—¿Dónde está Löderup? —le preguntó a la recepcionista.
—Yo creo que pertenece al distrito policial de Ystad.
—No es eso lo que quiero saber, sino el prefijo de la zona.
—El de Ystad.
Wallander se guardó la nota en el bolsillo y se marchó. Si hubiese tenido coche, habría ido a Löderup sin pensárselo dos veces, tan sólo para preguntarle a su padre qué pretendía con su llamada y su mensaje. Y, una vez obtenida la respuesta, él le diría lo que pensaba y le advertiría que, a partir de aquel momento, podía dar por terminado todo contacto entre ellos, que se habían acabado las visitas, las partidas de póquer y las llamadas telefónicas. Asimismo, le prometería asistir al entierro, que confiaba no se hiciera esperar demasiado. Eso era todo.
El agente fue caminando por la calle de Fiskehamnsgatan. Después, giró hacia la de Slottsgatan y continuó hasta el parque de Kungsparken. «En realidad, son dos los problemas que tengo», se dijo. «El mayor y más importante es Mona. El otro es mi padre. Y ambos requieren una solución inmediata.»
Sentado en un banco del parque, se puso a contemplar unos gorriones que se refrescaban en un charco. Un hombre borracho dormía detrás de unos arbustos. «En realidad, debería despertarlo y sentarlo en el banco o hacer que lo ingresaran hasta que haya dormido la mona. Pero, en estos momentos, no me importa lo más mínimo que se quede donde está.»
Se levantó del banco y prosiguió su paseo, que, tras atravesar el parque, lo llevó a la calle de Regementsgatan. Seguía sin tener apetito, pero se detuvo ante un quiosco de perritos calientes que había en la plaza de Gustav Adolf y se compró uno antes de regresar a la comisaría.
Era ya la una y media. Hemberg estaba ocupado y él no sabía qué tenía que hacer. En realidad, debería hablar con Lohman para averiguar qué se esperaba que hiciese el resto del día, pero, en lugar de acudir á su superior, se puso a revisar de nuevo las listas que Helena le había proporcionado. Ojeó los nombres una vez más intentando recrear mentalmente sus rostros y sus vidas. Marinos, maquinistas... En uno de los márgenes aparecían anotadas las fechas de nacimiento de cada uno. De nuevo dejó los papeles a un lado. Desde el pasillo se oyó algo parecido a una carcajada.
Wallander empezó a pensar en Hålén, aquel vecino suyo que hacía quinielas, que hizo instalar una nueva cerradura de seguridad en su puerta y que se quitó la vida de un disparo. Todo parecía indicar que la teoría de Hemberg podría probarse como cierta: por alguna razón, Hålén había asesinado a Alexandra Batista antes de suicidarse.
Wallander no ahondó más en ello. La teoría de Hemberg era tan lógica como obvia. Y sin embargo, a Wallander se le antojaba que carecía de sustancia. El envoltorio tenía sentido, pero ¿y el contenido? Este era, en su opinión, bastante impreciso, por no hablar de lo poco que se correspondía con la imagen que él tenía de su vecino, en el que Wallander jamás había detectado rasgo alguno de apasionamiento o de violencia. Cierto que hasta las personas más reservadas podían estallar en arrebatos de furia y violencia cuando se veían expuestas a circunstancias extremas. Pero ¿era lógico pensar que Hålén hubiese asesinado a la mujer con la que, al parecer, mantenía una relación?
«Aquí falta algo», resolvió Wallander. «El interior del envoltorio está vacío.»
Se esforzó por profundizar en el asunto sin avanzar lo más mínimo. Abstraído, comenzó a ojear de nuevo las listas que tenía sobre la mesa y, sin saber exactamente por qué, se centró en las fechas de nacimiento que aparecían en el margen derecho. ¿Qué edad tenía Hålén? Recordaba que había nacido en 1898, pero no conocía los detalles. Wallander llamó a la centralita y pidió que lo pusiesen con Stefansson. El agente contestó enseguida.
