De forma metódica revisó un cajón tras otro. Pero nada de lo que vio lo hizo detenerse. La vida de Simon Lamberg parecía, por el momento, bien organizada, sin secretos, sin sorpresas. Sin embargo, era consciente de que lo único que hacía era rascar la superficie. Se agachó para sacar el último cajón, donde no había más que un álbum de fotos de elegante cubierta en piel. Wallander lo apoyó sobre la mesa y lo abrió. Con no poca extrañeza, observó la única fotografía que aparecía pegada en el centro de la página. No era mayor que una fotografía de pasaporte. Wallander recordaba haber visto una lupa en uno de los cajones que ya había revisado, de modo que la buscó, encendió una de las dos lámparas que había sobre la mesa y se dedicó a estudiar la imagen.
Era el retrato del presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan. Pero la imagen estaba deformada. El rostro aparecía distorsionado. Seguía siendo Ronald Reagan, aunque no lo fuese... Del envejecido personaje no había quedado más que un monstruo repugnante. Junto al retrato, se leía una fecha escrita con tinta: 10 de agosto de 1984.
Wallander pasó la hoja lleno de admiración, para encontrar lo mismo en la siguiente. Una única foto en el centro de la página, aunque, en esta ocasión, el retratado era un ex primer ministro sueco. El mismo rostro deformado, distorsionado. Y una fecha plasmada con tinta.
Sin estudiar cada una de las imágenes con detalle, siguió hojeando despacio. Siempre lo mismo: una fotografía sola con un rostro contrahecho, desfigurado. Hombres, únicamente hombres, transformados en monstruos repugnantes. Tanto suecos como extranjeros. En especial políticos, pero también algún que otro hombre de negocios, un escritor y también unos cuantos a los que Wallander no conocía.
El inspector se esforzaba por comprender qué significaban aquellas imágenes. ¿Por qué tendría Simon Lamberg aquel álbum de fotos tan extraño? ¿Por qué habría deformado las caras de los retratados? ¿Era aquello a lo que dedicaba las tardes solitarias que pasaba en el estudio? De forma paulatina, la atención del inspector había ido extremándose, pues, tras la rutinaria y bien organizada fachada de Simon Lamberg existía, a todas luces, algo más. En efecto, tras la apariencia de normalidad, se ocultaba, por ahora, un hombre que destrozaba voluntariamente los rostros de personajes conocidos.
Volvió a pasar la hoja y, atónito, lanzó un grito. Una violenta sensación de malestar lo invadió al instante.
No daba crédito a lo que veía.
En aquel preciso momento, Svedberg entró en la habitación.
—Ven a ver esto —pidió Wallander.
Svedberg se inclinó sobre su hombro mientras él señalaba la fotografía.
—Pero... ¡si eres tú! —exclamó el colega lleno de asombro.
—Sí, soy yo. O, al menos, eso parece.
Observó de nuevo la instantánea, que parecía proceder de algún periódico. Era él y, al mismo tiempo, no lo era. Presentaba un aspecto anormal y abominable.
Wallander no recordaba haberse sentido tan impresionado jamás. La imagen deforme y grotesca de su propio rostro lo hizo sentir repugnancia. Cierto que estaba más que acostumbrado a los accesos repentinos y espontáneos de criminales a cuya detención había contribuido, pero la idea de que alguien hubiese estado sentado durante horas elaborando una imagen odiosa de su persona lo aterraba.
Svedberg se percató de su reacción y fue a buscar a Nyberg. Ambos revisaron el álbum hasta llegar a la última fotografía, que llevaba fecha del día anterior, en que el rostro del primer ministro sueco sufrió la horrenda transformación. La fecha aparecía, como en los otros casos, escrita con tinta.
—Esto es obra de una mente enferma —sentenció Nyberg.
—Pues no cabe duda de que fue Simon Lamberg, que dedicaba un par de tardes por semana a manipular las fotos —observó Wallander—. Lo que, como es natural, me inquieta es saber por qué yo figuro en esta colección macabra. Además, soy la única persona de Ystad, entre un montón de hombres de estado y presidentes. No negaré que me resulta de lo más desagradable.
—Y, además, ¿por qué lo hacía? —inquirió Svedberg.
Pero nadie supo darle una respuesta sensata.
Wallander sentía la necesidad de salir de allí. Le pidió a Svedberg que continuase con la inspección de la trastienda, pues, por otro lado, él no podría ya tardar mucho en presentarse ante la prensa para ofrecer la información prometida. Ya en la calle, se sintió algo más aliviado. Pasó por encima de los cordones policiales y se encaminó a la comisaría. La lluvia persistía y, si bien el profundo malestar provocado por la visión de las imágenes había remitido, seguía afectado por la repugnancia experimentada.
