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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (4 page)

BOOK: La pirámide
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Junto a los libros, halló el escarabajo multicolor, que tomó para ver mejor a la luz de la ventana. En la base de la caja leyó, con algo de dificultad, la palabra «Brasil», de lo que dedujo que se trataba de un recuerdo que Hålén habría adquirido durante alguno de sus viajes. El agente continuó inspeccionando los cajones, en los que halló llaves, monedas de diversos países..., nada que le llamase la atención. Pero, medio oculto bajo un papel rasgado y deteriorado que cubría la base del último cajón, encontró un sobre marrón. Al abrirlo, el agente vio que contenía una vieja fotografía de una pareja de novios. En el reverso podía leerse el nombre del estudio fotográfico y una fecha, el 15 de mayo de 1894. El estudio se encontraba en Härnösand. Además, rezaba allí otra leyenda: «Manda y yo el día de nuestra boda». «Deben de ser los padres», concluyó Wallander. «Y cuatro años más tarde, nació su hijo.»

Cuando hubo concluido con el escritorio, pasó a revisar la estantería. Ante su sorpresa, halló en ella varios libros en alemán, manoseados y, según parecía, leídos a conciencia. Asimismo, había varias obras de Vilhelm Moberg,
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un libro de cocina española y algunas revistas sobre la construcción de modelos de aeroplanos. Wallander movió la cabeza pensativo, al comprender que la figura de Hålén era bastante más compleja de lo que él había imaginado. Dejó la estantería y miró debajo de la cama, sin hallar nada en absoluto. Continuó, pues, con el armario. La ropa aparecía allí en perfecto orden y los tres pares de zapatos que vio estaban relucientes. «Eso de la cama sin hacer... Es lo único que rompe la armonía en este escenario», reiteró para sí.

A punto estaba ya de cerrar la puerta del armario, cuando llamaron al timbre. Wallander se sobresaltó. Aguardó hasta que el timbre volvió a sonar y el agente experimentó la sensación de encontrarse en zona prohibida. Esperó un minuto más pero, cuando llamaron por tercera vez, fue a abrir.

Y allí, al otro lado de la puerta, había un hombre enfundado en una gabardina gris que miraba a Wallander con gesto inquisitivo.

—Tal vez me haya equivocado... Venía a ver al señor Hålén.

Wallander procuró adoptar un tono de apropiada formalidad.

—¿Puede decirme quién es usted? —preguntó con brusquedad innecesaria.

El hombre frunció el entrecejo.

—Y usted, ¿quién es? —inquirió el hombre a su vez.

—Yo soy policía —declaró Wallander—. El ayudante de homicidios Kurt Wallander. ¿Quiere hacerme el favor de contestar a mi pregunta y explicarme quién es usted y qué desea?

—Soy vendedor de enciclopedias —reveló el hombre en tono sumiso—. La semana pasada estuve mostrando los libros en este edificio. Artur Hålén me pidió que volviese hoy. Ya envió el contrato firmado y el comprobante de pago correspondiente al primer plazo, así que vengo a traerle el primer volumen, junto con el libro que regalamos a cada nuevo comprador, como obsequio de suscripción.

Dicho esto, el hombre sacó los libros de un maletín, deseoso de demostrar a Wallander que decía la verdad.

Wallander, por su parte, lo había estado escuchando con creciente estupefacción. La sensación de que algo no encajaba en la muerte de Hålén empezaba a convertirse en una convicción. Se apartó a un lado y le hizo al hombre de los libros una seña para que entrase.

—¿Ha sucedido algo? —preguntó el vendedor.

Wallander lo condujo hasta la cocina, sin responder a su pregunta, y le indicó que se sentase a la mesa.

Entonces se dio cuenta de que era la primera vez que iba a comunicar un fallecimiento, algo que siempre le había provocado no poca angustia. Por otro lado, se alentaba, quien aguardaba la noticia no era un pariente del difunto, sino simplemente un vendedor de libros.

—Artur Hålén está muerto —anunció.

