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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (17 page)

BOOK: La pirámide
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Wallander asintió, pues ya tenía una idea clara de lo sucedido.

—En resumidas cuentas, un simple asesinato repugnante y asqueroso y un tipo avaricioso que se pega un tiro —sintetizó Hemberg—. Cuando formes parte del grupo de homicidios, te verás envuelto en casos similares con frecuencia. Nunca se repetirán los detalles, pero los móviles serán muy parecidos.

—Sí, bueno, el caso es que sobre eso quería preguntarte —apuntó Wallander—. Ya sé que cometí muchos errores.

—Bueno, no te preocupes demasiado —se limitó a responder Hemberg—. Empezarás con nosotros el primero de octubre, no antes.

Wallander no daba crédito a sus palabras. El corazón le saltaba de alegría, pero no mostró sus sentimientos, sino que hizo un simple gesto de aprobación.

Hemberg se quedó con él aún unos minutos, antes de salir hacia « coche bajo la lluvia. Wallander lo vio partir mientras se palpaba distraído la cicatriz del pecho.

De repente, recordó algo que había leído en una ocasión, aunque no sabía dónde.

«Hay un tiempo para vivir y otro para morir.»

«Me he librado de milagro. Tuve suerte.»

Decidió entonces que aquellas palabras siempre estarían presentes en su memoria.

«Hay un tiempo para vivir y otro para morir.»

A partir de aquel momento, se convertirían en una máxima.

La lluvia tamborileaba contra el cristal de la ventana.

Mona llegó poco después de las ocho.

Aquella noche estuvieron hablando largo rato, haciendo planes sobre el próximo verano y sobre el viaje a Skagen que se habían visto obligados a posponer.

La grieta

Wallander miró el reloj. Eran las cinco menos cuarto. Estaba sentado en su oficina de la comisaría de Malmö. Era la Nochebuena de 1975. Los dos colegas con los que compartía la oficina, Stefansson y Hörner, libraban aquel día. Y él mismo pensaba marcharse en apenas una hora. Se puso en pie y se colocó junto a la ventana. Llovía, así que las navidades tampoco serían blancas aquel año. Contempló ausente a través del cristal, que había empezado a empañarse de nuevo, y lanzó un bostezo que hizo rechinar sus mandíbulas. Cerró la boca con sumo cuidado, pues no era infrecuente que se le desencajase algún músculo de la mandíbula inferior cuando bostezaba ampliamente y con todas sus fuerzas.

Volvió a sentarse ante el escritorio, sobre el que había esparcidos varios documentos que no reclamaban su intervención inmediata. Se retrepó en la silla y pensó con satisfacción en las vacaciones de casi una semana entera que lo aguardaban, pues no debía volver a entrar de servicio hasta el día de fin de año. Puso los pies sobre la mesa y sacó un cigarrillo. Al encenderlo, empezó a toser de forma convulsiva. En realidad, había decidido dejar de fumar, aunque no como una promesa de Nochevieja, pues se conocía lo suficiente como para saber que no tenía muchas posibilidades de conseguirlo. Necesitaba un largo periodo de mentalización, pero, un buen día, se despertaría con la certeza de que aquél sería el último de su vida como fumador.

De nuevo echó una ojeada al reloj. En realidad, nada le impedía marcharse sin aguardar más. Había sido un día de diciembre de lo más tranquilo. En el grupo de homicidios de Malmö no había ninguna investigación grave en curso y los altercados familiares que solían estallar durante aquellas fiestas recaerían sobre otros agentes.

Wallander bajó los pies del escritorio y llamó a Mona, que respondió enseguida.

—Soy yo.

—No me digas que vendrás más tarde...

La indignación lo invadió de pronto; no sabía de dónde había surgido ni cómo ocultársela a Mona.

—Pues la verdad es que llamaba simplemente para decirte que me marcho a casa ahora mismo, pero tal vez no te viene bien, ¿no?

—Pareces enojado.

—¿Que parezco enojado?

—Ya me has oído, ¿no?

—Sí, yo sí te he oído, pero, y tú, ¿me has oído a mí? Digo que llamaba sólo para avisarte de que salgo ahora mismo, si no te importa.

—Sí, vale. Conduce con cuidado.

Ahí concluyeron la conversación y Wallander se quedó sentado un instante con el auricular en la mano, antes de estrellarlo contra el aparato.

«Ya ni siquiera somos capaces de hablar por teléfono», lamentó indignado. «Mona emprende la discusión a la menor oportunidad. Y lo peor es que seguro que ella piensa lo mismo de mí.»

Permaneció sentado en la silla siguiendo con la mirada el ascenso de las volutas de humo, consciente de que procuraba no pensar en la situación de su relación con Mona ni en las cada vez más frecuentes discusiones. Pero le costaba ahuyentar una idea que se le imponía con creciente firmeza, por más que quisiese evitarla: la de que era su hija Linda, de cinco años, quien mantenía unido el matrimonio. Pese a todo, procuraba reprimirse, pues la idea de arrastrar su existencia sin Mona y sin Linda se le hacía insoportable.

