—Las Hadas han hecho esto muchas veces —recitó Casandra. Súbitamente, su mirada se iluminó del resplandor del Oráculo y su voz se tornó más aguda a través del velo—. Los amantes predestinados están en la urdimbre y la trama del patrón, y mis madres están obligadas a repetirlo una y otra vez. La simetría debe mantenerse o la tela del universo se deshilachará. Las cuatro castas se han preservado así.
—¿Las cuatro? —repitió Lucas, buscando a Helena con la mirada. Un rayo de esperanza le reavivó, pero Helena no se contagió de ese júbilo repentino, sino que mantuvo el rostro pálido e inexpresivo.
—Cuatro castas en tres herederos —canturrearon las distintas voces—. Los amantes predestinados han preservado las líneas sucesorias. Y los tres alzarán la Atlántida.
Un extraño silencio invadió el salón, como si imitara la pausa que precede al inevitable y a la vez ensordecedor rugido de la tormenta tras el destello de un relámpago.
—¡Sibila! —exclamó Dafne de repente, dirigiéndose a Casandra con el título más antiguo de su oficio—. ¡Te suplico que me conteste! ¿Cómo es posible que los vástagos se deshagan de las furias?
—¡Aún no puede dominarlas! —susurró Cástor a Dafne, cuya expresión se había tornado codiciosa y desesperada.
De pronto, Helena recordó la repentina decisión de su madre, aceptando enseguida acudir hasta la casta de Tebas con Lucas. Entonces se dio cuenta de lo que Dafne había querido desde el principio.
Cástor agarró a Dafne del brazo e intentó alejarla de su hija, pero ya era demasiado tarde. Las Tres Hadas, los Tres Destinos, habían sido invocadas de manera oficial en el cuerpo del Oráculo para responder a una pregunta directa, y nadie podía detenerlas ahora. La boca de la pequeña se iluminó, su cabello empezó a erizarse y, tras un chasquido, su cabeza se inclinó hacia atrás. Unas súbitas cataratas le llenaron las cuencas de los ojos de legañas y toda su piel se arrugó. Una anciana se abría camino por la fuerza entre el esqueleto de la pequeña, como si estuviera rasgando un velo. Sin dejar de convulsionarse, la anciana se convirtió en otra mujer y después se transformó en una tercera mientras las distintas voces resonaban al mismo tiempo en su interior.
—El Descendiente debe ser bien acogido por aquellos que se muestran reacios a perdonar, por aquellos que no pueden olvidar. El Descendiente liberará a los Tres de su sufrimiento y redimirá a las castas del ciclo de sangre por sangre —dijo.
Después se produjo otro momento de silencio. Casandra alzó la cabeza y, acto seguido, las arrugas se suavizaron al mismo tiempo que su mirada volvía a la normalidad, pero las espeluznantes presencias seguían latiendo en su interior. Dafne se soltó de Cástor y se aproximó al Oráculo con los brazos cruzados y las palmas apoyadas sobre el pecho, a modo de respeto y veneración.
—La casta de Atreo tiene una deuda contigo, Sibila —agradeció Dafne tras una extravagante reverencia, completando así su parte del ritual.
—Y la casta de Atreo la pagará cuando se le exija —replicó el Oráculo justo antes de que el brillo se desvaneciera por completo y Casandra volviera en sí, tras varios parpadeos y una exhalación.
Todos observaban fijamente a Dafne con una mezcla de conmoción y furia.
—Lo siento, pero tenía que hacerlo —susurró.
—Podrías haberla matado —dijo Lucas, apretando los puños—. Aún es muy joven.
—Si el ciclo de la venganza no se rompe, tampoco tiene futuro. Ninguno de nosotros, de hecho —farfulló Dafne, incapaz de mirar al joven a los ojos.
Varios de los presentes alzaron la voz para iniciar una acalorada discusión, pero Casandra los calló.
—Dafne tiene razón. Las cosas cambiarán, se ha hecho una profecía y, os guste o no, soy el Oráculo. No puedo seguir escondiéndome.
—Quizá —dijo Cástor con tono sombrío—, pero la próxima vez decidiremos por unanimidad qué preguntas hacerle y el momento propicio para formularlas. —Entonces se giró hacia Dafne y la señaló con un dedo acusador—. Otro truco como este y me aseguraré de que no vivas lo suficiente para escuchar la respuesta de Sibila.
Dafne asintió con un rostro pasivo que, al parecer, apaciguó a Cástor, aunque no tuvo el mismo efecto en Lucas. Había apreciado esa misma expresión en Helena antes, y sabía que era falsa. Lucas miró de reojo a la chica, que también se había percatado del engaño, y compartieron una mirada ansiosa. Casandra afirmó estar cansada y Pandora la acompañó hasta su habitación para que descansara un rato. Ariadna se fue a la cocina para comprobar cómo andaba Matt, que procuraba desinflamar los chichones y aliviar los moretones con bolsas de hielo mientras Noel le daba un curso intensivo sobre semidioses. Lucas hizo un gesto con la cabeza, indicándole así a Helena que se reuniera con él en la habitación contigua. La joven negó con la cabeza, pero él ya se había dado media vuelta, encaminándose hacia la puerta, así que no tuvo más remedio que seguirle.
