—La verdad, no estoy seguro de nada —confesó Wallander.
—Bueno, aquí tienes las listas. Puedes recogerlas cuando tengas tiempo. Pero esta tarde estaré en una reunión —advirtió ella.
Wallander le prometió que iría por la mañana y concluyó la conversación. Mientras colgaba el auricular, pensó que debería llamar a Mona y darle una explicación. Sin embargo, al final no se atrevió a hacerlo.
Habían dado ya las ocho menos diez, de modo que comenzó a ponerse la cazadora.
La sola idea de pasar todo un día de patrulla acentuaba su abatimiento.
Estaba a punto de salir del apartamento, cuando el teléfono volvió a sonar.
«Ahí está Mona», concluyó. «Seguro que me llama para mandarme al infierno.» Respiró hondo antes de responder.
Pero no era Mona, sino Hemberg.
—¿Qué tal llevas la gastroenteritis?
—Ahora mismo salía para la comisaría.
—Estupendo. Pero ven a mi despacho. Ya he hablado con Lohman. Le he explicado que eres un testigo con el que tenemos que contar, así que hoy no saldrás a hacer la ronda. Además, te ahorrarás la redada en el barrio de los camellos.
—Salgo ahora mismo —respondió Wallander sin más.
—A las diez tenemos una reunión sobre el asesinato en Arlöv. He pensado que podrías asistir.
Concluida la conversación, Wallander miró el reloj y pensó que le daría tiempo de recoger los documentos que lo aguardaban en la oficina de la agencia de transportes. En una de las paredes de la cocina había fijado un horario de autobuses de Rosengård. Si se apresuraba, podría tomar el próximo en un minuto.
Pero, cuando atravesó el portal, se topó con Mona. En realidad, su presencia allí a aquellas horas de la mañana le resultó tan inesperada como lo que sucedió después. En efecto, la joven se le acercó, le propinó una bofetada en la mejilla izquierda, se dio media vuelta y se marchó.
Wallander quedó tan perplejo que no fue capaz de reaccionar. Le ardía la mejilla. Un hombre que estaba abriendo la puerta de su coche lo miró con curiosidad.
Mona había desaparecido, de modo que él empezó a caminar hacia la parada del autobús. La reacción de Mona, tan violenta como imprevisible, le había producido un nudo en el estómago.
Por fin llegó el autobús, que lo conduciría hasta el centro de la ciudad. La niebla se había disipado, pero el cielo aparecía cubierto de nubes y persistía la llovizna matutina. Wallander iba sentado con la mente en blanco. Era como si los sucesos de la noche anterior hubiesen dejado de existir: la mujer muerta en una silla de la cocina formaba parte de un sueño. Lo único real era la bofetada que Mona le había atizado antes de desaparecer sin decir una palabra, sin el menor titubeo.
«Tengo que hablar con ella», resolvió. «Ahora no, claro, pues sigue muy enojada. Pero esta noche, a más tardar.»
Se bajó del autobús con la mejilla todavía dolorida. Había sido un buen golpe. Buscó su rostro en la luna de un escaparate y comprobó que la tenía visiblemente enrojecida.
Permaneció de pie unos minutos, sin saber qué hacer. Se le ocurrió que debería hablar con Lars Andersson cuanto antes, para agradecerle su ayuda y explicarle lo sucedido.
Después, se le vino a la mente la casa de Löderup, que aún no había tenido ocasión de ver, y la de su niñez, que había dejado de pertenecer a la familia.
Echó a andar, pues en nada mejoraría la situación quedarse así, estático y pensativo, sobre una acera del centro de Malmö.
Wallander recogió el abultado sobre que Helena le había dejado en la recepción de la agencia.
—Tendría que hablar con ella —advirtió Wallander a la recepcionista.
—Pues está ocupada. Me pidió que te diera esto.
A Wallander no le costó comprender que la joven se había molestado por la conversación telefónica de aquella mañana.
Cuando llegó a la comisaría, eran las nueve y cinco. Se dirigió a su despacho y comprobó con alivio que nadie estaba esperándolo. Una vez más, revisó mentalmente lo que había sucedido aquella mañana y resolvió que, si llamaba a la peluquería, Mona se excusaría diciendo que no tenía tiempo de hablar con él. De modo que no le quedaba otro remedio que aguardar hasta la noche.
Abrió el sobre y quedó atónito ante lo interminable de aquellas listas de nombres y navieras que Helena le había conseguido. Buscó el nombre de Artur Hålén, aunque sin éxito. El más parecido era el de un tal Hale, marinero raso, que había trabajado sobre todo para la naviera Grängesrederiet, y un jefe maquinista de las líneas Johnsonlinjen, llamado Hallen. Wallander apartó el montón de papeles al tiempo que concluía que, de ser completa la lista, era evidente que Hålén había navegado en embarcaciones que no estaban registradas como pertenecientes a la flota mercante sueca. Y, en tal caso, resultaría prácticamente imposible localizar su nombre. De repente, Wallander ya no estaba seguro ni de qué esperaba encontrar o comprobar en aquella lista. Una explicación, pero ¿de qué?
