—Vi algo, Helena —anunció con desesperación—. Y después lo volví a ver una y otra vez. Me sentí tan avergonzada y asustada que decidí no contarle a nadie lo que había visto. Pido perdón si me estoy equivocando, pero tengo que hacerlo, por el bien de todos nosotros. Tengo que hacerlo… porque… es lo que ocurrirá después.
Los ojos se le humedecieron de lágrimas. Parecía tan atormentada que incluso Helena habría hecho cualquier cosa para hacerla sentir mejor. Le dedicó una sonrisa comprensiva a la pequeña de los Delos, que intentaba controlar su agitada respiración y asentía como respuesta, al mismo tiempo que envolvía la empuñadura de la espada con ambas manos. La balanceó por encima del hombro y se detuvo en seco, esperando que Helena estuviera preparada.
Helena tragó el grito sofocado que se arrastraba precipitadamente por su garganta.
Si Casandra, el oráculo de Delfos, había vaticinado su muerte, ¿qué sentido tenía luchar contra ello? ¿Acaso Helena tenía otra opción?
La idea de no manejar su propio destino la enfurecía. Estaba tan rabiosa que decidió levantar la cabeza y tomar la única decisión que podía, a sabiendas de que, con toda seguridad, sería la última decisión de su vida.
—Podría intentar escapar volando, pero ¿cómo dice la frase de la tragedia
Edipo Rey
?«A menudo se encuentra el destino en el camino que se tomó para evitarlo», ¿Verdad? Así que haz lo que tengas que hacer. Yo escojo acabar con esto ahora mismo —respondió Helena con la voz impasible, aunque todo su cuerpo temblaba de miedo.
Casandra osciló la espada. En ese milisegundo, Helena se convenció de que había gozado una buena vida, pues, de repente, quiso aferrarse a ella e incluso le vinieron ganas de llorar de gratitud. Había tenido amigos maravillosos, el mejor padre del mundo y un cuerpo sano y fuerte. Incluso había disfrutado de la emoción de volar. Y una vez, en mitad de la noche, estuvo a punto de besar al único chico que había querido…
Notó un extraño hormigueo, como si alguien hubiera apoyado un gigantesco mirlitón junto a su cuello y soplara con fuerza. Observó que Casandra abría los ojos de par en par mientras apartaba el filo de la espada del cuello de Helena.
La espada estaba completamente destrozada en la zona intermedia, retorcida y deteriorada, como si fuera una lámina de metal estrujada. Durante unos instantes Casandra miró fijamente a Helena, estupefacta e incrédula. Acto seguido, unos lagrimones de alivio se deslizaron por sus mejillas.
—Tenía razón —dijo al mismo tiempo que dejaba caer el arma y abrazaba a Helena con fuerza. Entonces empezó a dar brincos de alegría, obligando a la joven a que saltara con ella, mientras exclamaba—: ¡No estás muerta! Esto es… ¡No te imaginas qué feliz estoy por no haberte matado!
—Ídem —murmuró Helena, asombrada. Seguía viva.
—Espera, tenemos que asegurarnos —dijo Casandra, emocionada, mientras corría a toda prisa hacia el baúl de armas que había en un rincón de la pista de tenis. Destapó el cofre y agarró un arco y una flecha. Con una sonrisa de oreja a oreja, disparó a Helena al pecho.
Helena escuchó a Ariadna gritar algo a su prima y a alguien trotando a una velocidad supersónica para adelantarse a la flecha y frenarla, pero la carrera fue en vano. La punta de la flecha rozó el pecho de Helena y rebotó. Demasiado tarde como para cambiar de rumbo, Jasón chocó con ella desde atrás y la derribó. Los dos dieron varias volteretas hasta que el muchacho logró clavar los codos en el suelo, lo cual le ayudó a frenar. Quedó encima de la joven. Helena permaneció abatida en el suelo mientras Jasón observaba el tórax de Helena sin dar crédito a lo que veía.
