—Tienes razón, Casandra. No utilicé la cabeza —admitió Helena, frotándose el estómago—. Quizá podríamos hablar con él.
Ariadna produjo un sonido ahogado como única respuesta.
—¿Qué? ¿Por qué os asusta tanto? —preguntó.
—Es un maestro de la sombra —anuncio Ariadna de modo inquietante desde el asiento delantero—. Puede frenar la luz. Es una capacidad antinatural.
Helena recordó la nebulosa de oscuridad que parecía envolver el cuerpo de Creonte y enseguida supo a qué se refería. Los rayos del sol no bañaban su silueta, como si le ahuyentaran. Instintivamente, Helena sintió que algo no encajaba.
—Los maestros de la sombra no son muy comunes —intentó explicar Lucas, ya más calmado, aunque Helena percibió el miedo en su voz—. A lo largo de la historia de nuestra casta no se han dado muchos casos, pero lo cierto es que cada miembro que ha gozado de ese don se ha convertido en algo…, en fin…, malvado.
Se produjo un silencio tenso en el interior del vehículo. Casandra se tapó los ojos con las manos y adoptó una postura de concentración absoluta. Al final, alzó la mirada y la clavó en Helena. Le dedicó una sonrisa auténtica que disipó la negatividad que reinaba entre ellas.
—Bueno, por ahora estás a salvo. No veo ninguna amenaza inmediata —anunció con convencimiento sin pasar por alto que Helena seguía frotándose la tripa—. ¿Imaginas qué mortal te vio persiguiendo a Creonte?
—Lindsey. No te preocupes, nadie le hará caso. Siempre está esparciendo rumores absurdos sobre mí —dijo Helena, esperanzada—. Espera un momento, ¿cómo sabes que alguien me vio?
—¿Tus retortijones? Son una maldición. Tu madre te condenó a sentir un dolor insoportable si utilizabas tus poderes vástagos delante de mortales —explicó Casandra encogiéndose de hombros.
—¿Esa es la explicación? ¡Empezaba a volverme loco! —exclamó Lucas desde el asiento del conductor mientras tomaba el desvío que conducía hacia su casa.
—Desde luego que no podrías reconocerlos, Lucas. Eres un chico —dijo Ariadna—. Los retortijones malditos son sádicos, de veras. Ni siquiera he leído de alguien que lo practicara desde hace siglos.
—¿Mi madre me condenó? —repitió Helena a Casandra, quien asintió con la cabeza y con gesto triste.
—Hace mucho tiempo, siglos atrás, se creía que era la única forma de mantener a raya a las mujeres vástago en la sociedad de la época. Las madres sentenciaban a sus hijas para evitar que llamaran mucho la atención, ya que, en aquellos tiempos, no se esperaba que fueran especiales, inteligentes o talentosas —explicó Casandra arrugando la nariz, como si alguna de las palabras que acababa de pronunciar apestara.
Durante unos segundos, Helena tartamudeó palabras incomprensibles en susurros, incapaz de asimilar aquella noticia. Casandra tomó a la joven por la mano y le sonrió con amabilidad.
—Si te sirve de consuelo, la maldición te ha mantenido oculta durante todos estos años.
—Aunque deteste admitir que algo tan primitivo y brutal pueda ser útil, no puedo negar la evidencia —añadió Ariadna mientras abría la puerta y se apeaba del coche—. Imagina lo que tu padre mortal hubiera tenido que soportar si tu madre no te hubiera condenado, Helena. ¿Una niña que aún gatea con una fuerza sobrehumana? Se hubiera vuelto loco. Si te hubiera castigado, tú le habrías lanzado por la ventana. Y para qué hablar del momento de acostarse: hubiera sido un baño de sangre.
—Bueno, visto desde ese punto de vista… —admitió Helena mientras bajaba del asiento trasero, aceptando con educación la mano que le ofrecía Lucas.
Cuando avanzaban los dos juntos hacia su casa, con Ariadna y Casandra detrás de ellos, Helena empezó a desternillarse de la risa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lucas.
—Siempre he sabido que mi madre me odiaba y ahora descubro que literalmente me condenó —respondió sin rodeos—. En toda mi vida no había escuchado una historia que encajara más que esta.
—Tu madre intentaba protegerte —rebatió Lucas, con sensatez.
—Oh, ¡tú eres un chico! No conoces los retortijones —murmuró.
La pareja se quedó inmóvil en el rellano de la entrada.
—Quizá deberías quitarte los zapatos —sugirió Lucas desviando la mirada hacia los pies de Helena. Los tenía cubierto de barro endurecido y el fango le manchaba las piernas, hasta la cintura.
—Tal vez necesite un manguerazo —refutó Helena con una risotada.
—Algo mejor que un manguerazo —replicó con una sonrisa mientras la tomaba de la mano para conducirla a la fuerza a la piscina—. Las duchas al aire libre son una especie de requisito para nuestra familia.