Le había llevado casi tres cuartos de hora repasar todas las listas y, una vez que hubo terminado con ellas, se puso en pie dispuesto a subir a la planta superior. Ya en el pasillo, se topó con su jefe, el inspector Lohman.
—¡Vaya! ¿No estaba esperándote Hemberg?
—Sí, voy para allá.
—¿Puede saberse qué hacías tú en Arlöv?
—Es una larga historia que trataremos en la reunión con Hemberg.
Lohman meneó la cabeza y se apresuró a continuar su camino mientras Wallander se sentía aliviado al no tener que visitar los deprimentes barrios de drogadictos en los que sus colegas tendrían que adentrarse aquel día.
Hemberg hojeaba unos documentos sentado en su despacho. Como de costumbre, tenía los pies sobre el escritorio. Al ver a Wallander en el umbral de la puerta, preguntó al tiempo que le señalaba la mejilla:
—¿Qué te ha pasado?
—Me di un golpe con una puerta —mintió Wallander.
—Eso es precisamente lo que las mujeres maltratadas suelen decir cuando no quieren denunciar a sus maridos —exclamó Hemberg en tono jocoso mientras adoptaba una postura más conveniente.
Wallander se sintió descubierto. Le resultaba cada vez más complicado saber qué pensaba Hemberg. El inspector parecía expresarse en una lengua ambigua cuyo sentido el interlocutor se veía obligado a interpretar.
—Aún seguimos a la espera del resultado definitivo de Jörne —aclaró Hemberg—. Esas cosas llevan su tiempo. Mientras no sepamos la hora exacta en que murió la mujer, no podemos profundizar en la hipótesis de que fue Hålén quien la asesinó antes de marcharse a casa y suicidarse, por miedo o por remordimientos.
Hemberg se puso en pie, con sus papeles bajo el brazo, y Wallander lo siguió hasta la sala de reuniones que había al fondo del pasillo, donde ya aguardaban varios investigadores. Uno de ellos era Stefansson, que observó disgustado a Wallander. Sjunnesson, por su parte, estaba limpiándose las uñas sin molestarse en mirar a nadie. Pero, además, había allí otros dos rostros familiares para Wallander, los de los agentes Hörner y Mattsson. El inspector Hemberg se sentó en uno de los extremos de la mesa y le indicó a Wallander que ocupase una de las sillas vacías.
—¿Acaso van a ayudarnos ahora los de seguridad ciudadana? —preguntó Stefansson irónico—. Parece que no tienen bastante con los malditos manifestantes, ¿no?
—No, no es que los de seguridad ciudadana vayan a prestarnos su ayuda —corrigió Hemberg—. Pero Wallander encontró el cadáver de la mujer de Arlöv. Eso es todo.
Al parecer, el único que desaprobaba la presencia de Wallander en la reunión era Stefansson. El resto de los allí presentes se limitaron a asentir con una sonrisa amable. Wallander supuso que se alegraban de recibir refuerzos. Sjunnesson dejó sobre la mesa el mondadientes con el que había estado limpiándose las uñas, lo que se interpretó, a todas luces, como señal de que Hemberg podía empezar. Wallander tomó nota del metódico y exhaustivo proceder del grupo de investigación. Partieron de los hechos de que disponían, pero se permitían tanteos aventurados en diversas direcciones. ¿Por qué habrían asesinado a Alexandra Batista? ¿Cuál sería la naturaleza de la relación entre ella y Artur Hålén? ¿Habrían pasado por alto alguna otra vía de investigación?
—A propósito de las piedras preciosas halladas en el estómago de Hålén, tengo una valoración de un joyero que las tasó en ciento cincuenta mil coronas —informó Hemberg—. Es decir, un montón de dinero. Hay gente en este país que ha asesinado por mucho menos.
—Sí —convino Sjunnesson—. Hace algunos años, alguien mató a un taxista con una barra de hierro por veintidós coronas.
Hemberg miró a su alrededor.
—¿Y los vecinos? —quiso saber el inspector—. ¿Vieron u oyeron algo?
Mattsson hojeó sus notas antes de informar:
—Nadie vio nada. Batista llevaba una existencia bastante solitaria, salía poco y sólo para hacer la compra, y no recibía visitas.
—Ya, pero, alguien habrá visto llegar a Hålén, ¿no? —objetó Hemberg.
—Pues parece que no. Y los vecinos más próximos dan la impresión de ser ciudadanos suecos normales y corrientes. Es decir, extremadamente curiosos.
—¿Cuándo vieron a Batista por última vez?
—Bueno, la verdad es que la información sobre ese punto es algo contradictoria, pero podemos deducir que fue hace unos días, aunque es imposible saber si son dos o tres.
—¿Sabemos de qué vivía?
En este punto, le llegó el turno a Hörner.
—Al parecer, tenía una renta modesta de origen algo oscuro que le transfería un banco portugués con filiales en Brasil. ¡Mira que me ha costado obtener esta información! En fin, el caso es que no trabajaba. Y, a juzgar por lo que tenía en el armario y en la despensa, tampoco necesitaba mucho para vivir.