—Vi que la flecha se clavaba en tu pecho —dijo con vehemencia, como si estuviera prestando declaración ante un gran jurado.
—Yo también —añadió Casandra desde el otro extremo de la pista de tenis, sonriendo con satisfacción.
—Creo que la hemos perdido definitivamente —susurró Héctor a Ariadna con aire triste, pero sin sorpresa en su voz.
—No he perdido la chaveta, Héctor. Lo he visto —afirmó Casandra sonriendo de oreja a oreja—. A Helena no puede herirla ningún arma.
Compruébalo por ti mismo —recomendó mientras extraía una espada del cofre para ofrecérsela a su hermana.
—Cass baja la espada —sugirió Ariadna alzando la mano, con un gesto apaciguador—. Podemos hablar sobre esto.
—¡No estoy loca! —chilló Casandra, que, de repente, se mostró furiosa.
—No está loca —confirmó Helena con convicción. Se deslizó por debajo de Jasón y se incorporó—. Vamos, Cass. Dispárame.
Casandra se colocó con otra flecha en el arco y no vaciló en diparar a Helena, esta vez apuntándole a la cabeza. Ariadna dejó escapar un grito ahogado, pero el chillido perdió intensidad cuando observaron que la flecha se desplomaba al tocar la cabeza de la joven. Se produjo un silencio sepulcral durante varios segundos.
—¡Vaya! —exclamo Héctor con un toque de envidia en su voz.
—¿Te ha dolido? —preguntó Jasón mirando a Helena con aire incrédulo.
—Un poquito —respondió ella, pero Jasón estaba tan emocionado que no podía prestarle atención.
Corrió hacia el cofre, sacó una jabalina y la arrojó hacia Helena. Rebotó en su cuerpo.
—De acuerdo, esta vez sí me ha dolido —reconoció Helena.
La joven no dejó de sonreír en todo momento, pero, al ver que Héctor ya había escogido otra espada y se encaminaba con paso decidido hacia ella, alzó las manos, indicando de modo amigable que ya había tenido suficiente.
—Pararé cuando empieces a sangrar —replicó con indiferencia sin dejar de avanzar violentamente hacía Helena. Tras cuatro embestidas, la espada quedó para el arrastre.
Helena dio un traspiés y cayó de bruces. No estaba herida, pero el instinto de protegerse seguía activo. Héctor adoptaba un semblante aterrador cuando atacaba. La lluvia de golpes finalizó súbitamente cuando la espada se rompió en dos. La joven intentó ponerse en pie, pero volvió a derrumbarse cuando algo cayó desde el cielo y aterrizó con violencia sobre Héctor. Lucas se abalanzó sobre su primo mayor desde arriba, hundiéndole en el barro y obligándole, segundos después, a ponerse de rodillas para atestarle varios golpes.
—¡Lucas para! —gritaron las tres chicas al mismo tiempo.
Jasón no soltó palabra, pero, tal y como ya era habitual, se entrometió entre su primo y hermano para intentar separarlos. Furioso, Lucas golpeó a Jasón accidentalmente; eso le hizo parar y mirar a sus dos primos. Héctor estaba debajo, recubierto de fango y mugre, con las manos en alto, gesticulando rendición. Jasón estaba junto a Héctor, con la boca manchada de sangre y empujando los hombros de Lucas para mantenerlo alejado de su hermano. Lucas pestañeo y miró a Helena.
—Estaba intentado matarte —confesó mientras bajaba el puño. Observó con atención a su primo y, con voz inocente, como si fuera un niño pequeño, añadió—: Te vi. Tenías una espada.
—Estoy bien. Mírame, Lucas. Ni una gota de sangre. Estoy bien —aseguró Helena mientras se deslizaba hacia la zanja. Posó las manos sobre los hombros de Lucas e intentó convencerle de que soltara a sus primos, que jadeaban asustados. El joven, dócil por el arrepentimiento y la confusión, se dejó guiar por Helena.