Por otro lado, pensaba que aún no había cumplido los treinta y sabía que reunía las condiciones necesarias para llegar a ser un buen policía y que, si se lo proponía, nada le impediría hacer carrera en el Cuerpo, tal y como demostraban los seis años que llevaba en la profesión. Su rápido ascenso a agente de homicidios lo había convencido de ello, pese a que no eran pocas las ocasiones en que se sentía incompetente. Sin embargo, se preguntaba si aquello era lo que él deseaba en realidad. De vez en cuando, Mona intentaba convencerlo para que abandonase el Cuerpo y buscase trabajo en una de las compañías de seguridad privada que habían empezado a proliferar en Suecia. De hecho, su mujer solía recortarle los anuncios del periódico animándolo con la perspectiva de mejor sueldo y horarios más cómodos y regulares. Pero él sabía que, en el fondo, lo que la movía a rogarle que cambiase de profesión era el miedo a que volviese a sucederle algo.

Dio unos pasos y se apostó de nuevo junto a la ventana para contemplar la ciudad de Malmö a través del cristal empañado.

Aquél sería su último año en la gran ciudad pues, a comienzos del verano, pasaría a ocupar otro puesto en Ystad. En realidad, ya se habían trasladado a su nuevo destino y se habían mudado a un apartamento situado en el centro de la ciudad, en la calle de Mariagatan, ya en el mes de septiembre. Lo cierto era que no albergaron el menor atisbo de duda, pese a que el traslado a una ciudad tan pequeña no favorecería su carrera profesional. Pero Mona deseaba que Linda creciese en una ciudad más pequeña que Malmö. Y Wallander sentía la necesidad de un cambio. Por si fuera poco, el hecho de que su padre se hubiese marchado a vivir a Österlen hacía algunos años constituía otra razón para que ellos se instalasen en Ystad. Sin embargo, que Mona hubiese hallado un salón de peluquería a buen precio había resultado ser el motivo decisivo.

Él había estado con anterioridad en la comisaría de policía de Ystad, donde había tenido la oportunidad de conocer a quienes pronto serían sus colegas y, en especial, a un policía de mediana edad llamado Rydberg que no tardó en merecer su aprecio.

A oídos de Wallander habían llegado con antelación los persistentes rumores acerca del carácter agrio y atravesado del agente, mas su impresión había sido, desde el principio, muy distinta. Nadie podía poner en duda el hecho de que Rydberg fuese hombre de ideas propias, pero lo que más había impresionado a Wallander había sido su capacidad para, de forma escueta y precisa, describir y analizar cualquier crimen cuya investigación estuviese en curso.

De nuevo junto al escritorio, apagó el cigarrillo. Habían dado ya las cinco y cuarto, de modo que podía marcharse. Tomó la cazadora que tenía colgada en el perchero de la pared, dispuesto a conducir despacio y, con cautela hasta llegar a casa.

¿No habría utilizado un tono agrio y enojado al teléfono sin advertirlo él mismo? Estaba cansado y necesitaba aquellas vacaciones. Mona lo comprendería, en cuanto él tuviese tiempo y ocasión de explicárselo.

Se puso, pues, la cazadora, y se tanteó el bolsillo para comprobar que llevaba las llaves de su Peugeot.

Sobre la pared donde se hallaba la puerta había un pequeño espejo de baño. Wallander se miró en él, satisfecho con la imagen que el cristal le devolvía. No tardaría en cumplir treinta años, pero el espejo le mostraba el rostro de un hombre que bien podía tener veintidós.

Y, en aquel preciso momento, la puerta se abrió y dejó paso a Hemberg, su jefe directo desde que llegó al grupo de homicidios. A Wallander le resultaba muy fácil, por lo general, colaborar con él, y las ocasiones en que surgían problemas, éstos se debían, casi invariablemente, al terrible humor de que Hemberg sabía hacer gala de vez en cuando.

Wallander sabía que a él le tocaría estar de servicio tanto en Nochebuena como en Nochevieja. Puesto que estaba soltero, el jefe de homicidios renunció a sus días de fiesta en favor de otro agente que tenía una familia numerosa.

—¡Vaya! Me preguntaba si ya te habrías ido...

—Sí, estaba a punto de marcharme —aclaró Wallander—. Pensaba escabullirme media hora antes...

—Bueno, por mí no te preocupes —lo tranquilizó Hemberg.

Sin embargo, Wallander supo enseguida que Hemberg había acudido a su despacho por algún motivo concreto.

—Querías algo, ¿no es así?

Hemberg se encogió de hombros.

—Bueno, tú ya te has mudado a Ystad —comenzó—. Se me ha ocurrido que podrías hacer un alto en el camino a casa. ¿Sabes?, en estos momentos ando falto de personal y no creo que esto sea nada grave.

Wallander aguardaba impaciente la continuación.