—Soy Wallander. Me preguntaba si tienes a mano la fecha de nacimiento de Hålén.
—¿Qué quieres? ¿Felicitarlo por su cumpleaños?
«No le caigo bien», concluyó Wallander. «Pero ya le demostraré, en su momento, que yo soy mucho mejor investigador que él.»
—Hemberg me pidió que comprobase unos datos —mintió Wallander.
Stefansson dejó el auricular sobre la mesa y Wallander oyó que hojeaba unos papeles.
—El 17 de septiembre de 1898. ¿Algo más? —inquirió Stefansson.
—No, eso es todo —repuso Wallander antes de colgar.
Ya en poder del detalle que necesitaba, tomó de nuevo las listas.
En el tercer folio, halló lo que había estado buscando aun sin ser consciente de ello. Un maquinista nacido el 17 de septiembre de 1898, llamado Anders Hansson. «Las mismas iniciales que Artur Hålén», se dijo.
Revisó el resto de los folios, para asegurarse de que no había nadie más nacido en la misma fecha. El más próximo era un marinero nacido el 19 de septiembre de 1901. Tomó la guía telefónica y marcó el número del censo parroquial. Puesto que Hålén vivía en el mismo edificio que él, debía de estar empadronado en la misma zona. Aguardó, mientras pensaba que bien podía seguir diciendo que era ayudante de homicidios, hasta que oyó la voz de una mujer.
—Mi nombre es Kurt Wallander, del grupo de homicidios —comenzó—. Llamo por un fallecimiento que tuvo lugar hace unos días.
Tras haberle proporcionado el nombre, la dirección y la fecha de nacimiento de Hålén, la mujer le preguntó:
—Bien, ¿y qué es lo que deseas saber?
—Si hay algún indicio de que Hålén haya tenido otro nombre con anterioridad.
—Es decir, si se cambió el apellido.
«¡Joder! Es cierto, la gente cambia de apellido, no de nombre», se lamentó.
—A ver, voy a mirar —aseguró la empleada.
«Me he precipitado», se recriminó. «Debería pensármelo mejor antes de actuar.»
Sopesó la posibilidad de colgar, simplemente. Pero la mujer quizá pensase que se había cortado la comunicación y tal vez decidiese llagar a la comisaría y preguntar por él, de modo que aguardó un buen rato, hasta que ella volvió a ponerse al teléfono.
—Ya está. Precisamente, estamos registrando el fallecimiento. Por eso me ha llevado tanto tiempo. Pero tenías
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razón.
Wallander dio un respingo en la silla.
—Antes se llamaba Hansson. El cambio de nombre se produjo en 1962.
«¡Correcto! Pero erróneo al mismo tiempo, claro», se dijo.
—Y el nombre de pila, ¿cuál es?
—Anders.
—Pero ¿no era Artur?
La respuesta lo sorprendió.
—Sí, también. Sus padres debían de tener debilidad por los nombres compuestos; o quizá les costó ponerse de acuerdo, porque se llamaba Erik Anders Artur Hansson.
Wallander contuvo la respiración.
—Bien, pues muchas gracias por tu ayuda —dijo a modo de despedida.
Una vez hubo concluido, sintió un deseo irrefrenable de ponerse en contacto con Hemberg. Pero permaneció sentado en la silla sin poder calibrar con exactitud el valor de su descubrimiento. «Seguiré esta pista yo solo. Si no conduce a ninguna parte, nadie tiene por qué enterarse», decidió.
Wallander tomó un bloc escolar y comenzó a componer una síntesis de la situación. ¿Qué era lo que sabía? Artur Hålén se había cambiado el nombre hacía siete años. Linnea Almqvist, la señora del piso de arriba, le había comentado en alguna ocasión que Hålén se había mudado a principios de los sesenta, lo cual encajaba.
