El silencio invadió la sala, hasta que Hanson lo interrumpió con una pregunta:
—¿Por qué visitaba Louise a la hija minusválida de Lamberg?
—Sí, yo también me lo he preguntado —aseguró Wallander—. Es posible que, durante aquel viaje en el autocar, Simon Lamberg y ella hubiesen caído en una pasión casi religiosa; o que se dedicasen a rogar por Matilda y que ella acudiese a la residencia para comprobar si las plegarias habían surtido algún efecto; o que ella pensase que Matilda era víctima de la vida pecaminosa de su padre... Eso es algo que jamás sabremos. Al igual que jamás descubriremos qué podía mantener unidas a aquellas dos personas tan raras. Lo cierto es que, en todos los casos, hay alguna cámara secreta a la que nunca tenemos acceso. Y puede que sea mejor así.
—Bueno, quizá podamos afinar aún más —intervino Rydberg—. Si pensamos en Wislander y en su reacción..., tal vez su cólera nació en el fondo de la sospecha de que Lamberg hubiese seducido a su mujer con alguna artimaña religiosa, más que erótica. Quizá podríamos preguntarnos si es posible explicar su comportamiento con el habitual ataque de celos.
De nuevo reinó el silencio que, una vez más, rompió Hanson:
—Bueno, la verdad es que, a su manera, también Lamberg debía de estar loco. Eso de dedicar el tiempo libre a deformar los rostros de personas conocidas...
—O quién sabe si la explicación no es bien distinta —propuso Rydberg—. Es posible que existan personas en nuestra sociedad que se sienten tan impotentes que han dejado de participar en lo que solemos llamar el diálogo democrático, y lo sustituyen por una serie de ritos extraños. De ser así, se avecinan tiempos oscuros para la democracia de nuestro país.
—¡Vaya! Yo no había pensado en ello —observó Wallander—. Pero claro, puede que tengas razón. Y, en tal caso, estoy de acuerdo contigo. Si es como dices, las cosas empiezan a ir mal para Suecia.
La reunión tocó a su fin. Wallander se sentía cansado y abatido, pese al buen tiempo. Sobre todo, echaba de menos a Mona.
Después, miró el reloj. Eran las cuatro y cuarto.
Y tenía una nueva cita con el dentista.
Ya había perdido la cuenta de cuántas llevaba.
El avión entró en Suecia planeando a poca altura justo al oeste de Mossby Strand. La niebla pendía espesa sobre la costa pero se aclaraba al llegar a tierra firme. La silueta de la orilla y las primeras casas se precipitaban hacia el piloto. Pero él ya había realizado aquel viaje muchas veces y pilotaba a base de reloj y brújula. Tan pronto como hubo sobrevolado la frontera sueca, identificó la playa de Mossby y las luces que bordeaban la carretera hacia Trelleborg, describió un giro brusco hacia el noreste y, poco después, otro más hacia el este. El avión, un Piper Cherokee, obedecía con suavidad. Se colocó sobre una calle bien preparada de antemano. Una vía que discurría como una linde de una zona de Escania donde las casas eran contadas. Faltaban pocos minutos para las cinco de la mañana del 11 de diciembre de 1989. A su alrededor, la oscuridad era compacta. Cada vez que volaba de noche, pensaba en su primer año de piloto, cuando trabajó como capitán para una compañía griega que, de forma nocturna y clandestina, transportaba tabaco desde la entonces Rodesia del Sur, gravada a la sazón por un sinnúmero de sanciones internacionales. Aquello sucedió entre 1966 y 1967, hacía ya más de veinte años. Pero aquel recuerdo no abandonaba su memoria. Fue entonces cuando aprendió que un buen piloto podía volar incluso de noche con un mínimo de recursos y sin contacto alguno por radio.
El avión volaba ya tan bajo que el piloto no se atrevió a hacerlo descender más. Ya empezaba a preguntarse si no se vería obligado a regresar sin haber llevado a término su cometido. En ocasiones, sucedía. La seguridad era, en efecto, lo más importante, y la visibilidad seguía siendo escasa. Pero, de improviso, justo antes de que el piloto tuviera que tomar una determinación, la niebla se aclaró. Miró el reloj y comprobó que, en un par de minutos, vería la luz que señalaba el lugar en el que debía dejar caer el paquete.
Volvió la cabeza y le gritó al hombre que ocupaba la única silla que quedaba en la cabina.
—¡Dos minutos!
El hombre, que estaba envuelto en la oscuridad, enfocó una linterna hacia su rostro y asintió.
