—«Expulsar pulmón en tubo inflador» —musitó Lucas como respuesta al mismo tiempo que rellenaba una almohada—. Suena muy doloroso.
Al intentar silenciar las risitas solo lograban empeorar las cosas. Se dejaron caer sobre el colchón, sofocando sus carcajadas. De vez en cuando conseguían controlarse, pero en el instante en que se miraban, estallaban en risotadas y se llevaban las manos a la boca para intentar calmarse. Casi no podían aguantarse la risa. Permanecieron allí, tumbados sobre el colchón y respirando agitadamente, agotados tras reírse a carcajada limpia. Helena notó que Lucas le cogía de la mano y sacudía la cabeza mirando el cielo nocturno.
—¿Qué estoy haciendo? —bisbiseó para sí, pasándose la otra mano por el pelo.
—¿Qué pasa? ¿Acaso ahora tampoco podemos reírnos juntos? —susurró mientras su sonrisa se desvanecía lentamente de los labios.
—No es eso —contestó Lucas, que, se giro para mirarla con ternura—. Pero no es precisamente sano para mí disfrutar tanto de tu compañía, hasta el punto de que algo tan estúpido como hinchar un colchón, me haces reír, o sueltas un comentario ingenioso y me da la sensación de que me estoy perdiendo algo. Creí que estaba preparado, pero esto es muy duro.
—¿Y qué es exactamente esto, Lucas? ¿Por qué prefieres dormir en el tejado que en mi cama? —preguntó Helena. Se dio media vuelta para colocarse frente a él y no dudó en acariciarle el hoyuelo en forma de V que tenía debajo de la nuez.
—Vuelve abajo —ordenó con desesperación, apartándole la mano del pecho—. Por favor, Helena. Ve a tu cama.
Ella sabía perfectamente cómo encandilar a Lucas, sin tener en cuenta si él se mostraba dispuesto a ser seducido o no. Se sentía desconcertada. Al fin, se levantó y se encaminó temblorosamente hasta su cama. Se ponía nerviosa cada vez que se comportaba de un modo agresivo, tan diferente hacia sus sentimientos que llegaba incluso a imponerse.
Mientras se deslizaba bajo las sábanas, oyó a Lucas dar vueltas en el mirador. El joven se levantó con un suspiro y se dirigió hacia la puerta del mirador.
El corazón de la chica empezó a latir con alegría cuando Lucas puso la mano sobre el pomo y lo giró. Helena se incorporó de inmediato.
Ambos percibían la respiración del otro, el flujo de sangre corriendo bajo su piel. Durante un segundo, Helena habría jurado que incluso sentía el calor que desprendía su cuerpo, a pesar de la distancia. Finalmente, Lucas pareció ganar una suerte de batalla, contra sí mismo, subió de nuevo al mirador y se echó sobre el colchón de aire.
Helena también volvió a recostarse en la cama. Tras controlar el ritmo de sus latidos, se sumió en el sueño plácido y profundo del que, en general, podía disfrutar siempre que Lucas la vigilaba de cerca.
Justo antes del alba, Lucas le acarició el rostro para despertarla.
Cuando Helena abrió los ojos, el joven la besó en la frente y le dijo que estaría de regreso dentro de un rato para llevarla hasta el instituto. Después, saltó por la ventana y se alejó volando. Ella decidió que de ningún modo podría volver a conciliar el sueño, así que se levantó y cocinó un desayuno muy elaborado para su padre.
—¿Estás bien? —preguntó Jerry con la boca llena de tortillas, sirope y panceta.
—¿Por? Estoy genial —respondió con sinceridad mientras sorbía café.
—¿Cómo van las cosas entre Lucas y tú? —interrogó con cautela.
—Más raras que un perro verde —respondió con una sonrisa. Después se encogió de hombros y añadió—: Pero ¿qué se le va a hacer?
—Qué se le va a hacer —repitió su padre. De repente, Jerry dejó de masticar, como si una idea le hubiera paralizado sus capacidades motoras.
Helena estaba convencida de que estaba pensando en Kate, pero su instinto le indicó que debería dejarle en paz y no preguntarle nada. Todavía necesitaba algo de tiempo y no le cabía la menor duda de que, cuando estuviera preparado, le hablaría sobre ello.
Lucas la recogió tal y como había prometido; al verse, se sonrojaron de inmediato. El simple hecho de sentarse en el mismo coche ponía a Helena de un humor increíble, y cuando una de sus canciones favoritas sonó por la radio no vaciló en bailar en el asiento convenciendo a Lucas para cantar con ella mientras conducía de camino a la escuela. Más tarde lo negaría hasta la muerte, pero Lucas cantaba la mar de bien, de modo que Helena se detuvo para escucharle con atención, con la boca abierta.
—¡Qué! —exclamó el chico, atónito al percatarse de que estaba cantando a pleno pulmón él solito.
—¡Tienes una voz preciosa! ¿Hay algo que no se te dé bien? —preguntó exasperada mientras le golpeaba el brazo en broma.