Wallander quedó así reflexivo, con el lápiz en la mano. Entonces, llamó de nuevo a la oficina del censo, donde respondió la misma mujer.
—Disculpa, olvidé hacerte otra pregunta. También necesitaba saber la fecha en que Hålén se mudó a Rosengård.
—Ah, sí, te refieres a Hansson, ¿no? Voy a mirarlo.
En esta ocasión, la cosa fue mucho más rápida.
—Está registrado desde el 1 de enero de 1962.
—¿Dónde vivía antes?
—Eso no lo sé.
—Pues yo pensaba que esa información figuraría en su ficha.
—Sí, pero él estuvo inscrito en el extranjero, aunque no dice dónde.
—Bien, en ese caso, creo que no hay nada más. Te prometo que no volveré a molestar.
Regresó a su bloc, donde anotó: «Hansson se trasladó a Malmö, desde un país extranjero por ahora desconocido, en 1962, fecha en la que también cambió de nombre. Unos años después, inició una relación con una mujer vecina de Arlöv. Ignoro si se conocían de hacía tiempo. Transcurridos unos años, ella resulta asesinada y Hålén se suicida, aunque aún no está claro el orden cronológico de estos sucesos. Pero Hålén se pega un tiro después de haber rellenado una quiniela, de haber instalado una cerradura extra en su puerta y de haberse tragado una serie de piedras preciosas de gran valor».
Wallander hizo una mueca, insatisfecho como estaba ante la circunstancia de no hallar ningún punto de partida indiscutible. «¿Por qué se cambian las personas el nombre?», se preguntó. «¿Para desaparecer en cierto sentido? O para que no las localice nadie; para que nadie sepa quiénes son o quiénes han sido.»
«Quiénes son o quiénes han sido.»
Wallander reflexionó unos instantes. Nadie conocía a Hålén, que había sido un lobo solitario, pero tal vez alguien hubiese conocido a un tal Anders Hansson. La cuestión era cómo encontrar a esas personas.
En ese instante, recordó un incidente sucedido el año anterior y que bien podía conducirlo a atisbar una respuesta. En efecto, un día se produjo una pelea en la terminal de hidroaviones entre varias personas ebrias. Wallander había intervenido y colaborado en poner fin a la escaramuza. Uno de los implicados era un marino danés llamado Holger Jespersen. El danés, según Wallander comprendió, se había visto envuelto en el enfrentamiento de forma involuntaria, circunstancia que adujo como atenuante ante su superior. Wallander insistió reiteradamente en el hecho de que Jespersen no había hecho nada, de modo que, finalmente, cuando se llevaron a los demás, él quedó libre. Wallander no tardó en olvidar el suceso.
Sin embargo, pocas semanas más tarde, Jespersen se presentó de improviso ante su puerta en Rosengård para regalarle una botella de aguardiente danés como muestra de agradecimiento por su intervención. Wallander nunca supo cómo lo había localizado el marino danés, al que invitó a pasar. Jespersen le confesó que, de vez en cuando, tenía problemas con el alcohol. En los periodos de sobriedad, solía trabajar en distintas embarcaciones como maquinista. El danés resultó ser un buen narrador que, además, parecía conocer a todos y cada uno de los marinos nórdicos que habían vivido durante los últimos cincuenta años. Asimismo, le contó que solía pasar las noches en un bar llamado Nyhavn. Cuando estaba sobrio, bebía café. Cuando no, cerveza. Pero siempre en el mismo lugar, a menos que se encontrase en alta mar.
A Wallander se le ocurrió pensar en Jespersen, convencido de que él sabría orientarlo o, al menos, aconsejarlo acerca de cómo hallar la información que buscaba.
