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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (30 page)

—No. Es muy extraño. La verdad, no lo entiendo.

Wallander comprendió que la mujer no mentía y que, en realidad no sabía mucho acerca de su marido. De hecho, parecía que, en veinte años, no había querido saber nada de él.

El inspector se puso en pie, consciente de que volvería con un buen número de nuevas preguntas. Pero, por el momento, no tenía ninguna más que hacer.

Ella lo acompañó hasta la puerta.

—Yo creo que mi marido tenía muchos secretos —declaró la mujer de repente—. Pero yo no los conocía.

—Pero, si tú los ignorabas, ¿quién los conocía entonces?

—No lo sé —repuso en tono casi suplicante—. Pero a alguien debió de confiarse...

—Y ¿qué clase de secretos tenía?

—Ya te he dicho que no lo sé. Pero Simon estaba lleno de cámaras secretas a las que yo ni quería ni podía acceder.

Wallander asintió.

Ya en el coche, permaneció sentado meditando. La lluvia había empezado a caer de nuevo.

¿Qué habría querido decir con aquello de «las cámaras secretas»? ¿Tal vez la trastienda del estudio no fuese más que una de ellas? ¿No habría más escondrijos con los que aún no habían dado?

Volvió a la comisaría conduciendo despacio. El desasosiego que venía sintiendo empezaba a acentuarse.

El resto del mediodía y la tarde continuaron intentando trabajar con el escaso material de que disponían. Hacia las diez de la noche Wallander se marchó a casa. El grupo de investigación se reuniría de nuevo a las ocho de la mañana siguiente.

Cuando llegó al apartamento, se calentó una lata de judías, lo único comestible que halló. Poco después de las once, ya se había dormido.

A las doce de la noche menos cuatro minutos, sonó el teléfono. Wallander descolgó adormilado para escuchar la voz de un hombre que aseguraba estar dando un paseo nocturno. Se presentó como la persona que había ayudado a Hilda Waldén aquella misma mañana.

—Resulta que acabo de ver a un hombre entrar en el estudio de Simon Lamberg —afirmó el hombre en un susurro.

Wallander se incorporó de inmediato en la cama.

—¿Estás seguro de ello? ¿Y de que no era un policía?

—No, una sombra se escurrió por la puerta hacia el interior —insistió el hombre—. Yo padezco del corazón, pero mi vista es excelente.

Un corte en la línea vino a interrumpir la conversación. Wallander quedó sentado sobre el borde de la cama, con el auricular en la mano. Era poco habitual que nadie, salvo la policía, lo llamase a medianoche. Ni que decir tiene que su número no figuraba en la guía de teléfonos, pero alguien debió de darle su teléfono a aquel individuo durante el escándalo de aquella mañana.

Entonces se levantó raudo y empezó a vestirse.

Ya pasaba la medianoche.

Wallander llegó a la plaza donde estaba situado el estudio fotográfico escasos minutos más tarde. Había acudido allí a pie, a buen paso, puesto que la distancia desde la calle de Mariagatan, donde vivía, no era demasiado grande. Se apresuró a acercarse al hombre que lo había llamado, lo saludó y se lo llevó hasta un lugar cercano desde el que podían mantener vigilada la entrada al estudio sin ser vistos. El hombre tenía unos setenta años de edad y se presentó como Lars Backman. Se había jubilado como director de una sucursal del banco Handelsbanken.

—Yo vivo en la calle de Ågatan, muy cerca de aquí. Suelo salir a pasear por las mañanas, muy temprano, y por las noches, ya tarde. Son órdenes de mi médico.

—Cuéntame lo que has visto.

—Pues que vi entrar a un hombre en el estudio.

—¿Cómo, un hombre? Por teléfono me dijiste «una sombra».

—Bueno, uno piensa automáticamente que se trata de un hombre, pero, claro está, también pudo ser una mujer.

—¿Y nadie ha salido del estudio desde entonces?

