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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (33 page)

BOOK: La pirámide
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Al tercer día de la investigación el tiempo cambió. Cuando, a eso de las seis de la mañana, Wallander despertó de un sueño reparador, los rayos del sol inundaban su habitación. El termómetro que tenía fijado al marco exterior de la ventana de la cocina indicaba que estaban a siete grados, de modo que pensó que tal vez la primavera estuviese, por fin, a punto de llegar.

El inspector contempló su rostro en el espejo del cuarto de baño. La mejilla izquierda aparecía inflamada y presentaba un ligero tono azulado. Cuando, con sumo cuidado, se puso a retirar el apósito que cubría la herida próxima al nacimiento del cabello, la sangre empezó a brotar enseguida, de modo que buscó uno nuevo y volvió a taparla. Después, examinó con la lengua el diente que le habían reparado de forma provisional y al que aún no se había habituado. Se dio una ducha y se vistió, pero, al ver la montaña de ropa sucia, se irritó tanto que bajó para anotarse en el horario de la lavandería mientras salía el café. No alcanzaba a comprender cómo podía acumularse tanta ropa sucia en tan poco tiempo. En condiciones normales, era Mona quien se encargaba de la colada. Al pensar en ella, sintió como un pinchazo. Después, se sentó a leer el periódico ante la mesa de la cocina. El asesinato de Lamberg ocupaba varias páginas. Björk había hecho algunas declaraciones que Wallander aprobó mientras leía. El comisario jefe se expresaba con acierto y sin andarse por las ramas.

A las seis y cuarto salió del apartamento, tomó el coche y puso rumbo a la comisaría. Puesto que todos los miembros del grupo de investigación estaban muy ocupados con el caso, habían decidido que no se reunirían hasta el final de la jornada.

La determinación sistemática de la naturaleza de Simon Lamberg, de sus costumbres, su economía, su entorno y su pasado exigía tiempo. Wallander, por su parte, había decidido averiguar si serían ciertos los rumores que Gunnar Larsson le había comentado y si, en efecto, Simon Lamberg se había movido en los círculos del juego ilegal. Y había decidido hacerlo a través de un viejo contacto suyo. Así, viajaría a Malmö para mantener una charla con un hombre al que no veía desde hacía ya cuatro años. Pese a todo, no le costaba imaginar dónde lo encontraría casi con total seguridad. Se dirigió a la recepción, ojeó los avisos telefónicos y resolvió que ninguno era demasiado importante. Continuó, después, hacia el despacho de Martinson, siempre tan madrugador. El colega trabajaba en una búsqueda en el ordenador.

—¿Qué tal va eso? —inquirió Wallander.

Martinson hizo un gesto de descontento.

—Simon Lamberg debió de ser lo más parecido a un ciudadano intachable —sentenció—. Ni una sola mancha, ni siquiera una multa. Nada.

—Pues corre el rumor de que se dedicaba al juego —advirtió Wallander—. Pero al juego ilegal. Y que también tenía deudas pendientes. Yo pensaba dedicar la mañana a investigar por esa vía. Así que iré Malmö.

—¡Qué buen tiempo tenemos!, ¿verdad? —comentó Martinson sin apartar la vista de la pantalla.

—Y que lo digas. Casi se atreve uno a albergar cierta esperanza...

Wallander emprendió su viaje a Malmö. La temperatura había subido algo más y el inspector se deleitó con la idea de la transformación que el paisaje experimentaría en breve. Pero su mente no tardó en volver a concentrarse en la investigación de que era responsable. Aún carecían de directrices que seguir. No tenían ningún móvil obvio. La muerte de Simon Lamberg se le antojaba inexplicable. Un fotógrafo que llevaba una vida de lo más apacible..., que había vivido la tragedia de tener una hija minusválida y que, además, vivía, de hecho, separado de su mujer. Sin embargo, nada de aquello apuntaba a que nadie tuviese el menor motivo para aplastarle la cabeza con una violencia desaforada.

Por otro lado, le había sucedido algo, durante un viaje a Austria realizado hacía siete años. Y ese algo había transformado su vida de un modo radical.

Wallander contemplaba de vez en cuando el paisaje mientras conducía. Se preguntaba qué era lo que se le ocultaba en la figura de Simon Lamberg. Había algo inasible en su personalidad; su vida, su forma de ser se les escurrían de las manos.

Wallander llegó a Malmö poco antes de las ocho y fue directamente al aparcamiento situado detrás del hotel Savoy, desde donde accedió al hotel para encaminarse luego al comedor.

El hombre al que buscaba estaba solo, sentado ante una de las mesas que había al fondo de la sala. Estaba enfrascado en la lectura de un periódico matutino. El inspector se acercó hasta la mesa y el hombre alzó la vista sobresaltado.

—¡Kurt Wallander! —exclamó—. ¿Tanta hambre tienes que has de venir hasta Malmö para desayunar?

—Tú siempre con esa lógica tuya tan curiosa —repuso Wallander mientras tomaba asiento.

