraba su maleta por el asa—. Además, es mejor así, lo sabes.
Mildred puso los ojos en blanco y asintió, aceptando así que su hijo tenía razón. Más de un periodista había desaparecido «misteriosamente» a lo largo de los años.
—Dada la situación, te autorizo a abandonar el país durante un tiempo —anunció mientras extraía un billete de avión del bolsillo frontal de la maleta. Lo ondeó ante él antes de que Creonte saliera pitando de la habitación. El joven se quedó paralizado al caer en la cuenta de que su madre le había pillado. Y agregó—: Lo que no autorizo es el destino que has elegido ¿Qué crees que conseguirás si vas allí? Tu padre prohibió a los Cien Primos acercarse a la isla de Nantucket.
Creonte tomó aliento en un intento de calmarse. Pero no funcionó en absoluto.
—Por su culpa no tenemos lo que nos corresponde. ¡No hay otra razón que explique por qué las demás castas han desaparecido de la faz de la Tierra! Necesito saber cómo pueden vivir a sabiendas de que han condenado al resto de la familia a una muerte inevitable. La inmortalidad es un derecho primogénito y, sin importar lo que mi padre permita o me prohíba, ¡no estoy dispuesto a quedarme de brazos cruzados mientras me lo arrebatan!
Creonte se echó al hombro el equipaje, le arrancó el billete de avión de las manos a su madre y salió de la habitación sin despedirse. Bajó a toda prisa los ancestrales escalones ubicados en la parte posterior de la ciudadela mientras notaba los latidos amartillándole la caja torácica.
En el exterior había un sedán negro anodino esperando. El chófer de su madre estaba sentado tras el volante, preparado para llevarle hasta el aeropuerto. Creonte cayó en cuenta de que Mildred había intuido que mataría a esa periodista desde un principio. Seguramente lo sospechó desde el momento en que organizó la reunión.
—¿Hijo? —llamó MiIdred desde una puerta arqueada—. ¿La mataste solo para tener una razón para irte?
Creonte se dio media vuelta y observó a su madre intentando ser paciente.
—¿Me enviaste aquí para matarla?
Su madre le sonrió, pero su mirada estaba desenfocada, como si estuviera pensando varias cosas al mismo tiempo. Mildred avanzó hacia él con lentitud, obligando así a su hijo a espiarla, a sabiendas de que Creonte tenía la adrenalina por las nubes. Cuando estuvo muy cerca, le miró a los ojos. Sus labios, esculpidos con una elegancia indescriptible, dibujaron una delgada línea de advertencia.
—Aléjate de Héctor.
El martes por la mañana, Helena salió corriendo de casa para meterse en el coche de Lucas antes de que Jerry pudiera asomar la cabeza y tener «una charla con ese jovencito», tal y como había amenazado el día anterior. No estaba del todo segura de si su padre lo había dicho en serio o si, simplemente, intentaba gastarle una broma pesada, pero no correría el riesgo. No sería justo que Lucas pasara por el clásico interrogatorio del padre cuando ni siquiera era oficial que estaban saliendo juntos.
—¿Vamos? —preguntó enseguida Helena en un intento de distraer a Lucas.
—¿No deberíamos esperar? —dijo Lucas al ver que Jerry estaba de pie frente a la puerta.
—No, arranca el coche y punto. ¡Rápido! No sé si va a hacerlo o no —le respondió, algo desesperada, mientras se despedía de su padre con la mano.
—¿Hacer el qué? —quiso saber Lucas mientras arrancaba el coche y pisaba el acelerador.
—Hablar de hombre a hombre —explicó al fin Helena, aliviada.
—Bueno, en ese caso…
De repente Lucas frenó el coche y dio marcha atrás —¿Qué estás haciendo? —exclamó ella mientras intentaba impedir que siguiera dando marcha atrás.
—Voy a entrar en tu casa para hablar con tu padre. Lo último que quiero es que piense que no puede confiar en mí.
—Lucas, te juro ante el dios más sagrado que conozcas que saldré de este coche e iré al instituto a pie si te atreves a entrar para charlar con mi padre.
Lucas sonrió y cambió de marcha, alejándose al fin del hogar de los Hamilton.
—¿Quién te ha dicho que los dioses son sagrados? —le preguntó con un brillo siniestro en los ojos.
Helena le atestó un puñetazo en el brazo.
—Solo lo has hecho para ver cómo perdía los papeles, ¿verdad? —preguntó, mostrándose indignada.
—Eh, eres tú la que se avergüenza de su padre. De hecho estás muy guapa cuando pierdes el control —dijo con una amplia sonrisa.
Helena trató de devolverle la sonrisa, pero lo único que consiguió fue dibujar una mueca. No sabía qué pensar. Que le hubiera dicho que se ponía muy «guapa» podía alimentar sus esperanzas o hacerlas desaparecer.