«De modo que Simon Lamberg se dedica, por las tardes, a escuchar música clásica en su estudio mientras se aplica a deformar los rostros de prominentes hombres de Estado, así como de un inspector de policía de Ystad.» Pese a sus denodados esfuerzos por hallar una explicación a semejante conducta, Wallander no logró comprender cómo alguien podía llevar aquella doble vida. Bien sabía él que no era extraordinario que la gente ocultase la locura tras una apariencia normal y, de hecho, no eran pocos los ejemplos que de tal comportamiento ofrecían los anales del crimen. Pero ¿por qué motivo formaría él parte de aquel álbum? ¿Qué tendría él en común con las demás personas retratadas? ¿Por qué constituía él la única excepción?
Fue derecho a su despacho y cerró la puerta. Se sentó y tomó conciencia de que estaba preocupado. Simon Lamberg estaba muerto. Con enorme violencia, alguien le había machacado la parte posterior del cráneo. Y ellos ignoraban el porqué. Pero, en un cajón de su escritorio, habían hallado un álbum de fotos tan elegante como macabro era su contenido.
Unos golpecitos en la puerta interrumpieron su reflexión y Hanson apareció en el umbral.
—Lamberg está muerto —declaró como si acabase de comunicar una novedad—. Él fue quien me retrató cuando me confirmé, hace ya muchos años.
—¡Ah! Pero ¿tú hiciste la confirmación? —preguntó Wallander con no poco asombro—. Yo pensaba que a ti te traían sin cuidado los poderes de esferas superiores...
—Y así es —confirmó Hanson en tono risueño mientras se rascaba la oreja—. Pero tenía unas ganas locas de que me regalasen un reloj y de llevar mi primer traje de verdad.
Entonces, señaló por encima de su hombro en dirección al pasillo antes de añadir:
—Periodistas. Estaba pensando en quedarme a la rueda de prensa, a ver si me entero de lo que ha pasado.
—Eso puedo decírtelo yo ahora mismo —aseguró Wallander—. Alguien le hundió la base del cráneo ayer noche, entre las ocho de la tarde y las doce. Es poco probable que se trate de un ladrón. Y eso es, en principio, cuanto sabemos.
—¡Vaya!, no es mucho —observó Hanson.
—Pues no —convino Wallander al tiempo que se ponía en pie—. Lo mínimo indispensable para que pueda decirse que hay caso.
El encuentro con los periodistas resultó improvisado y breve. Wallander los informó de lo que había sucedido y sus respuestas a las preguntas de los periodistas fueron bien escuetas. En menos de media hora, ya habían terminado. Eran ya las tres y media y Wallander notó que tenía hambre. Pero el retrato que había visto en el álbum de Simon Lamberg no se le iba de la cabeza. La pregunta no cesaba de atormentarlo: ¿por qué, de todo Ystad, lo habría elegido a él para desfigurarle y distorsionarle el rostro? Sospechaba que aquello era la obra de una persona que había perdido el juicio, pero ¿por qué lo habría elegido a él?
A las cuatro menos cuarto decidió que había llegado el momento de ir a la calle de Lavendervägen, donde vivían los Lamberg. Cuando salió de la comisaría, comprobó que la lluvia había cesado, aunque el viento soplaba ahora con más fuerza. Sopesó la posibilidad de localizar a Svedberg y pedirle que lo acompañase, pero no lo hizo. En realidad, prefería entrevistarse con Elisabeth Lamberg él solo. No eran pocas las preguntas que deseaba hacerle a la mujer; sin embargo, había una cuya urgencia superaba con creces la del resto.
Buscó la calle de Lavendervägen y, una vez allí, aparcó y salió del coche. La casa se alzaba en medio de un jardín bien cuidado, aunque los setos aparecían aún vacíos. Llamó a la puerta, que le abrió enseguida una mujer de unos cincuenta años. Wallander le tendió la mano al tiempo que se presentaba, pero la mujer parecía reacia.
—Yo no soy Elisabeth Lamberg, sino una amiga suya —aclaró la mujer—. Mi nombre es Karin Fahlman.
Tras invitarlo a pasar al recibidor, añadió:
—Elisabeth está descansando en su dormitorio. ¿Estás seguro de que esta entrevista no puede esperar?
—Por desgracia, es imposible —aseguró Wallander—. El tiempo es un factor fundamental en la tarea de atrapar al asesino.
Karin Fahlman asintió y lo condujo a la sala de estar, antes de desaparecer sin hacer el menor ruido.
Wallander echó un vistazo a la habitación. Lo primero que le llamó la atención fue la ausencia de ruidos. No había relojes, ni timbres ni sonido alguno procedente de la calle. Desde una de las ventanas, pudo ver a unos niños que jugaban en la calle. Sin embargo, y pese a que se veía que gritaban y reían, no se los oía. Entonces se acercó más a la ventana y observó los cristales, que eran dobles y, según dedujo, de algún tipo especial que insonorizaba por completo la habitación. La recorrió despacio. Estaba amueblada con un gusto exquisito, sin ostentación ni exceso. Una mezcla de antiguo y moderno, con copias de tallas antiguas. Una de las paredes aparecía totalmente cubierta de libros.
El inspector no la oyó entrar pero, de repente, allí estaba, justo detrás de él. Wallander no pudo contener un respingo al verla. La mujer estaba muy pálida, como si llevase una fina capa de maquillaje blanco, y lucía una melena corta y lisa de cabellos oscuros. Wallander pensó que debía de haber sido muy hermosa en su juventud.
