Un hombre se había dormido sobre una de las mesas y el camarero seguía entregado a su crucigrama. El tiempo transcurría despacio. De vez en cuando, la puerta se abría permitiendo a los parroquianos atisbar la luz del día. La gente salía y entraba. Wallander comprobó en su reloj que eran las cinco menos diez. Y Jespersen seguía sin aparecer. Empezaba a sentirse hambriento, de modo que pidió una salchicha y otra Tuborg. Le dio la sensación de que el camarero seguía buscando la misma palabra que cuando él entró en el bar, hacía ya una hora.
Dieron las cinco, pero Jespersen no llegaba. «No vendrá», resolvió el agente. «Seguro que hoy precisamente ha vuelto a las andadas y está bebiendo otra vez.»
En ese momento, entraron dos mujeres, una de las cuales se sentó una mesa tras haber pedido un vasito de licor. La otra se dirigió hacia la barra y se colocó tras el mostrador. Entonces, el camarero dejó el crucigrama y se puso a comprobar las botellas que había en las estanterías. Wallander dedujo que la mujer trabajaba allí. A las cinco y veinte, Jespersen entró en el local, con una cazadora vaquera y una visera. El hombre se fue derecho hacia la barra al tiempo que saludaba. El camarero le puso enseguida una taza de café y señaló hacia la mesa que ocupaba Wallander. Con la taza de café en la mano, Jespersen sonrió al reconocerlo.
—¡Vaya visita inesperada! —dijo en un sueco con marcado acento extranjero—. ¡Un empleado de la policía sueca en Copenhague!
—Un empleado no, un agente —corrigió Wallander—. O mejor, un investigador del grupo de homicidios.
—¿Y no es todo la misma mierda?
Jespersen lanzó una risotada y puso cuatro terrones de azúcar en el café.
—Bueno, sea lo que sea, no está mal recibir visitas —comentó Jespersen—. Yo conozco a todos los que vienen por aquí. Sé lo que van a pedir de beber y lo que van a decir. Y ellos también lo saben todo de mí. A veces me pregunto por qué no iré a otro bar. Pero creo que no me atrevo.
—¿Y por qué no?
—Pues..., a lo mejor alguien dice algo que no quiero oír.
Wallander no estaba seguro de haber comprendido la razón de Jespersen. Su mezcla de sueco y danés era bastante confusa y, además, aquel hombre podía resultar muy vago en sus apreciaciones.
—He venido a verte porque creo que podrías ayudarme —explicó Wallander sin más preámbulo.
—Bueno, a cualquier otro empleado de la policía lo habría mandado al infierno —aseguró Jespersen en tono jocoso—. Pero contigo es distinto. ¿Qué es lo que quieres saber?
Wallander le refirió brevemente lo sucedido.
—Un marino que se llama tanto Anders Hansson como Artur Hålén, que trabajó de simple marinero y de maquinista —concluyó el agente.
—¿En qué compañía?
—Salen.
Jespersen negó despacio con la cabeza.
—Habría oído hablar de ello. El que la gente se cambie de nombre no pasa todos los días.
Wallander se esforzó por ofrecerle una descripción de Hålén mientras rememoraba las fotografías que había visto en los registros de las compañías navieras. Pensó que las personas cambiaban y que tal vez Hålén hubiese modificado su aspecto cuando se cambió el nombre.
—¿No puedes decirme nada más? —inquirió Jespersen—. Dices que era marino y maquinista. Ésa es una combinación poco frecuente, claro. Pero ¿por qué puertos andaba y en qué tipo de embarcación?
—Creo que estuvo en Brasil muchas veces —repuso Wallander vacilante—. En Río de Janeiro, claro, pero también en un lugar llamado Sao Luis.
—Es decir, en el norte de Brasil —precisó Jespersen—. Yo estuve allí una vez. Estaba en régimen abierto, podía salir y entrar cuando quería y vivía de primera en un hotel que se llamaba Casa Grande.
—Ya, bueno. El caso es que no tengo mucho más que contarte sobre él —se lamentó Wallander.
Jespersen lo observó al tiempo que añadía otro terrón de azúcar a su café.
—¿Y lo que quieres saber es si alguien conocía a Anders Hansson o a Artur Hålén?
Wallander asintió.
—Bien, entonces no podemos hacer nada, por el momento —observó Jespersen—. Pero preguntaré por ahí, aquí y en Malmö. Ahora creo que lo mejor será que vayamos a comer.
Wallander miró el reloj y comprobó que eran las cinco y media. No tenía por qué apresurarse. Si tomaba el hidroavión de las nueve de vuelta a Malmö, tendría tiempo de llegar a casa y llamar a Mona a buena hora. Por otro lado, seguía hambriento, pues la salchicha no había saciado del todo su apetito.
—¡Mejillones! —exclamó Jespersen—. Vamos a comer mejillones a la taberna de Anne-Birte.
Wallander pagó su consumición y, puesto que Jespersen ya había salido, tuvo que pagar también su café.