El piloto sondeó la negrura. «Queda un minuto», se dijo. Y, en aquel preciso momento, divisó los focos que dibujaban un cuadrilátero de doscientos metros de lado. Le gritó entonces al hombre que se preparase. Después, describió un giro a la izquierda y se aproximó al cuadrilátero desde el oeste. Sintió la corriente de aire frío y el ligero temblor del cuerpo de la aeronave cuando el acompañante abrió la portezuela. Después, puso la mano en el interruptor del foco de señalización que hacía que se encendiese una luz roja en la parte trasera de la cabina. Redujo la velocidad tanto como le fue posible. Entonces pulsó el botón de la luz verde y supo que, en aquel instante, el hombre que iba detrás empujaría hacia el exterior la cisterna envuelta en una funda de goma. La fría corriente de aire cesó cuando se cerró la portezuela. Para entonces, el piloto había cambiado el rumbo y dirigía el avión hacia el sureste. Sonrió en silencio. La cisterna ya habría aterrizado en algún punto del cuadrilátero descrito por los focos. Y alguien aguardaba allí para recogerla. Apagarían los focos y los guardarían en un coche y la oscuridad volvería a ser tan sólida e impenetrable como hacía unos minutos. «Una operación perfecta», se felicitó. «La décimo novena hasta ahora.»
De nuevo miró el reloj. Nueve minutos más tarde, sobrevolarían la costa y estarían de nuevo fuera de Suecia. Y, tras otros diez minutos, ascendería unos cientos de metros. Junto al asiento, llevaba un termo de café, que pensaba beber mientras volaban sobre el mar. A las ocho ya habría aterrizado con el aeroplano en su pista de aterrizaje privada, a las afueras de Kiel; después, tomaría su coche y pondría rumbo a Hamburgo, donde estaba su hogar.
El avión sufrió una brusca sacudida. Después, otra más. El piloto miró los mandos. Todo parecía en orden. El viento contrario no soplaba con demasiada fuerza y no había turbulencias. Entonces, la nave volvió a bambolearse, con más violencia esta vez. El piloto intentaba gobernar el timón, pero el avión volaba sobre el costado izquierdo. Se esforzó por corregir la posición, sin lograrlo. Los mandos seguían indicando los valores normales. Pero, dada su profunda experiencia, él sabía que algo fallaba. No lograba controlar el aparato. Pese a que aumentaba la velocidad, habían empezado a perder altura. Procuraba pensar con claridad. ¿Qué podría haber ocurrido? Él siempre revisaba el avión antes de despegar. Cuando llegó al hangar hacia la una de la noche, dedicó más de media hora a inspeccionarlo y a revisar todas las listas que el mecánico le había proporcionado antes de, tras haber seguido cada una de las recomendaciones de la lista de control, disponerse a levantar el vuelo.
Pero no lograba enderezar el avión. Las sacudidas nerviosas del aparato no cesaban. Sabía que la situación era grave. Aumentó la velocidad un poco más sin dejar de manipular el timón. El hombre que llevaba detrás le preguntaba a gritos qué ocurría. Pero el piloto no contestó, pues no sabía qué responder. Si no conseguía equilibrar el avión, se estrellarían en pocos minutos. Justo antes de que alcanzasen el mar. Se afanaba sin cesar, con el corazón saliéndosele del pecho. Pero todo fue en vano. Después, se produjo un instante de desesperación y de resignación. De nuevo empezó a tironear de las palancas sin dejar de pisar los pedales, hasta que todo acabó.
La nave colisionó contra la tierra con violencia desmesurada a las cinco y diecinueve minutos, la mañana del 11 de diciembre de 1989. Pero los dos ocupantes del avión no se percataron de que sus cuerpos empezaban a arder. Cuando el aparato chocó contra el suelo, ellos, con los cuerpos reventados, ya habían muerto.
La bruma regresaba rodando desde el mar. La temperatura era de cuatro grados y apenas si soplaba el viento.
El 11 de diciembre Wallander despertó poco después de las seis de la mañana. Tan pronto como abrió los ojos, el despertador empezó a sonar en la mesilla de noche. Lo paró y se quedó tumbado un rato, con la mirada fija en la oscuridad. Estiró brazos y piernas; los dedos de las manos y los de los pies. Había adquirido la costumbre de comprobar por las mañanas si despertaba con algún achaque o dolencia incubados durante la noche. Y tragó saliva para asegurarse de que ninguna infección se le había inoculado a hurtadillas en las vías respiratorias. A menudo se le ocurría pensar que, con los años, estaba volviéndose un hipocondriaco. Comoquiera que fuese, aquella mañana también lo halló todo en orden. Además, por si fuera poco y como algo extraordinario, parecía haber descansado bien. La noche anterior se había ido a la cama a las diez y se había dormido de inmediato. Cuando lograba caer vencido por el sueño, dormía bien. De lo contrario, si, nada más acostarse, permanecía despierto tumbado en la cama, solía llevarle muchas horas alcanzar la paz que le permitiese conciliar el sueño.
Se levantó y se fue a la cocina. El termómetro que tenía fijado en el exterior del marco de la ventana indicaba que estaban a seis grados pero, puesto que él sabía que no funcionaba correctamente, calculó que aquella mañana se enfrentaría al mundo a una temperatura no superior a los cuatro. Contempló entonces el cielo. Unos jirones de niebla desfilaban despaciosos sobre los tejados de las casas. Aún no había nevado en Escania aquel invierno. «Pero nevará», se dijo. «Tarde o temprano, la nieve se dejará caer.»