—Verás, se trata de una mujer que ha llamado ya varias veces esta tarde. Tiene una pequeña tienda de comestibles junto al comercio de muebles que hay justo en la rotonda de Jägersro, al lado de la estación de servicio OK.

Wallander identificó mentalmente el lugar de que le hablaba Hemberg mientras éste ojeaba el papel que sostenía en la mano.

—Se llama Elma Hagman y creo que es bastante mayor. Según dice, una persona muy extraña ha estado rondando ante su establecimiento toda la tarde.

Wallander seguía esperando más información, pero fue en vano.

—Ya, ¿y eso es todo?

Hemberg describió con los brazos un amplio gesto de resignación.

—Eso parece. Acaba de llamar de nuevo y entonces se me ocurrió que tú podrías acercarte hasta allí.

—O sea, que quieres que pare allí y hable con ella, ¿no es eso?

Hemberg echó una ojeada al reloj.

—Dijo que cerraba a las seis, así que tienes el tiempo justo. De todos modos, supongo que son figuraciones de la señora. En el mejor de los casos, podrás tranquilizarla y desearle feliz Navidad.

Wallander reflexionó un instante. En el fondo, no le llevaría más de diez minutos detenerse ante la tienda de comestibles y comprobar que todo estaba en orden.

—Está bien, hablaré con ella —concedió al fin—. Después de todo, aún estoy de servicio.

Hemberg asintió satisfecho, antes de añadir:

—Feliz Navidad. Nos veremos en fin de año.

—Espero que sea una noche sin incidentes —deseó Wallander.

—Bueno, ya sabes, suele haber jaleo hacia la medianoche —le recordó Hemberg en tono sombrío—. Sólo nos cabe esperar que las broncas no sean demasiado violentas y que no sean muchos los niños que queden decepcionados.

Los dos hombres se despidieron en el pasillo y Wallander se apresuró en dirección a su coche, que, aquel día, había dejado aparcado ante la fachada de la comisaría. Había empezado a llover copiosamente. Un vez acomodado en el asiento, introdujo una cinta de casete en el reproductor del coche y subió el volumen. La ciudad centelleaba a su alrededor con los destellos de los escaparates y los adornos navideños que decoraban las calles. La voz de Jussi Björling inundó el interior del vehículo y pensó cuánto deseaba empezar a disfrutar de los días de ocio que tenía por delante.

Ya cerca de la última rotonda anterior a la salida hacia Ystad, recordó de repente el encargo de Hemberg, con lo que se vio obligado a frenar bruscamente y cambiar de carril. Tomó después el desvío hacia la tienda de muebles y la estación de servicio, ambas cerradas a aquellas horas; en cambio, sí que se veía luz en las ventanas de la tienda de comestibles, algo más allá de la ferretería. Wallander frenó y salió del coche, aunque dejó las llaves puestas. Cerró la puerta tan a la ligera que la lamparita del interior quedó encendida cuando se alejó. Pero no se molestó en volver a cerrarla debidamente, seguro como estaba de que su visita no se prolongaría más que unos minutos.

Seguía lloviendo con gran intensidad. Echó una ojeada a su alrededor, pero no se veía a nadie. El vago rumor de los coches apenas lo alcanzaba y se preguntó abstraído cómo era posible que una tienda de comestibles de las de antaño sobreviviese en una zona que se componía de forma casi exclusiva de grandes superficies comerciales y de pequeñas fábricas. Sin dar con una respuesta satisfactoria, apremió el paso bajo la lluvia hasta que llegó a la puerta y la abrió.

Pero, apenas hubo entrado en el establecimiento, supo que había allí algo extraño.

Algo grave, muy grave había sucedido.

Ignoraba qué lo hizo reaccionar, pero quedó así, de pie, dentro del establecimiento. El local estaba vacío. No había allí ni un alma. Y todo permanecía en silencio.

«Demasiado silencio», se dijo fugazmente.

En efecto, demasiado silencio y quietud. Y ni rastro de Elma Hagman.

Con gran cautela, se acercó al mostrador y se inclinó sobre él para comprobar si estaba en el suelo, al otro lado. Pero nada. La caja registradora estaba cerrada. Y el silencio que lo envolvía era ensordecedor. Pensó que, en realidad, debería salir del comercio. Puesto que no tenía radio en el coche, necesitaba encontrar una cabina telefónica desde la que llamar para pedir refuerzos. Sabía que debían ser, como mínimo una pareja. No podía producirse ninguna intervención en la que sólo participase un agente.

Sin embargo, rechazó la idea de que allí hubiese ocurrido nada grave mientras se decía que algún límite debía imponer a aquella tendencia suya de dejarse llevar por sus impresiones.

—¿Hay alguien aquí? ¿Señora Hagman? —gritó.

Pero no obtuvo más que silencio por respuesta.

Rodeó el mostrador, detrás del cual había una puerta que estaba cerrada. Dio unos toquecitos y aguardó. Pero seguían sin responder. Así, empezó a empujar despacio el picaporte, que no estaba cerrado con llave. Abrió entonces la puerta y...

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