—Supongo que el avión no recibiría el impacto de ningún proyectil, ¿no? —inquirió Björk.
—Bueno, por el momento, todo apunta a que fue un accidente —aseguró Wallander—. Pero, desde luego, hay varios puntos que aclarar con respecto a ese vuelo.
—Haremos lo que tenemos que hacer —atajó Björk, dando así por zanjada la conversación—. Pero no invertiremos en ello más esfuerzo del necesario. Ya tenemos bastante trabajo.
Björk desapareció envuelto en una nube de loción para después del afeitado y Wallander se marchó cariacontecido a su despacho. Por el camino pasillo arriba, miró en los de Rydberg y Hanson, pero ambos estaban ausentes. Fue a buscar un café antes de aplicarse a dedicar un par de horas a una historia de malos tratos acontecida en Skurup la semana anterior. Habían recibido nueva información que debería abocar al enjuiciamiento por agresión del sujeto que había golpeado a su cuñada. Wallander ordenó el material y decidió que se lo entregaría a Per Åkeson al día siguiente.
Habían dado las cinco y cuarto y, por extraño que pudiese parecer, la comisaría parecía abandonada aquella tarde. Wallander resolvió que iría a buscar el coche para hacer la compra, pensando que le daría tiempo de llegar a casa de su padre a las siete. Bien sabía él que, de no presentarse puntual, el anciano estallaría en largas retahílas de acusaciones sobre lo mal que lo trataba su hijo.
El inspector tomó la cazadora y se encaminó a casa. El aguanieve había arreciado y se puso la capucha. Una vez en el coche, comprobó que llevaba la lista de la compra en el bolsillo. Le costó arrancar el coche y pensó que pronto tendría que comprarse otro. Pero ¿de dónde sacaría el dinero? Finalmente, logró poner en marcha el vehículo y, a punto estaba ya de meter la marcha, cuando se le ocurrió una idea. Era consciente de lo absurdo de su pretensión, pero la curiosidad pudo con él. Resolvió que dejaría la compra para más tarde y salió a la carretera de Österleden en dirección a Löderup.
La ocurrencia que lo había asaltado era muy sencilla. En una casa situada más allá de Strandskogen, vivía un controlador aéreo jubilado al que Wallander conocía desde hacía ya algunos años. Linda y la más joven de sus hijas habían sido buenas amigas. Wallander pensó que el hombre podría resolverle una duda que había estado importunándolo desde que escuchase el resumen que Martinson le ofreció de su conversación con Haverberg.
Wallander entró en el jardín de la casa en la que vivía Herbert Blomell. Una vez fuera del coche, descubrió que, encaramado a una escalera extensible, el hombre se afanaba en reparar un canalón. Al ver al inspector, lo saludó con gesto afable y se dispuso a descender los peldaños con suma cautela.
—Una fractura de fémur a mi edad puede resultar nefasta —explicó—. ¿Qué tal está Linda?
—Bien, gracias —respondió Wallander—. Está en Malmö, con Mona.
Los dos hombres entraron y fueron a sentarse en la cocina.
—Esta mañana se estrelló una avioneta cerca de Mossby —comenzó Wallander sin más preámbulo.
Blomell asintió al tiempo que señalaba el aparato de radio que tenía junto a la ventana.
—Era una Piper Cherokee de un motor —prosiguió Wallander—. Sé que no sólo fuiste controlador aéreo, sino que tenías licencia para volar.
—¡Sí, señor! Incluso he llevado una Cherokee en varias ocasiones —reveló Blomell—. Es un buen aparato.
—Si yo pusiera el dedo sobre un mapa y te diese una indicación geográfica y diez minutos, ¿hasta dónde podrías llevar la avioneta?
—Es muy simple —aseguró Blomell—. ¿Tienes un mapa?
Wallander negó con un gesto y Blomell se levantó y desapareció, para volver minutos después con un mapa enrollado. Lo extendieron sobre la mesa y Wallander localizó la finca en la que se produjo el siniestro.