—He estado vigilando, pero no he visto salir a nadie.

Wallander asintió. Con paso presuroso, fue a la cabina telefónica y llamó a Nyberg, que respondió a la tercera señal. A Wallander le dio la impresión de que lo había sacado de la cama. Nada preguntó, sin embargo, sino que le explicó brevemente lo sucedido. Supo entonces lo que más le interesaba: que Nyberg tenía las llaves del estudio. Aún más, no las había dejado en la comisaría, sino que se las había llevado a casa, habida cuenta de que tenía pensado volver al estudio para finalizar su examen del lugar a la mañana siguiente, bien temprano. Wallander le pidió, no obstante, que acudiese al estudio aquella misma noche, tan pronto como pudiese, antes de concluir la conversación. Una vez que hubo colgado, sopesó la necesidad de llamar a Hanson o a alguno de los demás compañeros. De hecho, él solía contravenir la norma que prohibía la actuación en solitario de los policías en situaciones que no pueden controlar por completo. Pero no lo hizo. Después de todo, Nyberg también era policía. Cuando él llegase, ya decidirían cómo proceder. Lars Backman seguía allí y Wallander le pidió con tanta cortesía como pudo que abandonase la plaza, pues uno de sus colegas estaba ya en camino y necesitaban estar solos. Backman no pareció tomarse a mal la invitación a marcharse, sino que asintió y se marchó sin más.

Wallander sentía frío, pues no llevaba más que una camisa bajo la cazadora y el viento había arreciado. El banco de nubes se había resquebrajado y calculó que estarían a pocos grados. Observó la entrada al estudio. ¿No se habría confundido Backman? No, no era probable. Intentó entrever si había alguna luz encendida en el interior, pero no era posible. Pasó un coche, poco después uno más. Por último, descubrió a Nyberg al otro lado de la plaza y comenzó a caminar para ir a su encuentro. Los dos colegas se detuvieron junto al muro de un edificio para resguardarse del viento. Wallander no dejaba de observar la puerta del estudio mientras le refería brevemente a Nyberg lo sucedido. Este lo miró inquisitivo.

—No habrás pensado que entremos ahí tú y yo solos, ¿verdad?

—Bueno, lo más urgente era que vinieses tú, puesto que tienes las llaves. Y, según dijiste, no hay ninguna otra puerta de acceso en la parte posterior, ¿no es así?

—Pues no.

—Eso quiere decir que la única manera de entrar y de salir de ahí es a través de la puerta que da a la calle.

—Exacto.

—Bien, en ese caso, llamaremos a una de las patrullas de guardia —resolvió Wallander—. Después, abriremos la puerta y le ordenaremos que salga.

Sin perder de vista la puerta, Wallander fue a llamar a la comisaría. Una de las patrullas acudiría al lugar indicado en escasos minutos. Entonces se encaminaron hacia la puerta del local. Eran las doce y veinticinco de la noche y las calles estaban desiertas.

Pero, en aquel momento, la puerta del estudio se abrió y un hombre salió a la calle. El rostro del individuo quedaba oculto entre las sombras. Los tres se descubrieron mutuamente al mismo tiempo y se detuvieron en seco. Wallander estaba a punto de gritarle que se quedase donde estaba cuando el hombre se dio la vuelta y, a una velocidad asombrosa, echó a correr por la calle de Norra Änggatan. Wallander le gritó a Nyberg que permaneciese allí a la espera de la patrulla mientras él emprendía la carrera en persecución del hombre, que se movía con rapidez inusitada. Pese a que Wallander corría tanto como le permitían sus piernas, no lograba reducir la distancia que los separaba. A la altura de la calle de Vassgatan, el hombre giró a la derecha y continuó hacia el parque de Folkparken. Wallander se preguntaba por qué no llegaba la patrulla, pues existía el riesgo de que perdiese de vista al fugitivo, que volvió a tomar un desvío a la derecha, hacia la calle de Aulingatan. Wallander tropezó con unas losas sueltas de la acera y cayó de bruces. Se dio un buen golpe en la rodilla y se hizo un agujero en los pantalones. El dolor le atravesó la pierna como un cuchillo cuando intentó continuar. La distancia entre él y el fugitivo era cada vez mayor. ¿Dónde estarían Nyberg y la patrulla? El corazón le retumbaba en el pecho. El hombre desapareció por la calle de Giöddesgränd y Wallander lo perdió de vista. Cuando alcanzó la esquina de la calle, pensó que debería detenerse y esperar a los compañeros. Sin embargo, no lo hizo, sino que siguió adelante.