Casandra explicó brevemente la inmunidad de la jovencita a su hermano mientras Helena, Ariadna y Jasón tiraban de Héctor, que permanecía atorado en la zanja donde se había desplomado cuando Lucas se abalanzó sobre su primo. Aunque no estaba herido de gravedad, no podía caminar sin su ayuda. Ariadna y Jasón llevaron a Héctor hacia la casa, sujetándole para que no perdiera el equilibrio. Lucas contempló a su primo con atención, medio cojeando, medio arrastrándose por el jardín. Ante aquel panorama, Lucas tuvo que sentarse en la arena.
Tres siluetas salieron raudas del edificio, a una velocidad inhumana, para comprobar qué había sucedido. Palas ayudó a sus hijos a recorrer el resto del camino hacia la casa mientras Cástor y Pandora, tras una breve conversación con Ariadna, se dirigían hacía la pista de tenis.
—¿Por qué no me advertiste, Cassie? —suplicó Lucas en voz baja al mismo tiempo que Cástor gritaba preguntas desde la otra punta de la pista de tenis, acompañado por Pandora.
Casandra se encogió de hombros y desvió la mirada al suelo.
—Tenía miedo —interrumpió Helena, que no dudó en defender a Casandra para frenar el interrogatorio de Cástor. Tomó a la chica de la mano; a Helena le molestaba sobremanera que quisieran culpar a Casandra por las acciones de Lucas—: Tuvo una visión de sí misma sujetando una espada y supuso que me mataría. Pensó que tenía que matarme. Poneos en su lugar. ¿Se lo habríais contado a alguien?
Pandora miró a Helena de manera inquisitiva, como si quisiera preguntarle si todo andaba bien. Ella le respondió con una sonrisa insegura, aunque le alivió saber que Pandora era lo bastante sensible como para hacerle esa pregunta en silencio. Entonces, las dos volvieron su atención a Lucas, que todavía estaba en estado de
Shock.
—Si estabas asustada, ¿por qué no me lo dijiste, Cassie? Sabes que puedes contar conmigo para lo que sea —afirmó Lucas. Pero Casandra se limitó a menear la cabeza.
—Ninguno de vosotros estáis capacitados para ser mis confidentes. Soy la única que puede decidir lo que debo revelar o mantener en secreto —comentó con voz amable.
Casandra se apartó de Helena y se puso algo más derecha. En cierto modo, parecía que la más pequeña de los Delos se desprendía de su infancia con un gesto doloroso. Tomó aliento y se dirigió a Helena.
—¿Quedarte ahí y esperar que te cortara la cabeza? —dijo con una voz distinta, más madura y más melancólica—. Es lo más valiente que jamás he visto.
«Eso es porque no te has visto a ti misma», pensó Helena.
Casandra bajó la mirada hacia Lucas, que aún no había salido de su asombro por lo que había hecho. La chica apoyó una mano en su hombro y le sacudió hasta que Lucas alzó la mirada.
—Entremos en casa y veamos que tal está Héctor —dijo mientras ayudaba a su hermano a incorporarse.
A Helena aún le temblaban las piernas por el efecto de la adrenalina. Cuando se encaminaron hacia la casa, deseó que Lucas la cogiera de la mano, tal y como solía hacer, pero enseguida se regañó a sí misma por pensarlo. Aceleró el ritmo y caminó delante de él para no caer en la trampa de complacerse a sí misma.
Toda la familia se sentó alrededor de la mesa de la cocina para discutir el nuevo descubrimiento, pero, al parecer, nadie tenía respuestas. Le preguntaron a Helena si podía recordar algún episodio de su vida en que se hubiera hecho daño con un cuchillo, por ejemplo, pero su infancia había estado libre, lo cual resulta extraño hasta para un vástago. No lograba rememorar haberse cortado con algo más afilado y peligroso que una hoja de papel. Eso suscitó un debate filosófico acerca de que podía calificarse como un arma: si una hoja de papel podía cortarle pero una espada no, ¿se podría crear una espada de papel y matarla?