—Para tu información, Apolo también es el dios de la música. Ahora deja de quejarte y canta conmigo —explicó al mismo tiempo que subía el volumen de la radio hasta que los bajos retumbaron en las ventanillas del coche.
La voz de Helena no era tan melodiosa como la de Lucas, pero compensó su poco talento con entusiasmo. Acabaron la canción a dúo e incluso se quedaron en el coche después de haber aparcado para escuchar el final instrumental. Lucas fingía tocar la batería sobre el volante y Helena tocaba la guitarra al aire.
—¡Dios, qué sonido tan maravilloso! ¡Mi solo de guitarra ha sido inspirador! —exclamó Helena, entusiasmada, mientras se apeaba del coche de un brinco.
—Deberíamos irnos de gira —comentó Lucas, que la cogía de la mano camino del edificio.
Todo el mundo los observaba, pero a Helena le daba absolutamente igual. Ya no sentía retortijones en el estómago. Ahora que sabía que los malditos pinchazos eran producto del uso de sus poderes delante de mortales y no se debían a llamar la atención, podía relajarse. Empezó a preguntarse cuántos de sus episodios del pasado habían sido reales y cuántos habían sido provocados por el miedo al dolor insoportable. Era todo un alivio saber que tenía algo de control sobre la maldición de su madre y, por primera vez en su vida, Helena sintió que, quizá, ser un poco diferente no estaba tan mal.
—¿Seguimos siendo noticia? —preguntó Helena con un destello astuto en la mirada.
—No lo sé. Déjame que compruebe la CNN —respondió Lucas sacando el teléfono móvil, fingiendo haber abierto el navegador de Internet.
Ella se quedó absorta y soltó un grito ahogado.
—¡Oh, no! ¡Mi teléfono! ¡Olvidé decirle a mi padre que se me ha estropeado otra vez! —Se quedó paralizada en el pasillo al recordar que Héctor le había obligado a darse un chapuzón con el teléfono móvil en el bolsillo.
—Héctor te comprará otro teléfono. Uno mejor —dijo Lucas. Después la besó en la frente y añadió—: Puedes estar segura.
—Eso suena verdaderamente mal —gruñó ella, pero el timbre del instituto vibró y tuvo que correr para no sufrir la cólera de Hergie.
El resto del día fue casi tan perfecto como puede serlo una jornada de instituto. Helena se sentía plena de energía, Claire era un rayo de sol en cuarenta y cinco kilos de peso y Ariadna también parecía estar de un humor fantástico mientras Matt la ayudaba a mejorar su
swing
de golf en el auditorio, a la hora del almuerzo. Matt era el capitán del equipo de golf y Ariadna se estaba replanteando apuntarse al equipo, aunque primero tendría que aprender las reglas del juego.
—No, todavía sujetas el palo con demasiada fuerza —indicó Matt con amabilidad—. Piensa que es un estoque, no un hacha —aconsejó, sin darse cuenta de que había dado en el clavo. Su
swing
mejoró al instante.
—Cassie, ¿por qué no dejas ese libro y aprendes a jugar al golf? —preguntó Ariadna a su prima.
Como respuesta, Casandra abrió otro libro.
—Por cierto, ¿qué estás buscando entre tantos libros? —preguntó Matt.
—Hechizos o conjuros de la antigua mitología griega que protege contra las armas —informó mientras se pasaba una mano por el rostro.
A Helena, ese gesto le recordó a Lucas. Si bien a Matt le pareció extravagante la respuesta de Casandra, intentó disimularlo como pudo y decidió centrarse en la postura de Ariadna.
—¿Cuánto tiempo crees que tardarán en pillarnos? —preguntó Claire.
—¿Qué más da? Es una de las mejores ideas que Lennie jamás ha tenido. Deberíamos disfrutarlo mientras podamos, en vez de arruinar el momento preocupándonos por si lo perdemos —respondió Matt con serenidad.
Claire miró a su mejor amiga y ambas asintieron con la cabeza, sorprendidas por la sabia respuesta del chico.
—Por Matt Millis. Amigo. Filósofo. Profesional del golf —anunció Helena, alzando el termo.
—Aquí, aquí —llamó Claire. La jovencita levantó su leche de soja con un poco de pereza para unirse al brindis.
Matt hizo una reverencia muy decorosa y no pudo evitar sonrojarse cuando Ariadna le dedicó una sonrisa.
—Eh, Len, ¿llevas un collar nuevo? —le preguntó Claire alargando el brazo para tocar el colgante que Helena siempre llevaba alrededor del cuello.
—No, es el mismo de siempre. ¿Has perdido otro tornillo, Risitas? —respondió Helena tratando de echar un vistazo a su colgante en forma de corazón.
—Parece una fresa, no un corazón. O quizás es más brillante. Probablemente esté loca.