Se sirvió una taza de café mientras rememoraba el día que conoció a Peter Linder, el hombre al que tenía sentado al otro lado de la mesa. En efecto, lo vio por primera vez hacía más de nueve años, hacia mediados de los setenta. Wallander acababa de empezar a trabajar en Ystad. Habían intervenido contra un club de juego ilegal organizado en una finca apartada y solitaria situada a las afueras de Hedeskoga. A nadie le cabía la menor duda de que Peter Linder estaba detrás de aquello, puesto que los pingües beneficios de aquella dudosa actividad habían ido a parar a sus arcas. Sin embargo, tras el subsiguiente juicio, Linder quedó absuelto. Una jauría de abogados logró sortear la elaborada acusación del fiscal y Linder salió del juzgado como un hombre libre. Jamás se supo del dinero que había ganado, como tampoco se averiguó dónde estaba. Pero, pocos días después de la celebración de la vista, Linder se presentó en la comisaría, donde manifestó su deseo de hablar con Wallander, ante quien presentó sus quejas por el trato, según él, vejatorio que había recibido de la justicia sueca. Wallander se encolerizó.

—¡Todo el mundo sabe que tú estabas detrás de todo! —había rugido el inspector en aquella ocasión.

—¡Pues claro que sí! —respondió entonces Peter Linder—. Sin embargo, el fiscal no logró demostrarlo lo suficiente como para que me condenasen. Lo que, por otro lado, no implica que yo haya perdido mi derecho a sentir que me dispensaban un trato improcedente.

La desfachatez de Peter Linder dejó mudo a Wallander. Después, el hombre estuvo desaparecido de su vida hasta que, un día, le llegó al inspector una carta anónima con un soplo acerca de otro club de juego clandestino de Ystad. En aquella ocasión, los responsables del delito fueron condenados. Wallander supo en todo momento que el anónimo remitente de la misiva no podía ser sino Peter Linder. Y puesto que ya en su primera entrevista el hombre le había confesado a Wallander que él «siempre desayunaba en el Savoy», el inspector se presentó allí una mañana. Y, pese a que Linder negó con una amplia sonrisa ser el autor del mensaje, ambos sabían que no era cierto.

—Veo por los periódicos que la vida de los fotógrafos corre grave peligro en Ystad —comentó Peter Linder.

—Bueno, no más que en otros lugares.

—¿Y qué hay de los clubes de juego?

—Pues yo creo que, por ahora, no tenemos ese problema.

Peter Linder exhibió una de sus sonrisas subrayada por el azul intenso de sus ojos.

—En ese caso, tal vez debiera considerar la posibilidad de establecerme de nuevo en los alrededores de Ystad. ¿Qué te parece a ti la idea?

—Tú ya sabes qué opino al respecto —atajó Wallander—. Y has de saber que si algún día se te ocurriera volver, te atraparíamos!

Peter Linder meneó la cabeza y sonrió una vez más. A Wallander lo irritaba su sonrisa, pero no dijo nada.

—En fin, he venido para hablar contigo sobre el fotógrafo asesinado.

—Yo sólo acudo al fotógrafo de la corte, uno que vive aquí en Malmö. Fue el que fotografió Sofiero
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durante el reinado anterior. Un fotógrafo excelente.

—Lo único que tienes que hacer es responder a mis preguntas —lo interrumpió Wallander.

—¿Es esto un interrogatorio?

—No, pero soy lo suficientemente ingenuo como para creer que puedes ayudarme y, más aún, que estás dispuesto a hacerlo.

Peter Linder lo invitó a preguntar con un amplio gesto de los brazos.

—Simon Lamberg —comenzó Wallander—. El fotógrafo..., verás, corría el rumor de que jugaba y apostaba grandes sumas. Por si fuera poco parece que estaba implicado en asuntos ilegales, tanto aquí como en Copenhague. Además, tenía deudas pendientes y, al parecer, había caído en el abismo de la trampa de los acreedores. ¿Has oído hablar de él?

Peter Linder reflexionó unos segundos.

—No —declaró a continuación—. Y te aseguro que, de haber sido verdad la mitad de lo que dices, sabría quién era.

—¿Y no cabe la posibilidad de que te haya pasado por alto, por una u otra razón?

—No, no —insistió Peter Linder—. Eso es impensable.

—Vamos, no puede ser que lo sepas todo, ¿no?

—Tratándose del mundo del juego ilegal en el sur de Suecia, sí, no se me oculta nada. Además, también sé algo de filosofía clásica y de arquitectura árabe. Pero, aparte de eso, prácticamente nada.

Wallander no opuso objeción, pues recordaba que Peter Linder había hecho una carrera sorprendente en el mundo universitario. Después, un buen día, sin previo aviso, dejó los corredores académicos y no tardó en establecerse como propietario de un club de juego.

Wallander apuró su café.

—Te agradecería que me enviases una de tus cartas anónimas si oyeses algo —ironizó.

—Indagaré en Copenhague —prometió Peter Linder—. Pero dudo mucho que saque nada interesante que ofrecerte.