Se preparó un café y unos bocadillos aunque, como de costumbre, su frigorífico estaba prácticamente desierto. Antes de irse a dormir la noche anterior, había confeccionado una lista que ahora tenía ante sí sobre la mesa de la cocina. Mientras aguardaba a que el café estuviese listo, fue al baño y, cuando regresó, añadió papel higiénico al final de la lista, además de otra escobilla para el retrete. Mientras desayunaba, hojeó el ejemplar del diario Ystads Allehanda que había recogido en el vestíbulo. Pero no se detuvo hasta haber alcanzado las últimas páginas de anuncios. En algún lugar de su subconsciente, añoraba una casa en el campo, una casa de la que pudiese salir por las mañanas y orinar en el césped; donde pudiese tener un perro y, quizás, aunque ésta era la parte más dudosa del sueño, un palomar. Había varias casas en venta, pero ninguna que pudiese interesarle. Entonces descubrió que en Rydsgård vendían cachorros de labrador. «Pero eso sería empezar la casa por el tejado», se recriminó. «Primero la casa, después el perro. No al revés. Lo otro no me acarrearía más que problemas, con el horario tan desordenado que tengo y sin nadie que pueda ayudarme a cuidar del animal y que pueda sacarlo a pasear.» Hacía ya dos meses que Mona se había marchado definitivamente. En el fondo, él se negaba aún a aceptar lo sucedido, pero ignoraba qué hacer para convencerla de que volviese.
A las siete de la mañana estaba listo para salir. Había elegido el jersey que solía ponerse cuando la temperatura era de entre cero y ocho grados. Tenía jerséis para las distintas ocasiones y solía ser cuidadoso al elegir. Detestaba pasar frío durante el húmedo invierno escaniano tanto como lo irritaba sudar bajo un jersey demasiado grueso. Opinaba, además, que tanto lo uno como lo otro menguaban su capacidad de pensar con claridad. Al final, decidió que iría a pie a la comisaría. Necesitaba hacer ejercicio. Al salir, percibió el tenue y fresco viento procedente del mar. El paseo desde el apartamento de la calle de Mariagatan no le llevó más de diez minutos.
Mientras caminaba, iba pensando en el día que lo aguardaba. Si nada especial había acontecido durante la noche, tendría que entrevistar a un traficante de drogas al que habían detenido el día anterior. Además, su mesa aparecía siempre invadida de montañas de informes sobre investigaciones en curso a las que debería dedicarse. El tráfico a Polonia de coches de lujo robados era uno de sus casos sempiternos más deprimentes.
Cruzó las puertas de la comisaría y saludó a Ebba, que ya estaba en la recepción. Wallander advirtió que la mujer se había hecho la permanente.
—Muy guapa, como siempre —comentó.
—Bueno, una hace lo que puede —repuso ella—. Y tú deberías procurar no subir de peso, que es lo que suele ocurriros a los separados.
Wallander asintió. La mujer tenía razón. Desde la separación de Mona, había empezado a comer mal y de forma desordenada. Todos los días se proponía romper con sus malas costumbres, sin haberlo logrado hasta el momento. Se dirigió a su despacho, se quitó la cazadora y se sentó ante el escritorio.
En ese preciso momento, sonó el teléfono. Descolgó el auricular, que le trajo la voz de Martinson. Pero a Wallander no le sorprendió: ellos eran, en efecto, los dos agentes más despiertos del grupo de homicidios de la comisaría de Ystad.
—Creo que tenemos que ir a Mossby —anunció Martinson.
—¡Vaya! ¿Qué ha pasado?
—Un avión, que se ha estrellado.
Wallander sintió que se le encogía el corazón. Su primer pensamiento fue que se trataba de algún avión que esperaba aterrizar o que acababa de despegar del aeropuerto de Sturup. En tal caso, estarían ante una catástrofe con muchos muertos y heridos.
—Una avioneta, para ser exactos —prosiguió Martinson.
Entonces respiró aliviado al tiempo que maldecía en silencio al colega, por no haberle dado la noticia completa desde el principio.
—La alarma llegó hace un momento. Los bomberos ya están allí. Al parecer, el aparato ardió en llamas.
Wallander asintió sin replicar ante el auricular.
—Voy para allá —declaró Wallander—. ¿Quién más ha llegado?
—Nadie, que yo sepa. Pero el agente de guardia ya está en el lugar, claro.
—Bien, en ese caso, acudiremos tú y yo en primer lugar.
Se encontraron en la recepción. Cuando estaban a punto de partir, apareció Rydberg. El compañero tenía reuma y estaba muy pálido. Wallander le refirió brevemente lo sucedido.
—Bien, adelantaos vosotros —respondió Rydberg—. Yo no podré hacer nada si antes no voy a los servicios.
Martinson y Wallander salieron de la comisaría y se dirigieron al coche del primero.
—Tiene mal aspecto —comentó Martinson.
—Es que está mal —precisó Wallander—. Por el reumatismo y alguna otra cosa de las vías urinarias o algo así.