El agente tomó una determinación. Con un poco de suerte, Jespersen se encontraría en Copenhague y confiaba en que no estuviese inmerso en uno de sus periodos de borrachera. Aún no habían dado las tres, de modo que dedicaría el resto del día a emprender su viaje de ida y vuelta a la capital danesa. Al fin y al cabo, nadie parecía echarlo de menos en la comisaría. Sin embargo, antes de cruzar el estrecho, debía superar la prueba de una llamada telefónica que tenía pendiente. Se sentía como si la decisión de viajar a Copenhague le hubiese conferido la confianza necesaria. Así, marcó el número de la peluquería en la que trabajaba Mona.
La mujer que atendió la llamada respondía al nombre de Karin y era la propietaria de la peluquería de señoras. Wallander la había visto en varias ocasiones y le parecía una mujer entrometida y curiosa, aunque Mona consideraba que era una buena jefa. El agente se presentó y le pidió que le transmitiese a Mona un mensaje.
—Puedes hablar con ella tú mismo —aseguró Karin—. Ahora mismo todas las señoras están en los secadores.
—Bueno, es que estoy en una reunión de investigación —se excusó Wallander fingiendo estar ocupado—. Sólo dile que la llamaré esta noche a las diez, a más tardar.
Karin le prometió que así lo haría.
Una vez hubo colgado el auricular, Wallander notó que la corta conversación lo había hecho transpirar copiosamente, aunque se sentía satisfecho de haberse atrevido a llamar.
Abandonó entonces la comisaría y llegó justo a tiempo de tomar el transbordador de las tres. Él solía ir a Copenhague antes, casi siempre solo, últimamente con Mona en alguna que otra ocasión. Le gustaba mucho aquella ciudad, mucho mayor que Malmö, donde acostumbraba acudir al teatro Det Kongelige, para ver alguna representación operística.
En realidad, no le gustaban los hidroaviones, pues el viaje solía ser demasiado rápido. Los antiguos transbordadores le brindaban una sensación más clara de que, en efecto, existía la distancia entre Suecia y Dinamarca y de que, cuando atravesaba el estrecho, viajaba, de hecho al extranjero. Mientras se tomaba un café, miraba por la ventana desde su asiento. «Llegará el día en que construyan un puente que una ambos extremos», auguró para sí. «Con un poco de suerte, yo me libraré de verlo.»
Cuando arribó a Copenhague, la fina lluvia había empezado a caer de nuevo. La embarcación atracó en el puerto de Nyhavn. Jespersen le había explicado dónde se encontraba su garito, y por lo tanto no le costó encontrarlo. Cuando, a las cuatro menos cuarto, accedió al penumbroso interior del local, lo hizo presa de una gran excitación. Miró a su alrededor en la tenue luz del establecimiento cuyas mesas ocupaban algunos clientes dispersos que bebían cerveza.
Se oía la música procedente de un aparato de radio o tal vez de un tocadiscos. Una voz de mujer les hacía llegar una melodía danesa bastante sensiblera. Pero Wallander no vio a Jespersen en ninguna de las mesas. Detrás de la barra, un camarero hacía el crucigrama de un periódico que tenía extendido sobre el mostrador. Cuando Wallander se le acercó, alzó la vista.
—Una cerveza —pidió Wallander.
El hombre le sirvió una Tuborg.
—Estoy buscando a Jespersen —aclaró entonces Wallander.
—¿A Holger? Pues no vendrá hasta dentro de una hora más o menos.
—O sea, que no está trabajando, ¿no?
El camarero sonrió.
—En ese caso, no te habría dicho que llegará dentro de una hora. No suele aparecer por aquí hasta las cinco.
Wallander se sentó junto a una de las mesas dispuesto a esperar. La melodramática voz femenina había sido sustituida por otra masculina, aunque de la misma naturaleza. Si Jespersen se presentaba sobre las cinco, Wallander no tendría el menor problema en estar de vuelta en Malmö a tiempo para llamar a Mona. Trató de pensar en lo que le diría. Pero a la bofetada no haría la menor referencia. Le explicaría por qué se había puesto en contacto con Helena y no se rendiría hasta conseguir que ella lo creyese.