Los siguientes días fueron maravillosos. Por fin, Helena pudo sentir una paz y tranquilidad que no experimentaba desde que la familia Delos aterrizó en la isla. Era como si alguien hubiera vertido una mezcla de cantárida y Prozac en el agua. Siguió asistiendo a sus clases de entrenamiento personal por las tardes, pero a medida que pasaban los días y no había ni rastro de Creonte en ningún rincón de la isla, Helena pareció olvidarse del peligro. La única persona que aparentaba ser inmune al buen humor que se respiraba en el ambiente era Zach. Continuaba intentando entablar una conversación con Helena a solas, pero ella le evitaba, lo cual resultaba bastante sencillo al estar protegida por una familia de semidioses. Además, cada vez que la joven le eludía sabía que en su interior crecía aún más el rencor y el resentimiento.
Albergaba la esperanza de que si evitaba hablar sobre aquella situación durante un periodo de tiempo largo nadie recordaría el episodio en que ella se derrumbó súbitamente mientras perseguía a un desconocido con el torso desnudo. Creía que si la entretenía con excusas durante un tiempo, Zach olvidaría el asunto. Sin embargo, su actitud cada vez era más insistente. Lo último que Helena quería era contárselo a Lucas para que este no le diera más importancia de la debida. Después del incidente en que Héctor intentó ahogarla y, en el proceso, arruinó su teléfono móvil, Lucas retó a su primo en el nuevo cuadrilátero que sustituía a las pistas de tenis. Satisfecho, Lucas había vencido a su primo, que, una hora más tarde y desdentado, le había entregado a Helena un teléfono nuevo. La joven estaba segura de que aquel aparato tenía la suficiente capacidad de procesamiento como para poner en órbita a un satélite.
Sin embargo, la actitud de Zach hacía imposible que Helena pudiera protegerle. Cuanto más trataba de arrinconarla para someterla a un interrogatorio, más sospechas levantaba en Lucas, hasta que ocurrió lo inevitable. El miércoles después de las clases, mientras Lucas acompañaba a Helena al entreno, vio a Zach merodeando por los alrededores. Cuando el chico vio a Lucas, cambió de dirección y se dirigió hacia el vestuario masculino, pero su misterioso comportamiento les llamó la atención.
—¿Zach va detrás de ti? —preguntó Lucas con los ojos como platos.
—Oh, qué va. Quiere hablarme de algo, o eso creo —respondió Helena, quitándole hierro al asunto. Cerró la boca para no hablar demasiado.
—Sí, claro —replicó Lucas con aire despectivo. Su mirada azul se tiñó de negro en cuanto percibió la falsedad de sus palabras y después añadió—: ¿Hay alguna razón por la que Zach pueda pensar que no tienes pareja?
—¡No! Espera, ¿qué? —tartamudeó Helena, que no comprendía el enfado de Lucas.
—¿Le has dicho que tú y yo no somos realmente una pareja porque yo no…?
A Lucas se le fue apagando la voz hasta dejar la pregunta incompleta. Se pasó las manos por el cabello y empezó a caminar en círculos.
—¿Se puede saber qué le cuentas a la gente sobre nosotros? —preguntó con cierta agresividad mientras el perfil de su figura empezaba a difuminarse porque dispersaba la luz de su alrededor.
—¡No le he contado nada a nadie! —gritó Helena con un tono de voz tan agudo que no pareció natural.
—¿Estás intentando ponerme celoso o simplemente estás tan frustrada que ya estás buscándote a alguien más? ¿Alguien que sucumba a ti?
Lucas estaba tan furioso que ella apenas podía distinguirle con claridad, pues su silueta era demasiado borrosa. Helena también sentía enfadada, así que no dudó en contestarle.
—¡No estoy buscando a nadie más! —aulló.
Lucas retrocedió un paso involuntariamente y observó con atención el halo de color azul pálido que resplandecía alrededor de la cabeza y las manos de la joven. Por lo visto, la energía eléctrica de Helena no respondía al control lumínico de Lucas y, cuando él advirtió que las distorsiones que había creado rebotaban en el destello metálico de ella, no tuvo otra opción que protegerse los ojos. —Oh, oh —dijo entre risitas ahogadas. Helena tenía la impresión de estar ascendiendo a lo más alto de una montaña rusa y que en cualquier momento descendería en picado.
La joven alargó un brazo a un lado para intentar mantener el equilibrio. Lucas dio un paso hacia delante para sujetarla, pero sabiamente se detuvo antes de rozarla y electrocutarse. De repente, el resplandor azulado se apagó, como si alguien hubiera pulsado un interruptor; el cuerpo de Helena se desplomó sobre el suelo como un suflé a medio hornear.
—Me siento fatal —confesó con una expresión de desconcierto y perplejidad.
—¿Estás… estás descargada? —le preguntó tembloroso y preocupado.
Helena desvió la mirada hacia el suelo y empezó a reírse como una loca mientras la corriente de electricidad le hacía cosquillas en el cerebro.
—No. Linóleo —anunció al mimo tiempo que daba una fuerte palmada en el suelo. De pronto, su visión se tornó estática y añadió—. Tenías
rrrazón.
Debería haber aprendido a
uuuutilizar
esto.
Helena tenía que desprenderse de ese flujo de energía.
—
Luccccas, corrrrre
—articuló.
La mandíbula de Helena castañeteaba incontrolablemente, como si el rayo pidiera a gritos ser liberado. La joven lo había mantenido en su interior demasiado tiempo.