Lucas la guió hasta una parte desconocida y poco familiar de la casa, situada en el ala opuesta de la oficina de su padre. Mientras deambulaban por pasillos vacíos y despejados, pasando por delante de habitaciones deshabitadas, Helena se percató de que de vez en cuando Lucas inclinaba la cabeza sobre el hombro, como si comprobara que ella le seguía.
Caminando detrás de él, a tan solo unos pasos de distancia, advirtió que Lucas se ponía algo tenso y que su respiración se aceleraba. Observó el contoneo de su espalda, moviéndose bajo la camiseta con cada respiración, y tuvo que entrelazarse las manos para impedirse tocarlo. Al fin, se encaminó hacia una terraza ubicada en el extremo este de la finca y se giró hacia Helena. La muchacha abrió la boca para protestar y Lucas aprovechó esa ocasión para besarla. Un segundo más tarde, notó que la empujaba suavemente hacia el suelo y, sin apenas darse cuenta, la pareja ya estaba a punto de entregarse por completo.
Una oleada de náuseas le subió desde el estómago y Helena se tapó la boca con ambas manos mientras apartaba la cabeza de Lucas. El joven se retiró con cuidado, pensando que le había hecho daño. Ella apoyó los codos en el suelo de mármol y le empujó.
—Para —rogó.
Él se apartó de Helena de inmediato, alzando las manos en un gesto conciliador. Los dos se incorporaron, colocándose uno enfrente del otro; Lucas parecía tan confuso, tan herido, que Helena no pudo contener más las lágrimas, pese a haberse prometido a sí misma la noche anterior que no volvería a llorar.
—¿Qué ocurre? —preguntó mientras trataba de buscar su mirada y la cogía de las manos—. Helena, somos libres. Quedan dos castas para preservar la Tregua. Podemos estar juntos.
—No podemos hacerlo —repitió apretando los puños para que Lucas no pudiera entrelazar sus manos.
—¿Por qué? —quiso saber Lucas, que sentía la sinceridad de Helena, pero no lograba comprender su reacción—. ¿Tanto han cambiado tus sentimientos hacia mí en solo una noche? ¿Has dejado de quererme?
—No es eso —respondió, angustiada—. Ojalá no te quisiera.
—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó Lucas, aliviado al comprobar que, por lo menos, Helena seguía sintiendo lo mismo por él—. Soy consciente de todo lo que has vivido hoy, y quizá no estás preparada. Está bien, esperemos el tiempo que necesites…
—¡Somos primos hermanos! —gritó desesperada, incapaz de controlar unos sollozos que le sacudían los hombros—. Jerry no era mi padre, Lucas. Era Áyax.
El joven se quedó completamente paralizado por el miedo y, durante el largo silencio que se produjo después, lo único que Helena podía percibir era el suave sonido de la lluvia golpeando el tejado de cristal.
—Eso es imposible —murmuró, aunque en el fondo sabía que Helena no le estaba mintiendo, pero se negaba a aceptarlo—. No. Vimos a las furias cuando nos conocimos. No podemos estar emparentados.
—Sí, sí podemos —refutó Helena, secándose las lágrimas de las mejillas en vano, pues no conseguía detener esa procesión de lágrimas que le humedecían el rostro—. Los herederos mestizos, descendientes de un linaje heterogéneo, solo pueden pertenecer a una casta, y la casta de Atreo me reclamó. Este tipo de cosas llevan sucediendo desde siempre.
—¿Desde siempre? —repitió Lucas al recordar la declaración anterior de su hermana pequeña—. Los amantes predes- tinados se repiten una y otra vez. ¿Cuántos vástagos más de linajes heterogéneos andan por ahí escondidos?
Helena se sorbió la nariz y le miró con una sonrisa apenas perceptible. Lucas era tan sensible, tan rápido en captar cada detalle que se le hacía imposible no adorarlo. Había infinitas razones por las que admiraba a Lucas Delos y, precisamente por eso, había infinitas razones por las que le amaba. La muchacha se percató de que para olvidar a Lucas no bastaba con pasar página, con superar una ruptura desde luego dolorosa; tendría que olvidar cada razón que la empujaba a amarle con locura. El peso de todos esos futuros desconsuelos derrumbaron a Helena, que no tuvo más remedio que agachar la cabeza, pues le resultaba imposible mirarle a los ojos mientras contestaba a su pregunta.
—Dafne nos llama granujas, y sí, hay varios como nosotros —contestó en voz baja—. Nadie conoce el número exacto, pero mi madre ha localizado a veinte por lo menos.
—Entonces, si estos herederos solo pueden pertenecer a una casta, pero sus padres forman parte de castas enemigas, un padre puede encargarse de criar a su granuja y el otro…
—Las furias se encargan de cegar de rabia al otro progenitor, que intentará asesinar a su propio bebé en cuanto nazca. Solo una casta, un padre, puede reclamar el bebé; el otro no puede ni siquiera acercarse —finalizó Helena, con aire triste—. No hay modo de saber de antemano si la casta que reclame al bebé pertenece a la madre o al padre, pero una de ellas siempre intenta matarlo, de forma que cuando el bebé nace, los padres tienen que estar ahí… para enfrentarse a un duelo a muerte por la vida de su hijo.