La taberna de Anne-Birte se encontraba en la parte baja del puerto de Nyhavn. Puesto que aún era temprano, no les costó conseguir una mesa. En realidad, un plato de mejillones no era precisamente lo que Wallander deseaba, pero Jespersen había decidido que eso sería lo que comerían. El agente siguió con la cerveza, mientras que su acompañante pidió agua de color amarillo chillón, con sabor a cítricos.
—Ahora no bebo —aseguró—. Aunque empezaré dentro de unas semanas.
Jespersen aderezó la comida con muchas y bien narradas historias de sus años en alta mar hasta que, poco después de las ocho y media, dieron por finalizada la cena.
Wallander se sintió preocupado ante la eventualidad de no tener el dinero suficiente para pagar la cuenta, puesto que Jespersen dio por sentado que él lo invitaría. Pero comprobó con alivio que sí le alcanzaba.
Ya a la salida de la taberna, se despidieron.
—Veré qué consigo y te llamaré en cuanto sepa algo —prometió Jespersen.
Wallander bajó hasta los transbordadores y se puso en cola. A las nueve en punto, soltaron las amarras. Wallander cerró los ojos y no tardó en caer vencido por el sueño.
El profundo silencio que lo rodeaba lo despertó. En efecto, los motores de la embarcación se habían detenido. Intrigado, miró a su alrededor. Dedujo que se encontraban más o menos a medio camino entre Dinamarca y Suecia. De pronto, se oyó por megafonía la voz del capitán que comunicaba que se había detectado un fallo en la sala de máquinas de la embarcación, y que ésta debería ser transportada de nuevo hasta Copenhague. Wallander salió volando de su asiento y se dirigió a una de las azafatas para preguntarle si había teléfono a bordo. La respuesta fue negativa.
—¿Y cuándo llegaremos a Copenhague? —inquirió nervioso.
—Me temo que tardaremos varias horas. Pero les ofreceremos unos bocadillos y bebida durante el trayecto.
—Ya, pero yo no quiero un bocadillo —replicó Wallander—. Lo que yo quiero es un teléfono.
En cualquier caso, nadie pudo proporcionarle uno. Se dirigió entonces a un segundo de a bordo que con seca parquedad le explicó que la comunicación por radio no podía utilizarse para conversaciones privadas cuando la embarcación se encontraba en situación de emergencia.
Wallander volvió, pues, a ocupar su asiento.
«Mona jamás me creerá», resolvió. «Un transbordador que se avería a mitad de trayecto... Será demasiado. Y nuestra relación también terminará por estropearse.»
Wallander llegó a Malmö hacia las dos y media de la madrugada. No habían arribado al puerto de Copenhague hasta pasada la medianoche y, para aquella hora, él había abandonado ya la idea de llamar a Mona. Cuando puso el pie en tierra sueca, empezó a llover de forma torrencial. Pero no tenía dinero suficiente para tomar un taxi, de modo que se vio obligado a ir a pie hasta Rosengård. Y acababa de atravesar la puerta de su apartamento cuando sintió unas náuseas repentinas. Después de vomitar, le subió la fiebre.
«Han sido los mejillones», concluyó. «¡No, si al final habré pillado una gastroenteritis de verdad!»
El resto de la noche transcurrió en un incesante ir y venir de la cama al baño. Por extraño que pudiera parecer, recordó que no había llegado a llamar para dar explicaciones sobre su estado de salud, de modo que, a todos los efectos, seguía faltando por enfermedad. Logró conciliar el sueño hacia el amanecer y pudo descansar durante varias horas pero, a eso de las nueve, tuvo que retomar las carreras hasta el baño. La idea de llamar a Mona entre diarreas y vomitonas se le hacía insoportable. Aunque, en el mejor de los casos, ella comprobaría que había una justificación, pues estaba enfermo. Pero el teléfono no sonaba y nadie se acordó de llamarlo en todo el día.
A la caída de la noche, empezó a sentirse algo mejor, pero estaba tan agotado que no reunió fuerzas para prepararse otra cosa que una taza de té. Antes de conseguir dormirse de nuevo, acertó a pensar en cómo se encontraría Jespersen. En su fuero interno, deseaba que estuviese tan enfermo como él, puesto que había sido el danés quien tanto había insistido en que cenasen mejillones.
Al día siguiente, intentó comerse un huevo pasado por agua para desayunar; pero aquello no resultó más que en una nueva carrera precipitada hacia el cuarto de baño. Así pues, pasó el resto del día tumbado en la cama y, poco a poco, su estómago empezó a mejorar.
Poco antes de las cinco de la tarde, sonó el teléfono. Era Hemberg.
—He estado buscándote —le advirtió.
—Estoy en cama, enfermo —se excusó Wallander.
—¿Gastroenteritis?
—Mejillones, más bien.
—¡Claro, es que hay que estar loco para comer mejillones!
—Pues yo me los comí. Y me salió caro.
Hemberg cambió de tema de inmediato.
—Llamaba para informarte de que Jörne ya está listo —aclaró—. Y estábamos equivocados. Hålén se quitó la vida antes de que Alexandra Batista fuese estrangulada. Lo que significa que hemos de darle un giro a la investigación y que el asesino nos es desconocido.