El hombre pareció contrariado.

—Pero ¡si estuve hablando con él hace unas horas!

—A ver, a mí me ha parecido oír que se vieron la semana pasada, ¿no es así?

—Sí, pero lo llamé esta mañana para asegurarme de que no lo importunaría si venía esta tarde.

—¿Y qué le dijo él?

—Que le venía muy bien. ¿Por qué cree que estoy aquí, si no? Yo no soy un entrometido que se presenta sin avisar. La gente tiene un concepto bastante curioso de los vendedores de libros a domicilio.

Wallander no creía que el hombre estuviese mintiendo.

—Veamos, ¿qué le parece si empezamos por el principio? —propuso Wallander.

—¿Qué es lo que ha ocurrido? —interrumpió el hombre.

—Artur Hålén está muerto —repitió Wallander—. Y eso es cuanto puedo decirle, por ahora.

—Pero, si la policía está implicada, será porque ha sucedido algo, ¿no? No lo habrá atropellado un coche, ¿verdad?

—Ya le he dicho que no puedo ofrecer más información, por el momento —insistió Wallander al tiempo que se preguntaba por qué le estaría dando un toque tan dramático a aquella situación.

El agente instó de nuevo al vendedor a que le refiriese toda la historia desde el principio.

—De acuerdo. Mi nombre es Emil Holmberg —comenzó el hombre—. En realidad, soy profesor de biología de secundaria, pero me puse a vender enciclopedias para conseguir el dinero necesario para hacer un viaje a Borneo.

—¿A Borneo?

—Sí, las plantas tropicales son mi pasión.

Wallander lo invitó a continuar con un gesto.

—El caso es que estuve haciendo una ronda por este barrio la semana pasada. Artur Hålén se mostró interesado y me invitó a entrar a su casa. Nos sentamos aquí mismo, en la cocina. Le hablé de la enciclopedia, lo informé del precio y le ofrecí un ejemplar de muestra para que le echase un vistazo. Media hora más tarde, firmó el contrato. Así que lo llamé esta mañana, como habíamos acordado, para preguntarle si le venía bien que pasase esta tarde a traerle los libros.

—¿Qué día de la semana pasada estuvo usted aquí?

—El martes, entre las cuatro y media y las seis, más o menos.

Wallander recordó que él estaba entonces de guardia, pero no halló motivo para contarle al hombre que él también vivía allí. En especial, después de haber asegurado que era ayudante de homicidios.

—El único interesado era Hålén —prosiguió Holmberg—. La señora del piso de arriba empezó a protestar porque, según decía, lo único que yo hacía aquí era molestar. Son gajes del oficio, aunque no sucede muy a menudo. ¡Ah, sí! Y recuerdo que en el apartamento de al lado no había nadie.

—Dice usted que Hålén efectuó el pago del primer plazo, ¿no es cierto?

El hombre abrió el maletín en el que guardaba los libros y le mostró a Wallander un recibo con fecha del viernes de la semana anterior.

Wallander se esforzaba por llegar a alguna conclusión.

—¿Durante cuánto tiempo se supone que tenía que estar pagando la enciclopedia?

—Dos años, hasta haber satisfecho los plazos de los veinte volúmenes.

«Bueno, pues esto no tiene sentido», concluyó Wallander. «No. Decididamente, nada encaja. Un hombre que tiene la intención de suicidarse no firma un contrato de compra que tendrá una vigencia de dos años.»

—¿Cuál fue la impresión que le causó Hålén? —inquirió Wallander.

—Creo que no entiendo su pregunta.

—Sí, que cómo estaba, ¿tranquilo, contento o parecía preocupado?

—Bueno, la verdad es que no estuvo muy hablador. Pero estaba visiblemente interesado en la enciclopedia. De eso estoy seguro.

Wallander no tenía más preguntas que hacer, por el momento. Sobre el alféizar de la ventana de la cocina había un lápiz, de modo que rebuscó "en el bolsillo para ver si tenía algún papel, pero lo único que halló fue la lista de la compra. Le dio la vuelta y le pidió a Holmberg que anotase su número de teléfono.