El hombre lo acechaba en la esquina contraria. Un fuerte golpe inesperado alcanzó al inspector en la cara. La oscuridad lo envolvió de repente.

Cuando Wallander despertó, no sabía dónde se encontraba. Con los ojos abiertos, veía el cielo estrellado. Sintió frío y, cuando tanteó con las manos bajo su cuerpo tendido, sintió el asfalto. Entonces recordó lo ocurrido. Se incorporó y quedó sentado. Le dolía la mejilla izquierda, donde había recibido el golpe. Se tocó la dentadura con la lengua y notó que le faltaba una muela, justo la que le había empastado el dentista el día anterior. Se puso en pie con no poco esfuerzo. Le dolía la rodilla y la cabeza estaba a punto de estallarle. Miró a su alrededor pero, como era de esperar, el hombre había desaparecido. Renqueando, recorrió la calle de Aulingatan de regreso hacia la de Surbrunnsvägen. Todo había sucedido con tal rapidez que no tuvo ocasión de divisar el rostro de su agresor. Cuando doblaba la esquina, recibió el tremendo golpe en la cara.

El coche de la policía vino por la calle de Ågatan. Wallander empezó a caminar por el centro de la calzada, para que lo viesen. Conocía al conductor del vehículo, un colega llamado Peters que llevaba en Ystad tanto tiempo como él. Nyberg salió del coche de un salto.

—¿Qué ha pasado?

—Desapareció en la calle de Giöddesgränd, se apostó en la esquina y me golpeó. No creo que demos con él. Pero podemos intentarlo.

—Ya, bueno, pero lo primero es que vayas al hospital —sostuvo Nyberg.

Cuando se tocó la mejilla y la mano se le llenó de sangre, sintió un repentino mareo. Nyberg lo sujetó para evitar que cayese y le ayudó a acomodarse en el coche.

Wallander no pudo abandonar el hospital hasta las cuatro de la madrugada. Para entonces, Svedberg y Hanson ya habían llegado. Diversas patrullas del servicio nocturno habían estado recorriendo la ciudad de un lado a otro a la caza del hombre que había agredido a Wallander. Pero puesto que no contaban más que con una descripción bastante vaga, no fue de extrañar que todos los esfuerzos fuesen en vano. Wallander, por su parte, salió de la sala de curas lleno de apósitos. La muela rota tendría que esperar hasta el día siguiente. Tenía la mejilla visiblemente inflamada y supo que la sangre procedía de la herida que presentaba en el cuero cabelludo.

Cuando salieron del hospital, Wallander insistió en no posponer la visita al estudio de fotografía. Tanto Hanson como Svedberg protestaron aduciendo que lo que más necesitaba en aquellos momentos era descansar. Pero Wallander rechazó toda objeción. Cuando llegaron al lugar de los hechos, Nyberg ya estaba allí. Encendieron todas las luces y se reunieron en el estudio.

—No he detectado ninguna alteración —aseguró el técnico—. Nada ha desaparecido ni cambiado de lugar.

Wallander sabía que Nyberg tenía una memoria extraordinaria para los detalles; sin embargo, era consciente de que el sujeto podía haber ido a buscar algo que no fuese evidente o estuviese a la vista. En el fondo, era imposible que ellos intuyesen siquiera a qué había ido al estudio durante la noche.

