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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (16 page)

BOOK: La pirámide
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Wallander se comió unos bocadillos con renovado apetito antes de tomar el autobús para la comisaría. Poco después de las ocho, llamó a la puerta entreabierta de Hemberg, que emitió un apagado rugido por respuesta. El agente entró en el despacho y, ante su sorpresa, halló que el inspector no tenía, en esta ocasión, los pies sobre la mesa. Antes al contrario, estaba de pie junto a la ventana hojeando el periódico. Al ver entrar a Wallander, Hemberg lo miró divertido.

—Así que mejillones, ¿eh? —comentó irónico—. Hay que ir con cuidado con esos bichos. Absorben toda la porquería que hay en el mar, ¿lo sabías?

—Bueno, puede haber sido cualquier otra cosa —repuso Wallander evasivo.

Hemberg dejó el periódico y tomó asiento.

—Tengo que hablar contigo —comenzó Wallander—. Pero lo que he de decirte nos llevará más de cinco minutos.

Hemberg le indicó que se sentase.

Wallander le refirió entonces todo lo relativo a su descubrimiento, a cómo Hålén se había cambiado de nombre hacía unos años. Según pudo observar, Hemberg se mostró enseguida interesado, de modo que el continuó revelándole la información obtenida de su conversación con Jespersen y su visita y posterior paseo por el parque de Pildammsparken la noche anterior.

—Un hombre llamado Rune, que carece de apellido y uno de cuyos párpados está cerrado —concluyó.

Hemberg sopesó en silencio el valor de cuanto Wallander acababa de relatarle.

—Todo el mundo tiene apellido —objetó transcurridos unos minutos—. Y no es fácil que hayan muchos hombres con esa característica tan peculiar en una ciudad tan pequeña como Malmö.

Pero entonces frunció el entrecejo.

—Creo haberte dicho ya que no podías actuar en solitario. Además, deberías haberte puesto en contacto conmigo o con cualquiera de homicidios ayer mismo. Habríamos traído a comisaría a los que dices que viste en el parque. Con algo de sobriedad en el cuerpo y un pequeño interrogatorio bien llevado la gente suele recordar alguna que otra cosa. Y, a ver, por ejemplo, ¿se te ocurrió tomar nota del nombre de aquellos individuos?

—La verdad es que no les dije que era policía. Me hice pasar por un colega de Rune.

Hemberg movió la cabeza en gesto de desaprobación.

—Pues así no puedes ir por ahí —sentenció—. Es nuestro lema actuar abiertamente, a menos que haya motivos justificados para hacer lo contrario.

—El tipo quería dinero —comentó Wallander—. De lo contrario, yo habría pasado de largo.

Hemberg lo miró lleno de curiosidad.

—¿Y qué fuiste tú a hacer al parque?

—Pues fui a dar un paseo.

—Es decir, que no te dedicase a investigar por tu cuenta, ¿no es eso?

—No, necesitaba algo de aire fresco después de mi gastroenteritis.

El rostro de Hemberg dejó traslucir una incredulidad manifiesta.

—En otras palabras el que eligieses el parque de Pildammsparken fue una pura casualidad, ¿me equivoco?

Wallander se abstuvo de responder y Hemberg se puso en pie.

—Pondré a trabajar a varios agentes en este caso. Lo que necesitamos en estos momentos es avanzar con la mayor amplitud de miras posible. Yo casi daba por sentado que había sido Hålén quien mató a Batista. Pero está claro que uno puede equivocarse. Y lo más sensato en esos casos es hacer borrón y cuenta nueva.

Wallander salió del despacho de Hemberg y bajó a la primera planta. Esperaba no tener que toparse con Lohman, pero, curiosamente, fue como si su jefe hubiese estado acechándolo, ya que apareció de repente por la puerta de una de las salas de reuniones con una taza café en la mano.

—¡Vaya! Ya estaba empezando a preguntarme...

—Estaba de baja —se justificó Wallander.