Todo aquel que los veía, los saludaba tocando la bocina y les dedicaba una sonrisa de oreja a oreja. Tocar el claxon o saludar con la mano a los amigos era algo habitual en la isla y, de hecho, Helena había crecido con esa costumbre. Sin embargo, esta mañana le daba la impresión de que todo el mundo estaba más atento y pulsaba la bocina más tiempo de lo usual.
—Bueno, escucha esto —dijo Lucas cambiando de tono, hasta entonces alegre y jocoso—. Héctor me ha comentado que le descubriste en tu mirador.
—Sí —respondió Helena procurando escurrirse en el asiento para que nadie la viera—. Sobre eso…
—Quiero explicarte por qué no te avisamos. Pedí ser yo quien te lo contara, y créeme, tenía la intención de hacerlo. —La miró de reojo como si quisiera comprobar la reacción de su acompañante y prosiguió—: El problema es que no encontré el momento de decírtelo; lo último que quería era que me tomaras de acosador sospechoso que se escondía en tu techo.
—No voy a mentirte… bueno, de hecho no puedo, ¿verdad? —preguntó con una sonrisa—. Al principio estaba molesta, pero ahora me parece bien, Si tu familia está dispuesta a proteger a la mía, supongo que podré soportarlo.
Helena se vio obligada a quedarse callada porque alguien tocaba el claxon siguiendo una famosa melodía de la forma más indiscreta e impertinente posible. Ansiaba mandar al diablo a quien fuera el conductor, pero no pudo. Eran sus vecinos y temía que mostrarse, ante todo, educada. No sentía retortijones, pero le daba la sensación de que no tardarían en aparecer, así que se puso una mano sobre el estómago.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lucas mientras la miraba con atención—. No es la primera vez que te veo hacer eso. ¿Te duele algo?
—No, pero en cualquier momento me retorceré de dolor. No te preocupes, no puedes hacer nada para evitarlo. Bueno, a menos que dejemos de salir juntos y exponernos. En ese caso creo que se me pasaría —respondió Helena.
—Eso no va a ocurrir —respondió Lucas arqueando las cejas—. De todos modos, ¿de qué estás hablando? ¿Eres alérgica a mí o algo parecido?
—¡No! —exclamó Helena entre carcajadas—. Soy alérgica a la atención. Y no nos engañemos, se fijan mucho en nosotros cuando estamos juntos.
—Pero eso no solo es culpa mía, ¿me equivoco? También sufres esos dolores cuando no estoy a tu alrededor.
—Tienes razón. He sufrido estos retortijones toda mi vida. No sé exactamente qué los provoca, pero he comprobado que, algunas ocasiones, cuando la gente me observa, siento que el estómago se me encoge y empiezan los espasmos.
—Alérgica a la atención —se dijo para sí Lucas mientras, sin darse cuenta, cogía a Helena de la mano. Tuvo que soltarse para girar el volante en el momento de aparcar, pero en cuanto se apearon del coche, volvió a entrecruzar sus dedos con los de Helena.
Ella no pudo evitar observar a Lucas mientras estaban de pie trente a su taquilla. Parecía distraído. Tenía la frente arrugada y la mirada perdida, pero lo más inquietante y perturbador era que su cuerpo parecía borroso.
—¿Se puede saber qué estás haciendo? Me está dando dolor de cabeza —anunció Helena en voz baja mientras giraba la cerradura de su taquilla hasta la combinación correcta.
—Lo siento —se disculpó adoptando su silueta bien definida—. Distorsiono la luz. Suele ocurrirme cuando estoy concentrado.
Helena recordó haber leído en algún libro que Apolo era el dios de la luz. Lucas estaba alterando la luz como por arte de magia. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que no era la primera vez que presenciaba algo así; horas antes, en el vestuario de su sala de entrenamiento, había hecho algo parecido pero ella había recibido tantos golpes en la cabeza que, sencillamente, pensó que tenía la visión nublada.
—¿No te inquieta que alguien se dé cuenta?
—De hecho, algunas veces lo hago para que la gente mi ignore cuando quiero algo de intimidad para pensar. A los mortales les cuesta una barbaridad enfocar un objeto que no pueden ver con claridad. Lo mismo les ocurre cuando avistan algo que no debería ser posible.
—Porque su mirada se desliza sin querer —dijo Helena al recordar cómo desvió los ojos del rostro de Lucas. Por alguna razón, resbalaban de la imagen que quería enfocar.
—Exacto. Si consigo que a la gente le cueste observarme, la mayoría opta por ignorarme —explicó. Y, con una sonrisa cómplice, añadió—: Tú te encorvas y agachas la cabeza para que la gente deje de mirarte. Yo me difumino. También es útil en una pelea, aunque es casi imposible cuando te mueves tan rápido —¿Me estás confesando tus secretos para pelear? —preguntó sin rodeos mientras metía los libros en la mochila y cerraba la puerta de su taquilla— . No eres muy listo, Houdini.