Wallander asintió y se levantó en el acto dispuesto a marcharse: no se veía estrechándole la mano a Peter Linder.

Hacia las diez de la mañana Wallander ya estaba de vuelta en la comisaría. Unos policías disfrutaban de una taza de café sentados al calor primaveral en el patio de la entrada. Wallander fue al despacho de Svedberg, pero tanto éste como Hanson estaban fuera. Sólo Martinson trabajaba incansable ante la pantalla de su ordenador.

—¿Qué tal te fue en Malmö? —quiso saber el colega.

—Por desgracia, parece que los rumores no son ciertos —repuso Wallander.

—¿Cómo que por desgracia?

—Bueno, eso al menos nos habría proporcionado un móvil, no sé, deudas de juego, acreedores... Justo lo que necesitamos.

—Svedberg estuvo consultando el registro mercantil y resulta que la agencia de viajes Markresor ha dejado de existir. Se unieron hace ya cinco años a otra agencia que quebró el año pasado. Según él, sería imposible encontrar la lista de pasajeros, aunque sí habría posibilidad de dar con el chófer del autocar, si aún vive.

—¿Dónde está ese hombre ahora?

—No lo sé.

—¿Y dónde están Hanson y Svedberg?

—Svedberg está indagando en la economía de Lamberg. Hanson está hablando con los vecinos. Y Nyberg está reprobando la actuación de uno de los técnicos, que ha echado a perder una de las pisadas.

—Pero ¿tú crees que es posible echar a perder una huella de un zapato?

—Bueno, si la gente puede perder un libro de salmos en un jardín ajeno...

«Martinson está en lo cierto», se dijo Wallander. «Uno puede perder cualquier cosa.»

—¿Algún soplo? —inquirió.

—Salvo el libro de salmos de la familia Simovic, nada. Bueno, también ha habido otras llamadas, pero ninguna merecía la pena. Claro que puede que llamen más. La gente suele tomárselo con calma, ya sabes.

—¿Y el director de banco, Backman?

—Es de fiar, pero no había visto más que lo que ya sabíamos.

—¿Qué me dices de Hilda Waldén, la mujer de la limpieza?

—Tampoco de ahí sacaremos nada en claro.

Wallander se apoyó contra el quicio de la puerta.

—¿Y quién coño ha podido matarlo? ¿Cuál habrá sido el móvil?

—¿Y quién cambia la emisora de radio y corretea por la ciudad en un libro de salmos en el bolsillo? —añadió Martinson.

Las preguntas quedaron, por el momento, sin respuesta. Wallander se dirigió a su despacho dominado por una molesta sensación de inquietud y desasosiego. El encuentro con Peter Linder lo había convencido de que no podían confiar en hallar la solución en algún intersticio del mundo del juego ilegal. ¿Qué les quedaba, pues? Se sentó ante el escritorio con la intención de realizar una nueva síntesis. Tras algo más de una hora, leyó lo que había escrito. Empezaba a inclinarse, cada vez más, por la hipótesis de que el hombre que asesinó a Lamberg entró en el establecimiento con el permiso de su víctima. No cabía duda de que debía de tratarse de una persona a la que Lamberg conocía y en la que confiaba. Alguien cuya identidad desconocería incluso la mujer del fotógrafo. Svedberg llamó a la puerta con unos golpecitos que vinieron a interrumpir su reflexión.

—¡Adivina dónde he estado! —exclamó el colega.

Wallander negó con la cabeza, pues no estaba para adivinanzas.

—Matilda Lamberg vive en una residencia situada a las afueras de Rydsgård y, como estaba tan cerca, pensé que no me costaría nada ir a visitarla.

—O sea, que la has visto, ¿no es así?

Svedberg adoptó enseguida una expresión grave.

—Sí, y créeme que fue tremendo. Está totalmente incapacitada.

—Bueno, bueno, ahórrame los detalles —atajó Wallander—. Creo que puedo hacerme una idea de todos modos.

—¿Sabes?, ocurrió algo extraño —prosiguió Svedberg—. Estuve hablando con la directora, una mujer amable, de esas heroínas ignoradas de nuestro tiempo. Le pregunté con qué frecuencia iba Simon Lamberg a visitar a su hija.

—¡Muy bien! Y ¿qué te dijo?

—Que jamás había estado allí. Ni una sola vez durante todos estos años.

Wallander no dijo palabra, pero sintió un profundo malestar.

—Elisabeth Lamberg solía ir una vez por semana, en general los sábados. Pero lo curioso no fue eso.

—¿Ah, no?, ¿y entonces?

—Pues según la directora de la residencia, la joven recibía las visitas de otra mujer. De forma irregular, aparecía a veces: nadie sabía quién era ni cómo se llamaba.

Wallander frunció el entrecejo.

«Una desconocida...»

De repente, la sensación de haber dado con una pista fructífera se fortaleció. Ignoraba de dónde procedía, pero allí estaba: por fin habían dado con una vía que los condujese a la resolución de aquel caso.

—¡Bien! —exclamó—. Excelente. Intenta localizar a todo el mundo: tenemos reunión.

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