—Es repugnante —suspiró Lucas. Helena estaba de acuerdo.
—Tienes razón, es repugnante. Los bebés no deberían formar parte de las disputas familiares. Dafne juró que se desharía de las furias para que bebés granuja, como yo, pudieran estar con sus dos padres, para que nadie más tuviera que sufrir el horror de querer asesinar a su propio hijo nunca más. De hecho, Dafne ha convertido la liberación de los vástagos en su misión vital.
Lucas asintió, comprendiéndolo todo por fin. Empezó a caminar por la terraza, como si no pudiera permanecer en la misma postura más de un segundo; decenas de pensamientos le atormentaban.
—¿Qué hacemos? No podemos estar lejos el uno del otro —comentó mirando a Helena, que seguía sentada y abatida sobre el suelo.
—Lo sé, pero tampoco puedo estar cerca de ti —dijo. La joven se levantó con un suspiro de agotamiento.
Lucas gruñó y se cubrió el rostro con las manos. Ninguno de los dos se atrevía a mirar al otro; sin abrir los ojos, se unieron en un abrazo, para consolarse el uno al otro.
—Mi madre y yo teníamos pensado irnos hoy —susurró Helena.
—No me dejes —suplicó Lucas, estrechándola aún más entre sus brazos.
—¿Qué vamos a hacer? —murmuró Helena con desesperación, aunque sabía perfectamente que él no tenía una respuesta para esa pregunta.
—No creo sea capaz de pasar otra vez por esto —reconoció Helena, que enseguida se apartó de él y se retiró el cabello de la frente—. No puedo volver a explicarlo.
—Yo lo haré —afirmó Lucas, buscando instintivamente la mano de Helena, aunque se controló y la retiró.
Héctor llegó a la puerta en el mismo instante en que Lucas la abrió. Su rostro era una máscara de preocupación y su agitada respiración le hacía jadear. Tras mirar varias veces a Lucas y a Helena, que parecían devastados y asolados, Héctor asumió que estaban bien.
—Estáis… vivos. Eso es bueno —dijo más aliviado.
—Deberíamos volver —propuso Lucas con un rostro carente de expresión.
Sin decir palabra, el joven empezó a caminar por el pasillo, arrastrando los pies.
—Dafne nos lo ha contado todo —le dijo Héctor a Helena sin rodeos—. Lo siento, prima.
La chica asintió varias veces con la cabeza, sin atreverse a decir una palabra, y empezó a avanzar por el pasillo. Para su sorpresa, Héctor la alcanzó y la rodeó con un brazo mientras caminaban. Durante un segundo, la estrechó con más fuerza y la besó en la cabeza. Tras un momento, ella se percató de que estaba apoyándose en el pecho de Héctor, buscando su consuelo.
Esperar oculto entre las sombras en el jardín de la casa de los Hamilton era una apuesta arriesgada, pero Creonte no tenía otra opción. No podía aproximarse a la finca de los Delos después de haberles mostrado cuáles eran sus intenciones; aquello los habia puesto a la defensiva. Había estado tan cerca…, pero haber subestimado a su primo le había salido caro. Lucas era más fuerte de lo que pensaba. Jamás volvería a cometer ese error: ese desliz podía convertir a Creonte en una vergüenza más que en un salvador.
Ahora que su objetivo estaba protegido por su propia familia, no tenía más opción que esperar y rogar que Helena fuera lo bastante estúpida como para salir solita por ahí. Albergaba la esperanza de que tal vez fuera hasta el lugar que una vez fue su hogar.
Aunque no era muy probable, era todo lo que tenía en este momento. No podía regresar al yate y enfrentarse a sus primos con las manos vacías. Tenía que aparecer con algo, una pista, una oportunidad, algo, antes de involucrar a cualquiera de los Cien Primos. Independientemente de cómo resultara todo este asunto, su padre jamás conocería su error en el hotel. La mera idea le resultaba humillante.
Al fin Tántalo le había confiado la verdad; por primera vez en diecisiete años, le habían permitido escuchar la verdadera voz de su padre. No le habían dejado compartir la misma habitación, ni ver su rostro porque aquella mujer lo había deformado de un modo tan monstruoso que mirarlo podría resultar mortal. Sin embargo, por primera vez en muchísimo tiempo, Creonte había podido hablar con su padre y conocer la pesada carga que llevaba.
Su padre lo elogió por haber sido tan fuerte y fiel durante tantos años. Le explicó a su hijo lo sucedido en aquel bote de remos, cómo sus pensamientos y su voluntad se habían retorcido de tal forma que se vio empujado a cometer un pecado que le marcaría de por vida, como a Medusa. Tántalo admitió sus errores, de los cuales se arrepentía, y le desveló que arrostraba las consecuencias desde entonces. Había jurado extirpar el mal femenino del cesto del mundo para que todos, vástagos y mortales, pudieran al fin controlar su lujuria. Entonces decidió confiarle a su hijo la misma misión sagrada.