—Imaginemos que el avión procedía de la costa; se oyó ruido de motores aquí exactamente a una hora determinada y, veinte minutos más tarde, como máximo, volvió a oírse. Claro que no podemos saber si el piloto mantuvo el mismo rumbo en todo momento, pero supongamos que fue así. ¿Hasta dónde crees que pudo llegar hacia la mitad de esos veinte minutos, antes de dar la vuelta?
—Las Cherokee pueden volar a unos doscientos cincuenta kilómetros por hora —explicó Blomell—. Si no llevan sobrepeso.
—Desconocemos ese detalle.
—Bien, entonces partiremos de la hipótesis de que llevaba la carga máxima y el viento a favor.
Blomell realizó un cálculo mental antes de señalar un punto al norte de Mossby. Wallander comprobó que correspondía a las proximidades de Sjöbo.
—Hasta aquí, más o menos —declaró Blomell—. Aunque hay muchas variables que no hemos contemplado en esta estimación, claro está.
—Ya, bueno, pero ahora sé bastante más de lo que sabía hace un instante.
Wallander tamborileó pensativo con los dedos sobre la mesa de la cocina.
—¿Por qué se estrella un avión? —preguntó al cabo.
Blomell lo miró inquisitivo.
—No hay dos accidentes idénticos. Yo suelo leer una revista americana en la que escriben sobre las investigaciones de diversos accidentes aéreos. Puede darse el caso de fallos recurrentes, como los detectados en el sistema eléctrico del aparato, o cualquier otro. Pero, al final, la causa es siempre una muy especial para cada caso. Y, casi siempre, es un error de cálculo del piloto el que provoca el resultado.
—¿Por qué se estrella una Cherokee? —insistió Wallander.
Blomell negó con la cabeza.
—Pudo tratarse de un fallo del motor, consecuencia de un mantenimiento deficiente. Tendrás que esperar a ver qué concluye la comisión que investiga el siniestro.
—La matrícula del avión estaba borrada con pintura, tanto en el fuselaje como en la parte inferior de las alas —reveló Wallander—. ¿Qué puede significar eso?
—Que la persona que lo llevaba no quería dejar rastro —concluyó Blomell—. Como comprenderás, también hay un mercado negro de aviones.
—Yo creía que el espacio aéreo sueco estaba bien protegido. Pero, a juzgar por lo ocurrido, un avión no autorizado puede invadirlo, ¿no es así?
—No existe ni existirá nada en este mundo que sea seguro al cien por cien —sentenció Blomell—. Quienes tienen el dinero y los motivos suficientes, pueden transgredir los límites sin dejar huella.
Blomell quería invitarlo a café, pero Wallander rechazó agradecido.
—Mi padre me espera en Löderup —se excusó—. Si llego tarde, se armará un buen lío.
—Sí, la soledad es una maldición para los mayores —comentó Blomell—. Yo no soporto la añoranza de mi torre de control. Por las noches, sueño que sigo guiando a los pilotos a través de las vías aéreas. Y cuando me despierto, veo que está nevando y que lo único que puedo hacer es intentar reparar un canalón.
Los dos hombres se despidieron en el jardín. Wallander se detuvo a comprar en un comercio de Herrestad. Cuando partió de nuevo con el coche, lanzó una maldición: pese a que figuraba en la lista, había olvidado el papel higiénico.
Llegó a la casa de su padre a las siete menos tres minutos. Para entonces, había dejado de nevar, pero las nubes pendían amenazantes sobre el paisaje. Wallander vio que había luz en la caseta que el padre tenía habilitada como taller. Mientras atravesaba el jardín, inhaló el aire fresco. La puerta estaba entreabierta, pues su padre había oído el coche. El anciano estaba sentado ante el caballete, la cabeza cubierta con un viejo sombrero y los ojos miopes a escasos centímetros del lienzo que acababa de comenzar. El perfume que emanaba del frasco de disolvente evocaba en Wallander recuerdos de su niñez. «Esto es lo que queda de mi infancia», solía pensar. «El olor a disolvente.»