—Ya, pero ¿y la casa?
—No tenía préstamos. Su ex marido la había pagado al contado.
—Y ¿dónde está su ex marido?
—En su tumba —intervino Stefansson—. Murió hace unos años y fue inhumado en Karlskoga. Estuve hablando con su viuda, pues había vuelto a casarse. Por desgracia, resultó un tanto embarazoso pues, algo tarde, comprendí que la viuda ignoraba que hubiese habido una tal Alexandra Batista en la vida de su difunto esposo. Lo que sí parece claro es que Batista no tuvo hijos.
—Sí, así son las cosas —atajó Hemberg al tiempo que volvía la mirada a Sjunnesson—. ¿Y vosotros?
—Estamos en ello —aseguró éste—. Hemos detectado varias huellas dactilares en las copas, que habían contenido vino tinto. Vino español, creo yo. Ahora estamos comprobando si tenemos las huellas en los registros y luego veremos también si coinciden con las de Hålén, claro está.
—Bueno, recuerda que podría estar en los registros de la Interpol —señaló Hemberg—. Y ellos suelen tardar en contestar.
—En fin. Yo creo que podemos dar por supuesto que ella dejó entrar al asesino —prosiguió Sjunnesson—. Ni la puerta ni las ventanas presentaban indicios de haber sido forzadas. Es más, parece que el presunto autor del crimen entró con su propia llave. Hemos buscado en el llavero de Hålén, pero ninguna de las suyas era la correcta. La puerta del porche estaba entreabierta, según nuestro amigo Wallander. Puesto que Batista no tenía animales de compañía, podemos suponer que la tenía abierta para que entrase el fresco de la noche. Lo que a su vez implica que Batista ni temía ni esperaba que sucediese nada; o que el autor del crimen escapó por allí y la dejó abierta, pues la parte posterior de la casa está más apartada y es más fácil escabullirse sin ser visto.
—¿Alguna otra pista? —continuó Hemberg.
—Ninguna digna de atención.
Hemberg apartó a un lado los documentos que había esparcidos sobre la mesa.
—Bien, en ese caso, seguiremos adelante —propuso—. Hemos de apremiar a los forenses. Lo mejor que podría pasarnos es que Hålén quedase ligado al crimen, que es lo que yo creo. Pero, en fin, seguiremos hablando con los vecinos e investigando la vida de los implicados.
Entonces, Hemberg se dirigió a Wallander.
—¿Tienes algo que añadir? Después de todo, tú encontraste el cadáver.
Wallander negó con un gesto. Tenía la boca seca y estaba muy nervioso.
—¿Nada de nada?
—No vi nada que no hayáis mencionado ya.
Hemberg tamborileó impaciente con los dedos sobre la mesa antes de resolver:
—Bien, en ese caso, no tenemos por qué seguir aquí. ¿Alguien sabe cuál es el menú de hoy?
—Arenques —dijo Hörner—. Suelen estar bien.
Hemberg le pidió a Wallander que lo acompañase a almorzar, pero este rechazó el ofrecimiento: había perdido el apetito por completo y sentía que necesitaba estar solo para reflexionar. Fue al despacho por su cazadora y, a través de la ventana, comprobó que la fina lluvia había cesado. A punto estaba de abandonar la sala cuando apareció uno de sus colegas de seguridad ciudadana. El compañero arrojó sobre la mesa la gorra del uniforme.
—¡Joder! —exclamó al tiempo que se dejaba caer sobre una silla.
El agente se llamaba Jörgen Berglund y había crecido en una finca a las afueras de Landskrona. A Wallander le costaba a veces comprender su dialecto.
—Hemos estado haciendo limpieza en dos de los barrios de la droga —aclaró—. En uno de ellos encontramos a dos niñas adolescentes que llevaban semanas desaparecidas de sus hogares. Una olía tan mal, que tuvimos que taparnos la nariz para sacarla de allí. La otra le dio a Persson un mordisco en la pierna cuando se disponía a llevárselas de aquel lugar inmundo. ¿Qué coño está pasando en este país? Y ¿por qué no has venido con nosotros?
—Hemberg me llamó a su despacho —explicó Wallander—. En cuanto a la cuestión de qué está ocurriendo en Suecia, no sé qué responder.
Dicho esto, tomó su cazadora y abandonó la sala. Al llegar a la recepción, lo llamó una de las chicas de la centralita.
—Te han dejado un mensaje —advirtió la joven a la vez que, a través de la ventanilla, le tendía un trozo de papel con un número de teléfono.
—¿Y esto? —inquirió Wallander.
—Llamó alguien que dijo ser pariente lejano tuyo. También dijo que era posible que no te acordases de él.
—¿No te dio su nombre?
—No, pero parecía mayor.
Wallander observó el número de teléfono, cuyo prefijo era cero cuatro once. «No es posible», se dijo. «Mi padre no puede haber llamado aquí presentándose como un pariente lejano al que tal vez yo no recuerde...»