—Me va bien, de modo que puedes ahorrarte las preguntas al respecto.
—Sí, a mí también.
—¿Qué quieres saber?
Wallander suspiró en su fuero interno abatido por la aspereza de su tono, pero le refirió lo sucedido, para concluir con la pregunta:
—Tú trabajas con asuntos de buques, así que pensé que sabrías adonde debo dirigirme para averiguar a qué se dedicó Hålén mientras estuvo en alta mar, para qué navieras trabajó y en qué barcos navegó.
—Yo me dedico al transporte marítimo —puntualizó ella—. Lo que nosotros hacemos es alquilar embarcaciones o plazas de carga y descarga para Kockums y Volvo. Y eso es todo.
—Ya, bueno, pero alguien de tu empresa debe de saberlo, ¿no?
—Y ¿cómo es que la policía no dispone de otros medios para averiguarlo?
Wallander ya se había preparado para aquella pregunta, pues la esperaba.
—Bueno, lo cierto es que esta investigación está llevándose de un modo algo extraoficial, por razones que no puedo revelarte —explicó el joven agente.
Wallander notó que ella no terminaba de creerlo, pero, al mismo tiempo, parecía divertida.
—Bueno, puedo preguntarle a alguno de mis colegas —propuso—. Aquí tenemos a un viejo capitán de navío. Pero ¿qué me darás a cambio, si te ayudo?
—¿Qué quieres? —contestó él en el tono más solícito de que fue capaz.
Ella negó con la cabeza.
—Nada.
Wallander se puso en pie.
—Bueno, yo tengo el mismo número de teléfono —advirtió.
—Pues yo lo cambié. Y no pienso darte el nuevo —repuso ella.
Cuando Wallander salió a la calle, notó que transpiraba copiosamente. El encuentro con Helena había sido una tarea más ardua de lo que a él le habría gustado reconocer. Permaneció de pie, preguntándose qué hacer. De haber contado con más dinero, habría podido ir a Copenhague. Pero, por otro lado, no podía olvidar que había dicho en la comisaría que estaba enfermo. Cabía la posibilidad de que lo llamasen y no podía faltar de casa demasiado tiempo. Por si fuera poco, tampoco sabía cómo explicar que estuviese dedicando tanto tiempo a su vecino fallecido. Entró en un café que había frente a las embarcaciones de Dinamarca y pidió el menú del día, pero, antes, contó el dinero que llevaba encima. Al día siguiente no le quedaría otro remedio que ir al banco, donde aún le quedaban mil coronas, que debían bastarle hasta fin de mes. El almuerzo consistió en un plato de guiso de ternera que acompañó de un vaso de agua.
A la una de la tarde, ya estaba en la calle. Nuevas precipitaciones amenazaban desde el sudoeste. Wallander había resuelto regresar a casa, pero, al ver pasar uno de los autobuses que llegaban hasta el barrio de su padre, cambió de opinión y decidió hacerle una visita. En el peor de los casos, podría ayudarle a embalar durante unas horas.
En la casa de su padre reinaba un caos inefable. Lo halló sentado, leyendo el periódico con un ajado sombrero de paja. Al ver a Wallander, adoptó una expresión de sorpresa.
—¿Lo has dejado? —preguntó.
—¿Si he dejado qué?
—Me refiero a si has hecho acopio de tu sentido común y has abandonado la policía.
—No. Tengo el día libre —explicó Wallander—. Y de nada te servirá sacar a colación ese tema una vez más. Nunca nos pondremos de acuerdo.
—¡Fíjate! He encontrado un periódico de 1949 —comentó el padre cambiando de asunto—. Trae muchas noticias interesantes.
—No creo que tengas tiempo de leer periódicos de hace veinte años.
—El caso es que no tuve tiempo de leerlo en su momento, dado que tenía un niño de dos años que se pasaba los días enteros lloriqueando —observó el padre—. Por eso lo leo ahora.
—Pues yo venía a ayudarte a embalar.
El padre señaló una mesa sobre la que se alzaba una montaña de enseres de porcelana.
—Todo eso ha de ir en cajas de cartón —aclaró—. Pero hay que hacerlo con mucho cuidado, para que nada se rompa. Si me encuentro un plato roto, tendrás que reponerlo tú.
Dicho esto, el hombre volvió a su lectura. Wallander se quitó la cazadora y comenzó a envolver la porcelana, platos que lo retrotraían a la infancia y, en especial, una taza resquebrajada por la que sentía especial afecto. Tras él, el padre pasaba las hojas del viejo diario.
—¿Cómo te sientes?
—Que cómo me siento, ¿por qué?
—Por la mudanza.
—Estupendamente. Me resulta agradable la idea de un cambio.
—Y aún no has visto la casa a la que vas a mudarte, ¿no es así?
—Pues no. Pero seguro que está bien.
«O está loco o está volviéndose senil», resolvió Wallander. «Y lo peor es que yo no puedo hacer nada.»
—¿No dijiste que Kristina vendría a ayudarte?
—Así es. Ha ido a hacer la compra.