La acompañó hasta las duchas exteriores y fue hasta la caseta de la piscina para buscar algunas toallas y ropa limpia. Cuando Helena perdió de vista a Lucas, algo cohibida y vergonzosa, se quitó la ropa. Las paredes de la ducha, forradas con preciosa madera de teca, se encorvaban en espiral, de forma que ocultaban la mayor parte de su cuerpo, excepto los pies y la cabeza, que seguían siendo visibles.
Se había duchado así millones de veces en la playa, pero jamás sin el traje de baño puesto. Lo hizo tan rápido como pudo y casi había acabado cuando Lucas regresó de la caseta.
—La camiseta de algodón es mía, pero no sé de quién son los pantalones.
Pero no te preocupes, a nadie le importara —anunció mientras le entregaba la ropa limpia y una gigantesca toalla de playa por encima del biombo. Entonces dejó en el suelo una bolsa de plástico y añadió—: Esto es para tu chándal y tus zapatillas de deporte.
—Gracias —gritó Helena.
De repente se dio cuenta de la poca distancia que había entre Lucas y su cuerpo desnudo, y se ruborizó. Era absurdo. Todo el mundo está desnudo bajo unos milímetros de ropa, pero, de alguna forma, esto le parecía distinto, peligroso. Observó los pies del chico desde la parte inferior del biombo, que giraron de repente y empezaron a alejarse. Al instante, su paso aminoró, se detuvo y, tras unos segundos de vacilación, salió corriendo. Helena dejó escapar el aliento que, hasta ese momento, no había advertido que estaba conteniendo.
La ropa que le había prestado era enorme, pero cómoda y agradable y olía a suavizante. Se secó con la toalla, se vistió con el modelito que había dejado Lucas y salió de las duchas con bolsa de su ropa sucia en la mano.
Cuando Lucas y Helena llegaron a casa Jasón y Héctor ya estaban sentados en la mesa de la cocina, observando cómo Casandra y Ariadna ayudaban a un desconocido a ducharse con sumo cariño y afecto. Lucas presentó a Helena antes de darle a su tío un fuerte abrazo.
Palas Delos era un tipo rubio y alto que todavía emanaba juventud y vitalidad, a pesar de los mechones grises que le plateaban las sienes. Él y Héctor compartían la misma sonrisa prudente y la mirada penetrante, pero la belleza de Jasón y Ariadna se reflejaba en su rostro y se imponía ante la masculinidad abrupta de Héctor. Con educación, le estrechó la mano a Helena. Palas la observó de arriba abajo, y ella empezó a sentirse incómoda. Se preguntaba si se debía a su nombre tabú o si, en cambio, alguien de la familia le había hablado mal de ella. Su mirada hacía que se pusiera de los nervios. Procuró esconderse detrás de Lucas.
—Bueno, todo el mundo fuera de la cocina. Tengo que empezar a preparar la cena —ordenó Noel mientras entraba en la estancia, agitando las manos para ahuyentar a todos los presentes.
Lucas empujó a Helena hacia la puerta trasera de la cocina.
—Créeme, cuando mi madre se pone así, lo más sensato es apartarse de su camino o acabarás cortando verduras durante una hora —señaló. La condujo hacia el exterior, hacia el jardín que separaba la pista de tenis de la piscina.
—No me importaría ayudarla —admitió Helena cambiando de rumbo, encaminándose hacia la casa.
—A mí sí —refunfuñó Lucas con una sonrisa traviesa, mientras la cogía de la mano—. Además, tenía entendido que querías aprender a volar. ¿Acaso el alboroto de esta tarde no empezó precisamente por eso?
Helena percibió que Lucas estaba disgustado, pero fingía no estarlo.
—Sobre eso… —empezó Helena con expresión de culpabilidad.
—Ya, fue horroroso. Y fue todo por mi culpa. Debería de haberte enseñado a volar en cuanto nos recuperamos de la caída, pero no confiaba… —Lucas se detuvo de manera repentina y sacudió la cabeza—. Qué más da. El caso es que cuando descubrí que podía volar lo único que deseaba era repetir la experiencia. Dejé de dormir; dejé de comer. Fui un estúpido al pensar que tú querrías esperar.
—¿Qué edad tenías cuando lo averiguaste? —preguntó Helena —¿Diez años? Pero tardé varios meses en comprenderlo —dijo, como si quisiera preparar el terreno para anunciar algo—. Los vástagos nacen con sus talentos, pero hasta que descubren cómo utilizarlos suele pasar mucho tiempo. Sobre todo si no hay alguien a su alrededor que comparta el mismo talento y que actúe como mentor.
—¿Tú tuviste uno? Un mentor, quiero decir.
—No. No conozco más vástagos capaces de volar, excepto tú. Pero tenía libros y el apoyo de mi familia —admitió. Se detuvo para mirar a Helena a los ojos y añadió—: Tú no tuviste nada de eso y, por esa razón, es más difícil para ti que para nosotros.
—Se me da bien lo difícil; de hecho, lo fácil no me llama la atención —replicó rápidamente; sin embargo, la expresión de decepción de Lucas indicaba que Helena no había captado lo esencial.