—¿De veras? Bueno, entonces intenta atraparme, Chispas —retó el joven con una sonrisa mientras empezaba a alejarse de Helena.
¿Chispas?, pensó Helena algo perpleja. Pero Lucas ya estaba cruzando el umbral de las puertas dobles del extremo del pasillo y ella tenía que ir a clase.
Cuando sonó el primer timbre, que indicaba el inicio de la hora del almuerzo, corrió tan rápido como pudo a la cafetería; necesitaba respuestas, pero cuando llegó allí, Ariadna ya estaba sentada en la mesa de los pazguatos, rodeada de admiradores.
A Helena no le debería haber sorprendido que Ariadna se uniera a su mesa, pues asistía a todas las clases para alumnos avanzados. Por desgracia para Matt, la presencia de Ariadna solía atraer a todo un séquito de chicos, como enanitos fascinados por Blancanieves. Helena procuró hacerse un sitio entre el círculo y estuvo a punto de rendirse, pero en ese momento Adriadna la avistó.
—¿Zach? ¿Te importaría hacerle un poco de sitio a Helena, por favor? —pidió la chica con una sonrisa embaucadora.
—No te molestes, Zach. Puede sentarse en mi sitio —anunció Claire con un tono de voz mordaz, dejando libre el lugar que ocupaba, al lado de Ariadna.
Claire rozó a su mejor amiga cuando pasó junto a ella, susurrando algo sobre «viejas amigas» que no son lo bastante fabulosas como para sentarse en la misma mesa del almuerzo cuando alguien de repente tiene un novio popular. Antes de que Helena le soltara un rapapolvo más que merecido a Claire, Adriadna la empujó hacia su lado, impidiendo así que uno de los chicos infestado de hormonas se acercara un milímetro más a ella.
Sin embargo, cuando el timbre volvió a sonar, esta vez para indicar el inicio de las clases vespertinas, todos los amigos normales de Helena se habían esfumado de la mesa; una mesa que les había pertenecido desde el primer año de instituto. La mirada triste de Matt le recordó que hacía meses que no hablaban.
Claire no estaba esperándola en la pista cuando empezó el entreno de atletismo. Era una rotunda estupidez que intentara evitar a Helena corriendo por delante de ella, pues ambas sabían que la alcanzaría sin importar la distancia que las separaba, pero su propósito era evidente. Cuando Helena la adelantó, Claire ni se inmutó ni se giró para mirarla.
—Sigue corriendo, Hamilton. No eres santo de mi devoción ahora mismo —le soltó al mismo tiempo que giraba la mano y alzaba el brazo, haciendo un gesto que indicaba «háblale a mi mano».
Por todos sus años de experiencia, Helena sabía que Claire necesitaba castigarla un poco y hacerla sufrir antes de sentirse preparada para pasar página. Entonces se llamarían por teléfono, se reconciliarían y al día siguiente todo volvería a la normalidad. Sin embargo, esta vez deseaba poder saltarse el final de la discusión, sobre todo porque ella no había hecho nada para que se enfadara. No obstante, era consciente de que lo mejor era no atosigar a Claire. Y por eso decidió seguir trotando e ignorarla con diligencia.
Tras unos minutos, Helena empezó a aburrirse del ritmo mortal. Miró su reloj para calcular con precisión cuánto tiempo tenía que matar antes de cruzar la línea de salida y despegó hacia la colina a una velocidad imposible. Sabía que Lucas era capaz de alzar el vuelo dando un paso, pero, hasta dónde había podido comprobar, eso no funcionaba con ella. Quizá tenía que con correr a máxima velocidad para planear, como si fuera un avión. Ahora tenía la posibilidad de poner a prueba esa teoría.
Cuando dejó atrás la pista de atletismo y se adentró en las tierras pantanosas que rodeaban la laguna de Miacomet, comenzó a sentir la ligereza asociada con volar. Sentía mariposas en el estómago y experimentó un estado salvaje que apenas lograba contener; Helena enseguida asumió que debía de ser una manifestación del poder vástago. Notó cómo una ráfaga de energía estática recorría cada centímetro de su piel. La sensación era como si se hubiera frotado con un globo creando un campo eléctrico que la arrastraba hasta su superficie.
Intentó dar un salto y quedó suspendida en el aire. Al principio pensó que lo había conseguido, que estaba volando, pero de pronto notó cómo alcanzaba la cúspide de un arco gigantesco y empezaba a descender. Enseguida se percató de que, en realidad, había dado un salto alto, el más alto de toda su vida. Sin embargo, su cerebro mortal, que aún se regía por las leyes de la gravedad, intuía que, al aterrizar, su cuerpo quedaría aplastado por la fuerza de la gravedad y moriría en el acto.