—Tal vez sea una coincidencia, ¿no crees? —sugirió Wallander.
—¿Que Batista fuese hallada muerta y que Hålén se pegase un tiro con el estómago lleno de piedras preciosas? Eso puedes contárselo a otro. Lo que aquí nos falta es un eslabón de la cadena. En un intento de simplificar un poco, podemos decir que el drama surgido entre dos personas se ha transformado, de improviso, en un triángulo.
Wallander sintió deseos de revelarle a Hemberg lo que había averiguado acerca del cambio de nombre de Hålén, pero otra vez le sobrevinieron las ganas de vomitar. De modo que pidió disculpas y permiso para concluir la conversación.
—Bien, pero si te encuentras mejor mañana, ven a mi despacho —ordenó el inspector—. No olvides beber líquido abundante. Es lo único que ayuda.
Tras haber concluido la conversación de forma abrupta y haber hecho otra visita al baño, volvió a tumbarse en la cama. Pasó la tarde y la noche entre las fronteras del sueño, la vigilia y el duermevela. El estómago parecía haberse calmado, pero aún estaba muy débil. Soñó con Mona y recordó las palabras de Hemberg. Pero no tenía fuerzas ni para actuar ni para pensar en profundidad.
A la mañana siguiente, se sentía mucho más recuperado. Se preparó algo de pan tostado y se tomó un café bastante flojo; pero el estómago no reaccionó. Aireó el apartamento, que había empezado a oler mal. Las nubes se habían esfumado del cielo con su amenaza de lluvia y la temperatura había subido. Hacia la hora del almuerzo, llamó a la peluquería de señoras y, también en esta ocasión, fue Karin quien respondió al teléfono.
—¿Podrías decirle a Mona que he estado enfermo y que la llamaré esta tarde? —preguntó.
—Sí, claro, se lo diré.
Wallander no supo determinar si en el tono de voz de la jefa había o no un eco de sarcasmo. En realidad, no creía que Mona se pasase los días hablando de su vida privada o, al menos, así lo esperaba.
A eso de la una, se preparó para acudir a la comisaría, pero, para mayor seguridad, llamó antes con la intención de comprobar que Hemberg estaba allí. Tras varios intentos fallidos de localizarlo o, al menos, de saber dónde se encontraba, lo dejó por imposible y decidió ir a hacer la compra y dedicar el resto de la tarde a prepararse para la delicada conversación que debía mantener con Mona.
Se preparó una sopa para la cena y, después, se tumbó en el sofá a ver la televisión. Poco después de las siete, llamaron a la puerta. «Seguro que es Mona», se dijo. «Habrá comprendido que, verdaderamente, me pasa algo y por eso ha venido a verme.»
Pero, cuando abrió la puerta, no fue a la muchacha, sino a Jespersen a quien vio.
—¡Jodidos mejillones! —exclamó Wallander enojado—. Llevo enfermo cuarenta y ocho horas.
Jespersen lo miró inquisitivo.
—Pues yo no noté nada. Seguro que aquellos mejillones estaban estupendamente.
Wallander resolvió que era absurdo seguir hablando de la cena e invitó a Jespersen a pasar dentro, hasta la cocina, donde tomaron asiento.
—Oye, aquí huele raro, ¿no?
—Es lo normal cuando la persona que vive aquí se ha pasado casi cuarenta y ocho horas en el baño.
Jespersen meneó la cabeza.
—Tiene que haber sido otra cosa —insistió el danés—. Me niego a creer que sea culpa de los mejillones de Anne-Birte.
—Ya, bueno. Puesto que has venido hasta aquí, debo suponer que tienes algo que contarme —atajó Wallander.
—Me apetecería un poco de café —sugirió Jespersen.
—Lo siento, se me ha terminado. Además, no sabía que ibas a venir.
Jespersen asintió. No parecía ofendido.
—En fin, seguro que a uno puede dolerle la tripa con los mejillones, pero ¿me equivoco si te digo que hay alguna otra cosa que te trae de cabeza en estos momentos? —aventuró Jespersen.
Wallander quedó atónito. El marino había vislumbrado su más honda preocupación, aquello que constituía el doloroso núcleo ocupado por Mona.
—Puede que tengas razón —admitió Wallander—. Pero, de todos modos, es algo de lo que no quiero hablar ahora.
Jespersen hizo un gesto con la mano en señal de que no deseaba instarlo a que le revelase sus secretos.
—Bien, se supone, pues, que tienes algo que contarme; de lo contrario no habrías venido hasta aquí —insistió Wallander.
—¿Te he comentado alguna vez hasta qué punto respeto yo a vuestro presidente, el señor Palme?
—No es presidente. Ni siquiera es primer ministro todavía. Además, me figuro que no has venido hasta aquí para decirme esto solamente.
—Ya, bueno, pero es algo que creo que debo decir —reiteró Jespersen—. De todos modos, tienes razón. Son otros los motivos que me han traído aquí. Si uno vive en Copenhague, no viaja a Malmö a menos que tenga algún asunto que resolver aquí. No sé si me explico.