—Simplemente no quiero que te desanimes si ves que tardas tiempo en aprender a volar. Así que, antes de empezar, tengo que explicarte algunas cosas —advirtió sin más rodeos—. Fuerza, velocidad, agilidad, oído agudo y vista de águila, belleza, sanación rápida e inteligencia; aunque la última facultad es más discutible, estas son las aptitudes de las que goza todo vástago. No necesitamos ningún tipo de entrenamiento o formación para hacer uso de ellas. Sin embargo, existen otros talentos menos comunes que exigen esfuerzo y trabajo. Volar es un don muy poco habitual. Y es uno de los más difíciles de controlar.
—De veras, me da igual cuánto me cueste aprender a dominarlo. Me da igual si tardo años, ¡pero me muero por volver a hacerlo! —exclamó Helena dando brincos sin parar, mostrando su impaciencia.
—¡De acuerdo, de acuerdo! Lo primero de todo: tienes que estar quieta. La parte del salto llega después, cuando has adquirido velocidad —aleccionó con una sonrisa mientras colocaba sus manos sobre sus caderas.
Helena se quedó sin respiración ante el roce inesperado y procuró mantenerse inmóvil, tal y como él le había indicado, pero no era sencillo. Permanecieron quietos durante varios minutos sin dejar de mirarse fijamente.
—Cierra los ojos —susurró Lucas.
El corazón de Helena empezaba a latir más rápido y, por alguna extraña razón, sospechaba que Lucas podía oírlo.
—Relájate —recomendó sin abrir los ojos y esbozando una sonrisa—. Intenta disminuir el pulso, si puedes.
—Lo estoy intentando. ¿Tienes que estar tan cerca? —preguntó la chica con voz temblorosa e insegura.
—Sí. No quiero que te alejes ni un centímetro de mí. Podría ser peligroso —respondió con voz inexpresiva, manteniendo la concentración.
Pasaron unos segundos de silencio absoluto. Cuando Lucas volvió a hablar, sus palabras sonaron muy calmadas y lejanas.
—Ahora, concentra la atención en tu cuerpo. Respira profundamente y sigue el recorrido del aire, como si tu cerebro flotara con suavidad en el aire que respiras.
Esperó unos instantes a que Helena advirtiera dónde se encontraba él. Tardó varias respiraciones, pero, al fin, logró hacerlo. Lucas supo cuándo estuvo preparada.
—Bien. Ahora estás en tu interior —dijo con aire triunfal—. ¿Puedes seguir el peso de tu cuerpo?
Podía sentirlo. Notaba el peso de su piel sobre sus músculos y la gravedad de estos sobre sus huesos, tal y como Lucas había descrito. Había millones y millones de trocitos de su cuerpo que marchaban libres pero organizados. Enseguida se dio cuenta de que eran células. Le dio un ataque de risa al percatarse de que en su interior deambulaba un ejército masivo sobre el que jamás había reparado. Escuchó que Lucas también soltaba una carcajada y supo, en ese instante, que estaba junto a ella, percibiendo sus mismas sensaciones.
—Ahora tienes que hacer algo un poco difícil —anunció con voz alegre y curiosa, casi infantil—. Quiero que te quedes en tu interior y procures abrir los ojos, si puedes. No te asustes, estoy aquí, a tu lado.
Helena acató las órdenes de Lucas, pero la sensación era demasiado intensa para procesarla con facilidad.
Recordó el día en que perdió las gafas de sol. Busco en todos los rincones de la cocina, del comedor, de su habitación, pero no consiguió encontrarlas. Sintió rabia porque era consciente de que segundos antes las había tenido en las manos, pero no lograba adivinar dónde las había dejado. Entonces su padre le indicó que las tenía sobre la cabeza.
En ese momento, Helena cayó en la cuenta de que había utilizado el sentido equivocado. Había empleado los ojos para escudriñar cada parte de la casa cuando, en realidad, debía haber utilizado el tacto. Levantó la mano y se palpó las gafas sobre la cabeza, pero, al mismo tiempo, también notó su peso sobre ella. Entonces entendió que durante todo ese tiempo había notado las gafas, pero su consciencia había ignorado tal hecho. Había estado demasiado ocupada «mirando» a su alrededor y se había olvidado de sentir.
Aquello era similar. Una vez más, advertía que había infinidad de maneras de experimentar el mundo que la rodeaba. Ahora, sin olvidarse de los millones de células que recorrían su cuerpo, podía sentir algo nuevo. Notó que descendía en picada por algo realmente gigantesco y supo que tenía otro sentido que podía evitar la caída libre.
Muerta de miedo, siguió su instinto y puso en marcha este nuevo sentido. Necesitaba poner distancia entre el pequeño ejército y el gigantesco monstruo por el que se precipitaba, un monstruo que, de repente, le resultó familiar, pues se deslizaba por él cada segundo de cada día de su vida.
Ya era demasiado tarde para detenerse cuando Helena reparó en que el monstruo era la tierra, y la sensación de desplome, la gravedad. De pronto, el vértigo la abrumó y perdió el equilibrio momentáneamente. Se agarró a Lucas, enterrando el rostro en su pecho, como si quisiera ponerse a salvo. Él era el único objeto fijo en el universo; si Helena se soltaba de él, sin duda descendería en picado en una espiral sin fin.