—¡Vaya! ¡Qué puntual! —exclamó el padre sin apartar la mirada del cuadro.
—Yo siempre soy puntual —replicó Wallander al tiempo que apartaba unos periódicos que había en una silla, con el fin de poder sentarse.
El padre había emprendido uno de sus ejemplares con urogallo. Justo cuando Wallander entró en el taller, el anciano había colocado la plantilla sobre el lienzo y comenzaba a plasmar un cielo de apagado atardecer. Wallander lo observó conmovido. «Él es el último de nuestra generación», se dijo. «Cuando él muera, yo seré el siguiente de la lista.»
El padre dejó los pinceles y la plantilla y se puso en pie.
Entraron en la casa y el anciano puso una cafetera y preparó unos vasitos de licor. Wallander vaciló un instante pero, finalmente, aceptó pensando que bien podía tomarse una copa.
—Toca póquer. Me debes catorce coronas de la última vez —le recordó Wallander.
El padre lo observó con atención.
—Yo creo que haces trampas —lo acusó—. Aunque aún no sé cómo.
Wallander se quedó atónito.
—¿Estás acusándome de hacerle trampas a mi propio padre?
Por una vez, el padre se retractó de sus palabras.
—Bueno, no, tal vez no lo crea, en realidad. Pero me dio la impresión de que ganabas demasiado la última vez.
Ahí murió la conversación. Se tomaron el café y el padre empezó a sorber ruidosamente. Wallander detestaba aquella manía suya.
—Me voy de viaje —anunció el padre de repente—. Muy lejos.
Wallander aguardó una continuación que no se produjo.
—Y ¿adonde piensas ir? —preguntó al final.
—A Egipto.
—¿A Egipto? ¿Y qué se te ha perdido a ti en Egipto? Yo pensaba que era a Italia adonde querías ir.
—Egipto y también Italia —puntualizó el padre—. Como nunca me escuchas...
—A ver, ¿qué vas a hacer en Egipto?
—Veré la Esfinge. Y las pirámides. Empiezo a estar falto de tiempo. No sé cuánto tiempo viviré aún. Pero yo quiero ver Roma y las pirámides antes de morir.
Wallander movió la cabeza.
—¿Y con quién piensas ir?
—Volaré con Egypt Air dentro de unos días. Directamente a El Cairo. Y me alojaré en un hotel estupendo que se llama Mena House.
—Pero ¿vas a viajar tú solo? ¿Qué has hecho? ¿Has comprado un vuelo chárter? No puedes estar hablando en serio —resolvió Wallander incrédulo.
El padre estiró el brazo y alcanzó los billetes que tenía sobre el alféizar de la ventana. Wallander los ojeó y comprobó que era cierto: el anciano partiría desde Copenhague hasta El Cairo el 14 de diciembre, en vuelo regular.
El inspector dejó los billetes sobre la mesa.
Se había quedado tan perplejo que no supo qué decir.
A las diez y cuarto Wallander partió de Löderup camino de casa. La capa de nubes había empezado a resquebrajarse y, cuando se dirigía hacia el coche, notó que el frío arreciaba. Lo que, a su vez, lo llevó a pensar que su Peugeot resultaría cada vez más difícil de arrancar por las mañanas. Sin embargo, no era el coche lo que, en realidad, ocupaba su mente, sino el hecho de no haber logrado convencer a su padre de que desistiese de su viaje a Egipto. O, al menos, que aguardase un momento más adecuado, en que él mismo o su hermana pudiesen acompañarlo.
—Tienes casi ochenta años —insistía Wallander—. A esa edad no se dedica uno a viajar así, tan de repente.