—Me encantará verla. ¿Cómo está?
—Muy bien. Además, ha conocido a un tipo excelente.
—Ya. ¿Y ha venido con ella?
—No. Pero parece perfecto en todos los sentidos. Seguro que se las arreglará para darme nietos dentro de poco.
—A ver, ¿cómo se llama? ¿A qué se dedica? ¿Acaso hay que sacártelo todo con cuentagotas?
—Se llama Jens y es investigador de métodos de diálisis.
—¿Cómo?
—Riñones. Habrás oído hablar de ello, supongo. Es nefrólogo y se dedica a la investigación. Además, lo vuelve loco la caza menor. A mí me da la impresión de que es un tipo estupendo.
En ese momento, un plato se escurrió de entre las manos de Wallander y se partió en dos. El padre no retiró la vista del periódico.
—Esto te saldrá caro —sentenció sin más.
Aquello colmó la paciencia de Wallander, que tomó su cazadora y salió sin mediar palabra. «Jamás iré a visitarlo a Österleden», se prometió. «Nunca más pondré un pie en su casa. No me explico cómo he podido aguantarlo durante tantos años. Pero ahora, ¡hasta aquí hemos llegado!»
Sin darse cuenta, había empezado a hablar en voz alta por la calle. Un ciclista que pedaleaba encogido para protegerse del viento que soplaba en contra lo miró atónito.
Wallander se fue a casa. Al llegar al rellano, vio que la puerta de Hålén estaba abierta, de modo que entró. Un técnico criminalista recogía en solitario restos de cenizas.
—¡Vaya! Pensé que ya habíais terminado —confesó sorprendido.
—Ya sabes lo meticuloso que es Sjunnesson —repuso el técnico.
La conversación no dio más de sí, con lo que Wallander salió de nuevo al descansillo y empezó a abrir la puerta de su apartamento cuando apareció Linnea Almqvist.
—¡Es terrible! —se lamentó la mujer—. ¡Pobre hombre, qué solo estaba!
—Bueno, al parecer había una mujer en su vida —reveló Wallander.
—Eso es imposible. Yo me habría dado cuenta —aseguró Linnea Almqvist.
—No lo dudo —convino Wallander—. Pero no tenía por qué verse con ella aquí.
—No está bien hablar mal de los difuntos —recriminó la mujer antes de empezar a subir los peldaños.
Wallander se preguntaba en qué medida podía interpretarse como una crítica a un fallecido la simple mención de la posibilidad de que pese a todo, tal vez hubiese existido una mujer en una vida que, por lo demás, había sido bien solitaria.
Una vez en su apartamento, el recuerdo de Mona no admitió ya más postergación. Pensó que debería llamarla. O que tal vez ella misma lo llamase a lo largo de la noche. A fin de paliar su inquietud, comenzó a amontonar periódicos viejos para tirar. Concluida esta tarea, la emprendió con el baño, donde no tardó en advertir que había mucha más suciedad incrustada de la que él imaginaba. De hecho, invirtió más de tres horas antes de darse por satisfecho. Para entonces, habían dado ya las cinco de la tarde. Puso patatas a cocer y comenzó a picar cebolla.
En ese momento, sonó el teléfono. El joven Wallander pensó enseguida que bien podía ser Mona la que llamaba y el corazón empezó a latirle con violencia.
Sin embargo, cuando descolgó el auricular, éste le trajo otra voz, también femenina. La mujer se presentó como María, pero a Wallander le llevó varios segundos caer en la cuenta de que se trataba de la joven dependienta de la expendeduría de tabaco.
—Espero no molestar —se excusó la muchacha—. Perdí el papel en el que habías anotado el número de teléfono y tu nombre no aparece en la guía. La verdad es que podría haber llamado a información, pero me puse en contacto con la comisaría directamente.
Wallander se sobresaltó.
—¿Y qué dijiste?
—Pues que quería hablar con un agente llamado Kurt Wallander. Y que tenía una información importante que transmitirle. Al principio no quisieron darme tu número particular. Pero como insistí tanto...
—Es decir, que preguntaste por el ayudante de la brigada judicial Wallander.
—No, pregunté por Kurt Wallander. Pero ¿qué importa eso?
—No, no, nada —repuso Wallander más tranquilo. Las habladurías se propagaban por la comisaría como una epidemia. Y aquélla podía haberle reportado no pocos inconvenientes, amén de la, por divertida no menos innecesaria, historia que habría circulado sobre el hecho de que Wallander anduviese por ahí haciéndose pasar por ayudante de la brigada judicial. Y él no tenía el menor deseo de iniciar así su carrera como investigador.
—En fin, ¿llamo en mal momento?
—No, en absoluto.
—Verás, he estado pensando en lo de Hålén y sus quinielas. Por cierto, nunca acertó ninguna.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque solía entretenerme viendo sus apuestas. Bueno, no sólo las suyas. La verdad es que no tenía ni idea de la liga inglesa.