—Ya, pero, aun así, dicen que te han visto por aquí.

—Sí, bueno, ya me he recuperado —explicó el agente—. Tenía gastroenteritis. Lo más probable es que fuese a causa de unos mejillones.

—Se te ha asignado una patrulla —le advirtió Lohman—. Así que ve y habla con Håkansson.

Wallander acudió a la sala donde los agentes de seguridad ciudadana consultaban los detalles de sus servicios. Håkansson, un hombre grande y robusto que transpiraba sin cesar, estaba sentado ante un escritorio hojeando una revista. Al ver entrar a Wallander, levantó la vista de su lectura.

—Zona centro —anunció—. Wittberg sale a las nueve. El servicio termina a las tres. Irás con él.

Wallander asintió y fue a cambiarse a los vestuarios. Sacó el uniforme del armario, y no había terminado de ponérselo cuando entró Wittberg. Su compañero tenía treinta años y su único tema de conversación era el sueño que alentaba de poder conducir, algún día, un coche de carreras.

Salieron de la comisaría a las nueve y cuarto. —Cuando empieza a hacer calor, todo está más calmado —observó Wittberg—. Nunca hay intervenciones innecesarias ni nada parecido, así que quizá tengamos un día tranquilo.

El día resultó, en efecto, muy tranquilo. Cuando, poco después de las tres, Wallander se desprendió del uniforme, no habían efectuado otra intervención que la de llamar la atención a un ciclista que circulaba por el carril contrario de la calzada.

A las cuatro de la tarde, Wallander ya estaba en casa. De camino a su apartamento, desde la parada del autobús, se detuvo a comprar algo de comida, pues se le ocurrió pensar que cabía la posibilidad de que Mona cambiase de opinión y, pese a todo, se sintiese hambrienta.

A las cuatro y media ya se había duchado y cambiado de ropa. Faltaban aún cuatro horas y media hasta que ella llegase. «Bueno, nada me impide dar otro paseo por Pildammsparken», se dijo. «Sobre todo si voy acompañado de mi perro invisible...»

Al mismo tiempo, sin embargo, lo atormentaba la duda. Hemberg le había dado orden expresa de no actuar a título personal y en solitario.

Pero, finalmente, Wallander se encaminó al parque. Hacia las cinco y media, comenzó a recorrer el mismo sendero que el día anterior. Los jóvenes que había visto entonces entonando baladas a la guitarra y bebiendo vino no estaban y también el banco en que había hallado al grupo de hombres borrachos aparecía ahora vacío. El agente se decidió por prolongar su paseo unos quince minutos más antes de volver a casa. Bajó una pendiente y se detuvo un instante a contemplar los patos que nadaban en el gran estanque. Desde algún lugar difícil de precisar se oía el canto de un pájaro. El intenso perfume de los árboles hacía pensar en los primeros días del verano. Una pareja de edad pasó a su lado y Wallander no pudo evitar oír que hablaban de la «pobre hermana» de alguien, aunque nunca llegó a averiguar de quién, ni tampoco por qué era digna de compasión.

A punto estaba ya de emprender el camino de regreso volviendo sobre sus propios pasos cuando descubrió a un grupo de personas sentadas en el suelo a la sombra de un árbol. Sin embargo, desde aquella distancia, no le fue posible determinar si estaban o no borrachos. Uno de los hombres se puso en pie y comenzó a caminar con paso vacilante a una señal del compañero, que permaneció sentado bajo el árbol, con la cabeza gacha. Wallander se le acercó unos pasos, pero no lo reconoció de la noche anterior, aunque vio que iba mal vestido y que tenía entre los pies una botella vacía de vodka.

El agente se acuclilló para ver mejor su rostro cuando, de pronto, oyó el ruido de pasos sobre el camino de gravilla que quedaba a su espalda. Se dio entonces la vuelta y vio a dos muchachas. Reconoció enseguida a una de ellas, si bien no sabía dónde la había visto con anterioridad.