—Lamento verme obligado a venir a molestar en estas circunstancias —se disculpó al tiempo que le tendía la mano.
—Sé quién eres y comprendo que hayas venido —contestó la mujer.
—Ante todo, me gustaría expresar mis condolencias.
—Gracias.
Wallander se percató de que la mujer hacía cuanto estaba en su mano por mantener la calma y se preguntó cuánto tiempo podría soportar la entrevista antes de venirse abajo.
Tomaron asiento. El inspector entrevió a Karin Fahlman en la habitación contigua y supuso que la mujer se habría instalado allí para escuchar su conversación. Por un instante, se sintió inseguro sobre cómo empezar, pero el hilo de sus pensamientos se vio interrumpido cuando la propia Elisabeth Lamberg formuló la primera pregunta.
—¿Tienes tú alguna idea de quién ha podido asesinar a mi marido?
—No, no tenemos ninguna pista por la que guiarnos. Pero no hay demasiados indicios de que fuese un robo. Lo que significa que, o bien tu marido le abrió la puerta a alguien, o bien el desconocido tenía llaves del estudio.
Ella movió con vehemencia la cabeza, en señal de que se oponía rotundamente a lo que Wallander acababa de decir.
—Simon era sumamente cuidadoso y jamás le habría abierto a un desconocido. Y mucho menos por la noche.
—Ya, pero tal vez se tratase de alguien a quien conocía, ¿no crees?
—Y ¿quién podría haber sido?
—No sé, todo el mundo tiene amigos, ¿no?
—Simon iba a Lund una vez al mes, porque era miembro del consejo de una asociación de aficionados a la astronomía que tiene su sede allí. Ésos son los únicos amigos que yo le conocí.
Wallander cayó en la cuenta de que tanto él como Svedberg habían pasado por alto una pregunta muy importante.
—¿Tenían hijos?
—Sí, una hija, Matilda.
El tono de la mujer al responder lo hizo ponerse en guardia. No fue más que un débil cambio en la inflexión de su voz, pero a él no le pasó inadvertido. Como si la pregunta la hubiese puesto nerviosa. El inspector decidió seguir adelante con mucha cautela.
—¿Cuántos años tiene?
—Veinticuatro.
—¡Ah!, entonces, tal vez ya no vive en casa, ¿no es así?
Elisabeth Lamberg le lanzó una mirada acerada al responder.
—Matilda nació con una grave minusvalía. La tuvimos en casa hasta que cumplió los cuatro años. Después, vimos que era imposible y, desde entonces, vive en una institución. Necesita ayuda para todo.
Wallander quedó desconcertado, sin saber qué decir. No sabía que esperaba oír, pero, desde luego, cualquier cosa menos aquello.
—Debió de ser una decisión muy dura —repuso intentando adoptar un aire comprensivo—. Una decisión muy difícil, la de dejarla en una institución para minusválidos.
Ella seguía mirándolo a los ojos.
—No fue mía esa decisión. Simon quería que así fuese. Yo no. Pero se hizo lo que él decidió.
Por un instante, Wallander tuvo la impresión de estar mirando el fondo de un abismo. Tan intenso era el dolor de aquella mujer al rememorar y referir aquella circunstancia del pasado.
"Wallander permaneció sentado en silencio durante largo rato antes de proseguir.
—¿Se te ocurre quién podría tener motivos para matar a tu marido?
Su respuesta lo sorprendió.
—Desde el día en que tomó aquella decisión, comprendí que había dejado de saber quién era mi marido.
—¿Pese a que han pasado ya veinte años?
—Hay cosas que nunca cambian.
—Pero seguíais casados, ¿no es así?
—Bueno, vivíamos bajo el mismo techo. Eso es todo.
Wallander reflexionó unos segundos, antes de continuar.
—En otras palabras, que no puedes ni imaginarte quién es el asesino.
—No.
—Ni tampoco el móvil, supongo.
Wallander había dejado de dar rodeos e iba derecho al grano, formulando las preguntas clave.
—Cuando llegué dijiste que me habías visto antes. ¿Recuerdas si tu marido habló de mí en alguna ocasión?
La mujer alzó las cejas, asombrada.
—¿Por qué habría de hacer tal cosa?
—No lo sé, pero la pregunta es importante.
—La verdad es que no hablábamos mucho, pero no recuerdo que hablase de ti nunca.
Wallander prosiguió.
—Encontramos en el estudio un álbum lleno de fotografías de hombres de Estado y otras personalidades. Por alguna razón que desconozco, también mi rostro aparecía entre ellos. ¿Sabías de la existencia de ese álbum?
—No.
—¿Estás segura?
—Sí.
—Las imágenes estaban deformadas. Todas aquellas personas, al igual que yo mismo, presentaban un aspecto monstruoso. Es decir, que tu marido debió de invertir muchas horas en manipularlas. ¿Debo suponer que tampoco conocías esta afición suya?