—¿Y las huellas dactilares? O las pisadas. ¿Hay alguna? —inquirió Wallander.

Nyberg señaló el lugar del suelo que él había marcado para evitar que nadie pisase sobre él.

—He examinado los picaportes, pero mucho me temo que el individuo llevaba guantes.

—¿Y la puerta de la calle?

—No presenta marcas de ningún tipo. Ese tipo disponía de una llave, de eso podemos estar seguros. Yo mismo cerré ayer tarde.

Wallander observó a sus colegas.

—¿No tendríamos que haber dejado el lugar vigilado?

—Fui yo quien tomó la decisión —declaró Hanson—. No pensé que estuviese justificado. Sobre todo, teniendo en cuenta la situación de escasez de personal que sufrimos actualmente.

Wallander comprendió que Hanson tenía razón. De haber sido él el responsable de la decisión, tampoco habría ordenado ningún tipo de vigilancia.

—Cuanto digamos acerca de la identidad de ese hombre no serán más que especulaciones —prosiguió el inspector—. Al igual que nuestras hipótesis sobre lo que buscaba aquí. Aunque no hubiese ninguna vigilancia policial apostada a la puerta, debió de suponer que era muy posible que mantuviésemos el lugar bajo cierto control. En cualquier caso, quiero que alguien se encargue de hablar con Lars Backman, el hombre que no sólo me llamó a medianoche para advertirme de las anomalías, sino que además fue quien atendió a Hilda Waldén cuando ésta descubrió el cadáver ayer por la mañana. A mí me da la impresión de que es una persona juiciosa y puede que haya visto algo en lo que no reparó al principio.

—Pero, son las cuatro de la madrugada, ¿de verdad quieres que lo despierte a estas horas? —inquirió Svedberg sorprendido.

—Seguro que está despierto —adivinó Wallander—. Ayer estaba en la calle a las cinco de la mañana. Así que no sólo es trasnochador, sino que también madruga.

Svedberg asintió antes de abandonar el estudio. En cuanto a los demás, no había motivo alguno para retenerlos.

—Revisaremos lo sucedido mañana a primera hora —indicó una vez que Svedberg se hubo marchado—. Lo mejor que podéis hacer es ir a descansar un par de horas. Yo me quedaré aquí un rato más.

—¿Tú crees que eso es lo más adecuado? Piensa en lo que te acaba de ocurrir... —objetó Hanson.

—Pues no sé si será lo más adecuado, pero lo haré de todos modos.

Nyberg le entregó las llaves y, cuando él y Hanson se hubieron marchado, Wallander cerró la puerta. Pese a que se sentía muy cansado y le dolía la mejilla, estaba muy concentrado y atento. Aplicó el oído al silencio. Nada parecía alterado. Entró en la trastienda e hizo lo propio: miró con extrema atención a su alrededor. «Nada llamativo», resolvió. Sin embargo, aquel hombre había acudido al estudio por un motivo especial. Además, parecía tener prisa, no había podido esperar. Sólo se le ocurría una explicación: allí había algo que él necesitaba recoger. Wallander se sentó ante el escritorio. Tampoco las cerraduras de los cajones parecían forzadas. Los abrió uno a uno. El álbum estaba allí exactamente como él lo había dejado. No parecía que faltase nada Wallander se esforzaba en calcular mentalmente cuánto tiempo había estado el hombre en el estudio. Backman lo llamó por teléfono a las doce menos cuatro minutos. Y Wallander llegó a las doce y diez. Su conversación con Backman y la mantenida con Nyberg no le había llevado más de unos minutos. «Entonces eran las doce y cuarto. Y Nyberg llegó a las doce y media. Es decir, el desconocido estuvo en el estudio durante cuarenta minutos. Cuando salió, se llevó una sorpresa. Lo que significa que no salió huyendo. Dejó el estudio porque estaba listo.

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