«Vaya, lo mismo que dijo Hemberg», recordó Wallander. «Bien, pues ya no debería haber la menor duda sobre ese punto.»
—Pero después me dio por pensar en las conversaciones telefónicas —prosiguió la muchacha—. Y entonces recordé que, algunas veces, llamaba a otro número, aparte de a la mujer.
Wallander la escuchaba con sumo interés.
—¿Ah, sí? ¿Adonde?
—A la central de taxis.
—¿Y cómo lo sabes?
—Porque lo oía pedir un coche y dar la dirección de la expendeduría.
Wallander reflexionó un instante.
—¿Cuántas veces pidió un taxi?
—Tres o cuatro. Y siempre después de haber llamado al otro número.
—¿No oirías también, por casualidad, adonde quería ir?
—Eso no lo dijo nunca.
—Tienes una memoria excelente —admitió Wallander—. Pero no recordarás también cuándo hacía aquellas llamadas, ¿verdad?
—Pues tenía que ser los miércoles.
—¿Cuándo fue la última vez?
—La semana pasada.
—¿Estás segura?
—¡Claro que sí! Llamó a un taxi el miércoles pasado, el 28 de mayo, para ser exactos.
—¡Bien! —exclamó Wallander—. Estupendo.
—¿Crees que te será de ayuda?
—Con total seguridad.
—¿Y sigues sin querer decirme qué es lo que ha sucedido?
—Aunque quisiera, no podría.
—Bueno, tal vez puedas contármelo más adelante.
Wallander prometió que así lo haría antes de concluir la conversación y ponerse a meditar sobre lo que la joven acababa de revelarle.
¿Qué implicaba aquella información adicional? Hålén tenía una mujer con la que se veía en algún lugar. Después de llamarla, pedía un taxi.
El joven agente fue a comprobar si las patatas estaban listas, pero aún era pronto. Entonces se acordó de un buen amigo suyo que era taxista en Malmö. Habían sido compañeros en el colegio desde el primer curso y habían mantenido el contacto desde entonces. Se llamaba Lars Andersson y Wallander tenía su número anotado en la cara interior de la portada de la guía telefónica.
Buscó, pues, el número antes de marcarlo. Fue Elin, la mujer de Andersson, quien atendió la llamada. Wallander la había visto en varias ocasiones.
—Hola, quería hablar con Lars.
—Está trabajando —respondió Elin—. Pero hoy tenía el turno de día, así que estará de vuelta dentro de un par de horas, más o menos.
Wallander le pidió que le dijese que lo había llamado y que le devolviese la llamada.
—¿Cómo están los niños? —inquirió la joven solícita.
—Yo no tengo hijos —aclaró Wallander algo sorprendido.
—¡Vaya! Entonces te he confundido con otra persona. Creía que Lars me había comentado que tenías dos hijos varones.
—Por desgracia, no es así. De hecho, ni siquiera estoy casado.
—Bueno, pero uno puede tener niños de todos modos —advirtió ella.
Concluida la conversación, Wallander volvió a ocuparse de las patatas y la cebolla. Después, reunió todos los restos que había acumulados en el frigorífico y, con ello, confeccionó un plato bastante completo. Mona seguía sin llamar y la lluvia empezaba a caer otra vez. Desde algún lugar difícil de precisar, se oían las notas de un acordeón. De nuevo se preguntó qué estaba haciendo. Su vecino Hålén se había suicidado, no sin antes tragarse unas piedras preciosas que poseía. Alguien había intentado llevárselas y, al no conseguirlo, le había prendido fuego al apartamento. No faltaban los locos en aquellos tiempos. Como tampoco escaseaban los avaros. Pero ni el suicidio ni la avaricia estaban tipificados como delitos.
Dieron las seis y media sin que Lars Andersson lo llamara. Pero Wallander decidió que esperaría hasta las siete, antes de intentarlo de nuevo.
A las siete menos cinco, Lars Andersson le devolvió la llamada.
—Hola. Siempre hay más carreras cuando empieza a llover. Me han dicho que me has llamado. ¿Qué quieres?
—Verás, estoy investigando un caso —comenzó Wallander—. Y creo que puedes ayudarme a localizar a un chófer que se hizo cargo de una carrera el miércoles pasado. Fue a eso de las tres, desde una dirección de Rosengård a nombre de un individuo llamado Hålén.
—¿Qué ha pasado?
—Nada que pueda revelarte por ahora —se excusó Wallander sin dejar de percibir el desagrado que le producía responder con declaraciones esquivas.
—Claro que puedo averiguarlo —aseguró Andersson—. La centralita de Malmö lleva un orden ejemplar. Sólo necesito que me des los detalles. Por cierto, ¿adonde he de llamar cuando tenga la información, a la comisaría?
—No. Será mejor que me llames a casa. De todos modos, soy yo quien lleva el caso.
—¿Desde casa?
—Bueno, sí, ahora estoy en casa.
—Bien, veré qué puedo conseguir.
—¿Cuánto tiempo crees que te llevará?
—Con un poco de suerte, irá rápido.
—De acuerdo. Estaré en casa.