—¡Mira! Éste es uno de los jodidos policías que me golpearon durante la manifestación —acusó la joven.

Entonces la recordó: era la joven que, hacía una semana, lo había recriminado públicamente en la cafetería.

Wallander se incorporó en el preciso instante en que, a juzgar por la expresión del rostro de la otra chica, comprendió que algo sucedía a su espalda. Se dio la vuelta rápidamente y vio que el hombre que estaba sentado bajo el árbol no estaba durmiendo, como él había creído. El individuo se había levantado y se le acercaba con una navaja en la mano.

Todo sucedió muy deprisa. Lo único que Wallander sería capaz de recordar más tarde fue el grito y la huida precipitada y despavorida de las chicas. El joven agente alzó los brazos para protegerse, pero era demasiado tarde. No logró parar la cuchillada. La hoja de la navaja lo alcanzó en medio del pecho. Una cálida oscuridad lo envolvió enseguida.

Sus sentidos habían dejado de registrar cuanto sucedía a su alrededor mucho antes de que se desplomase sobre el sendero de gravilla.

Después, todo quedó reducido a una confusa neblina, como un denso mar blanco y silencioso.

Durante cuatro días, Wallander estuvo inconsciente en el hospital. Sufrió dos intervenciones quirúrgicas bastante complicadas, pues la navaja le había pasado cerca del corazón. Logró, no obstante, sobrevivir regresar, poco a poco, de la persuasiva niebla. La mañana del quinto día, cuando por fin pudo abrir los ojos, no sabía dónde se encontraba ni tampoco qué había sucedido.

Pero junto a la cama, había un rostro que sí reconoció.

Un rostro que lo significaba todo para él. El rostro de Mona, que le sonreía.

Epílogo

Un día de primeros de septiembre, cuando el médico que había atendido a Wallander le comunicó que podía reincorporarse al trabajo a la semana siguiente, el joven llamó a Hemberg, que lo visitó después del mediodía en su apartamento de Rosengård. Wallander salió a tirar la basura y se lo encontró en el rellano de la escalera.

—Aquí fue donde todo comenzó —le recordó el inspector al tiempo que señalaba la puerta de Hålén.

—Todavía no ha venido ningún nuevo inquilino —observó Wallander—. Los muebles siguen ahí y tampoco se han reparado los daños provocados por el incendio. Cada vez que salgo o entro y paso por la puerta, noto el olor a quemado.

Se sentaron en la cocina a tomarse un café. Hacía un día sorprendentemente frío para el mes de septiembre y Hemberg llevaba un grueso jersey bajo el chaquetón.

—El otoño se presentará pronto este año.

—Yo fui ayer a visitar a mi padre, que se ha mudado a Löderup —comentó Wallander—. Son hermosas aquellas llanuras.

—El que alguien, por voluntad propia, se instale a vivir en medio del fango escaniano es algo que escapa a mi entendimiento —objetó Hemberg—. Después llega el terrible invierno y todos se encierran para protegerse de la nieve.

—Bueno, él parece encontrarse a gusto —observó Wallander—. Además, no creo que le quite el sueño el tiempo que haga: se pasa los días pintando cuadros.

—¡Vaya! —exclamó Hemberg—. No sabía que tu padre fuese artista.

—Sí, verás, lo cierto es que siempre pinta el mismo motivo —explicó Wallander—. Un paisaje, con o sin urogallo.

Dicho esto, se puso en pie y le indicó a Hemberg que lo siguiese, pues quería mostrarle el cuadro que colgaba de una de las paredes de la habitación contigua.

—¡Anda! Uno de mis vecinos tiene uno igual —se sorprendió Hernberg—. Parece que tienen mucho éxito.

De nuevo en la cocina, Hemberg cambió de tema.