Pero de nada valieron sus argumentos, que resultaron inconsistentes, dada la excelente salud del padre. Cierto que vestía de un modo algo estrafalario, pero tenía, a veces, una capacidad insólita para adaptarse a diversas situaciones y al encuentro con nuevas personas. Cuando Wallander se dio cuenta de que le facilitaban el traslado desde el aeropuerto hasta el hotel, que estaba situado justo en las inmediaciones de las pirámides, se calmó su inquietud y se atenuaron sus objeciones. Ignoraba qué podía impulsar a su padre a visitar Egipto, la Esfinge y las pirámides. Aunque sí recordaba que, cuando él era niño, su padre le había referido varias veces lo extraordinario de las creaciones artísticas que se alzaban en Gizeh, a las afueras de El Cairo.
Aquella tarde jugaron al póquer. Puesto que el padre había terminado ganando, se mostró bastante satisfecho cuando Wallander dio por finalizada la sesión.
Wallander se detuvo un instante, con la mano en la manija de la puerta del coche, y respiró hondo el perfume que emanaba de la noche.
«Tengo un padre muy curioso», resolvió. «Eso es, desde luego, innegable.»
Wallander le había prometido que lo llevaría a Malmö la mañana del día 14. Anotó el número de teléfono del hotel Mena House en el que se alojaría. Puesto que el padre, como era de esperar, no había malgastado el dinero en contratar un seguro de viaje, decidió que, al día siguiente, le pediría a Ebba que lo arreglase.
El coche arrancó con dificultad y se puso en marcha hacia Ystad. Lo último que vio fue la luz en la ventana de la cocina. El padre solía permanecer sentado allí hasta altas horas de la noche antes de irse a dormir, cuando no volvía a su taller para añadir unas cuantas pinceladas a alguno de sus cuadros. Wallander pensó en lo que Blomell le había dicho aquella tarde, que la soledad era una maldición para la gente mayor. Sin embargo, su padre no vivía su vida de un modo diferente por haber envejecido. Continuó pintando sus cuadros como si nada hubiese cambiado, ni a su alrededor ni en su propia persona.
Poco después de las once, Wallander ya estaba en la calle de Mariagatan. Cuando abrió la puerta, descubrió que alguien le había echado una carta. Abrió el sobre y supo enseguida de quién se trataba: Emma Lundin, enfermera del hospital de Ystad. Wallander cayó en la cuenta de que le había prometido que la llamaría el día anterior. La mujer solía pasar por delante de su casa camino de la suya, situada en la calle de Dragongatan. De modo que le dejó la carta preguntándole si le había ocurrido algo y por qué no la había llamado. Wallander sintió un profundo cargo de conciencia. La había conocido hacía un mes cuando, mientras aguardaban su turno en la oficina de Correos de Hamngatan, comenzaron a hablar casualmente. Pocos días después, se encontraron en una tienda de comestibles y, tan sólo un par de días más tarde, se vieron envueltos en una relación desprovista de cualquier indicio de pasión por ambas partes. Emma era un año más joven que Wallander, estaba separada y tenía tres hijos. Al inspector no se le escapó que su relación era más importante para ella que para él mismo, de modo que intentó desligarse de cualquier compromiso, aunque sin atreverse del todo. Y ahora, en el vestíbulo y con la carta en la mano, pensó que, en realidad, sabía muy bien por qué no había cumplido su promesa de llamarla. Simplemente, no tenía ganas de verla. Dejó la carta sobre la mesa de la cocina y pensó que tenía que poner punto final a aquella historia, que no tenía ningún futuro ni expectativas de éxito. Los temas comunes de conversación eran mínimos, al igual que el tiempo que tenían para dedicarse el uno al otro. Y él sabía, además, que lo que buscaba era algo muy distinto, a alguien muy distinto. Alguien capaz de sustituir a Mona de verdad, si es que existía. Y sabía que, en el fondo, él soñaba con el regreso de Mona.