—¿Un tenedor se considera un arma? —preguntó Jasón señalando un tenedor que había sobre la encimera.
Ariadna se encogió de hombros y clavó el tenedor en el hombro de Helena. De inmediato, el objeto se deshizo como una bola de helado en contacto con algo caliente.
—Supongo —respondió Ariadna—. ¿Y una cuchara? —dijo mientras se giraba para encontrar una.
—¿Os importaría parar, por favor? —rogó Lucas con una mueca de dolor—. Al final encontraréis algo que pueda hacerle daño de verdad. O incluso matarla. Creo que deberíamos posponer los experimentos hasta que descubramos por qué pasa esto.
—Estoy de acuerdo con Lucas —afirmo Cástor—. Y cuanto antes averigüemos el motivo de su inmunidad, mejor.
—Es imposible que haya heredado ese talento, porque, de ser así, lo habríamos visto en otros vástagos antes —expuso Palas mirando a Helena fijamente, como si fuera un bicho en peligro de extinción que había encontrado bajo un tronco—. ¿Y si la sumergieron en el río Estigia? —lanzó Palas, como si fuera la explicación más lógica—. No se parece a un muerto viviente, pero Aquiles tampoco parecía y lo era.
—No, apostaría lo que fuera a que aún tiene alma —opinó Cástor, sacudiendo la cabeza.
—Y, de todas formas, ¿cómo habría llegado al río Estigia? Hace milenios que no hay un descendiente —añadió Casandra poco convencida.
«¿Un descendiente?», se preguntó Helena.
—¿Qué os parece algo más básico, como una pistola? —preguntó Jasón. Al muchacho aún no le entraba en la cabeza que Helena gozara de un talento tan increíble.
—¿Desde cuándo las balas son lo bastante rápidas para alcanzar a un vástago? Por eso seguimos utilizando espadas, tontaina —aclaró Ariadna con una sonrisita—. Nuestra velocidad es incomparable, por eso nosotros somos nuestro peor enemigo.
—Si, pero ¿y si Helena se queda quieta y nosotros le disparamos unas cuantas balas? Técnicamente, si alguien nos ametralla, podemos morir —dijo con cierta lógica.
—Da igual las veces que disparemos a Helena; de hecho, podrías lanzar una bomba sobre ella y no se haría ni un rasguño, eso es lo que intento deciros —prosiguió Casandra con aire cansado y frustrado.
—Tiene que haber una explicación. No es un talento, así que debe ser algún tipo de protección que no conocemos. Empezaré a investigar y redactaré una lista de posibilidades —afirmó Palas sin apartar la vista de la joven.
—Te ayudaré, papá —propuso Héctor desde el umbral de la puerta, y renqueó hacia la mesa de la cocina. Tenía el cabello húmedo, pues se acababa de dar una ducha—. Me muero por descubrir cómo aquí, la Chispas, hace este pequeño truco.
—He intentado que descanse por todos los medios, pero ni siquiera me escucha —protestó Pandora desde el pasillo.
Héctor se dirigió directamente hacia Lucas.
—¿Cómo estás? —preguntó con culpabilidad.
Héctor y su primo se dieron un emocionado apretón de manos.
—Estoy bien, hermano. Yo habría hecho lo mismo en tu lugar —admitió. Después dibujó una de sus sonrisas pícaras y añadió—: Aunque yo te habría golpeado más fuerte.
Se dieron un abrazo y dejaron la confrontación en el olvido. Ariadna estaba a punto de susurrarle a Pandora una pregunta, pero Helena no podía morderse ni un segundo más la lengua y explotó:
—Por favor ¿Alguien podría explicarme por qué me llamáis «Chispas»? Y si esta noche alguien vuelve a golpearme o a clavarme algo, ¡os juro que no respondo! —añadió girándose hacia Jasón, quien en ese instante se acercaba sigilosamente por detrás con una grapadora.