—Cometiste todos los errores imaginables —le recriminó—. Aunque eso ya te lo había dicho antes, claro. No puedes dedicarte a investigar por tu cuenta, no puedes intervenir en solitario. Te has quedado a unos centímetros de la muerte, ¿lo sabes? Y espero que hayas aprendido algo acerca de cómo no debes conducirte.

Wallander no respondió, consciente de que Hemberg tenía razón.

—Pero fuiste perseverante —prosiguió el inspector—. Descubriste que Hålén se había cambiado el nombre. Ni que decir tiene que también nosotros lo habríamos descubierto, tarde o temprano; al igual que habríamos dado con la pista de Rune Blom. Pero tú razonaste de forma acertada y lógica.

—Gracias. Te llamé porque sentía curiosidad —intervino Wallander—, ¡Hay tantas cosas que todavía no sé!

Hemberg lo puso al corriente de todo. Rune Blom había confesado y, según pudieron demostrar técnicamente, también era responsable del asesinato de Alexandra Batista.

—Todo comenzó en 1954 —explicó Hemberg—. Blom se prodigó en los detalles. Él y Hålén, o más bien Hansson, pues ése era su nombre entonces, pertenecían a la misma tripulación de un barco que navegaba a Brasil. En Sao Luis tuvieron la oportunidad de hacerse con las piedras preciosas que, según él, no le costaron más que una pequeña suma que pagó a un brasileño borracho e ignorante del valor real de las gemas. Lo más probable es que tampoco ellos lo supiesen con exactitud. No creo que lleguemos a saber nunca si las compraron realmente o si las robaron. En cualquier caso, decidieron repartirse el botín. Sin embargo, Rune fue a parar a la cárcel en Brasil, por una acusación de homicidio, circunstancia que Hålén, que era quien guardaba las piedras, aprovechó en su beneficio. Se cambió de nombre y abandonó el servicio como marino antes de venir a ocultarse aquí en Malmö, donde conoció a Batista y terminó por convencerse de que Blom pasaría el resto de sus días en la prisión brasileña. Sin embargo, Blom quedó en libertad años más tarde y comenzó a buscar a Hålén. Sin que sepamos cómo, éste se enteró de que Blom había llegado a Malmö, de modo que se asustó e hizo instalar una cerradura de seguridad en la puerta de su apartamento. Blom lo tenía vigilado y, según él, Hålén se pegó un tiro el mismo día en que descubrió su domicilio. Al parecer, fue motivo suficiente como para que, muerto de miedo, se quitase la vida. Pero a mí me parece bastante cuestionable. ¿Por qué no le daría las gemas a Blom? ¿Por qué se las tragó y se suicidó de un disparo? ¿Cómo puede uno ser tan avaricioso, que prefiera morir a deshacerse de algo que no vale tanto dinero?

Hemberg bebió un trago de café mientras miraba pensativo por la ventana. Había empezado a llover.

—Ya conoces el resto de la historia —prosiguió—. Blom no halló las piedras preciosas y empezó a sospechar que tal vez las tuviese Batista. Se presentó como amigo de Hålén, ella lo dejó entrar sin abrigar la menor sospecha y Blom la asesinó. Es un hombre muy violento, como ya ha demostrado en varias ocasiones. Y cuando está bajo los efectos del alcohol, su brutalidad carece de límite. Tiene una serie de antecedentes por agresiones graves en su historial, además del homicidio de Brasil. En esta ocasión, se ensañó con Batista.

—¿Por qué se molestó en volver a prenderle fuego al apartamento? ¿No vio el riesgo que corría?

—La única explicación que nos ofreció fue la indignación irrefrenable que le produjo el hecho de no haber hallado las gemas. Y yo lo creo. Blom es un sujeto muy desagradable. Aunque cabe la posibilidad de que temiese que su nombre figurase en algún documento que Hålén guardase en el apartamento. Y no le dio tiempo de comprobarlo bien antes de que tú lo sorprendieses. En cualquier caso, desde luego que se arriesgó a que lo descubriesen.

BOOK: La pirámide
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