—No es probable que volvamos a ponernos en contacto con usted, pero, de todos modos, quiero que me facilite su número de teléfono.

—Hålén parecía sanísimo —aseguró Holmberg—. ¿Qué es lo que ha ocurrido, en realidad? ¿Y qué pasará ahora con el contrato?

—Pues, como no tenga algún familiar que se haga cargo, no creo que lo pague nadie. Le aseguro que Artur Hålén está muerto.

—¿Y no puede decirme qué ha pasado?

—No, lo siento.

—Pues suena muy desagradable.

Wallander se puso en pie, en señal de que daba por finalizada la conversación.

Holmberg permaneció un instante en pie, maletín en mano.

—¿Tal vez podría mostrarle la enciclopedia a usted, señor agente?

—Ayudante —lo corrigió Wallander—. Y le aseguro que no necesito ninguna enciclopedia. Al menos, no ahora.

Wallander lo acompañó hasta la calle y no regresó al apartamento de Hålén hasta que el vendedor dobló la esquina subido en su bicicleta. Sentado ante la mesa de la cocina, repasó mentalmente cuanto Holmberg le había contado. La única explicación lógica que se le ocurría era que su vecino hubiese decidido quitarse la vida de forma completamente repentina. Si es que no estaba tan loco que hubiese querido gastarle una broma pesada a un inocente vendedor de libros.

En la distancia, oyó el timbre de un teléfono y comprendió, aunque algo tarde, que era el suyo. Echó a correr hacia su apartamento. Era Mona.

—Creí que ibas a venir a buscarme —le reprochó ella enojada.

Wallander miró el reloj y lanzó una maldición en su fuero interno: tendría que haber estado en el puerto hacía más de un cuarto de hora.

—Estaba ocupado con la investigación de un crimen —adujo a modo de excusa.

—¡Pero si hoy tenías el día libre!

—Ya, pero, por desgracia, me necesitaban.

—Me cuesta creer que no haya más policías que tú. Esto no va a ser siempre así, ¿verdad?

—No, claro, seguro que se trata de un caso excepcional.

—¿Has hecho la compra?

—Pues no he tenido tiempo.

Wallander notó la decepción de Mona.

—Voy a buscarte ahora mismo —le aseguró—. Intentaré encontrar un taxi y nos iremos a comer fuera, ¿de acuerdo?

—¿Y cómo quieres que me lo crea? Quién sabe si no tendrás que intervenir de nuevo...

—Estaré ahí lo antes posible, te lo aseguro.

—Bien. Me sentaré en un banco aquí fuera. Pero no esperaré más de veinte minutos. Si no has venido, me voy a casa.

Wallander colgó el auricular y llamó al servicio de taxis, pero comunicaba. Tardó casi diez minutos en pedir el coche y, entre un intento y el siguiente, cerró con llave el apartamento de Hålén y se cambió de camisa.

Llegó a la terminal de los barcos con destino a Dinamarca treinta y tres minutos más tarde, y para entonces, Mona ya se había marchado. La joven vivía en la calle de Södra Förstadsgatan. Wallander fue a pie hasta la plaza de Gustav Adolf y llamó desde una cabina, pero no obtuvo respuesta. Cuando lo intentó de nuevo, cinco minutos más tarde, Mona ya estaba en casa.

—Cuando digo que espero veinte minutos son veinte minutos.

—Es que no encontraba ningún taxi... La jodida centralita no dejaba de comunicar.

—Bueno, de todos modos, estoy cansada. Lo dejamos para otro día.

Wallander intentó convencerla, pero Mona estaba decidida. La conversación desembocó en una discusión, que ella concluyó colgando el auricular. Wallander estrelló el suyo contra el aparato. Desde un coche de policía que patrullaba por allí, los compañeros le dedicaron una mirada llena de reprobación, pero no parecieron reconocerlo.

Wallander se dirigió a continuación a un puesto de perritos calientes que había en la plaza. Después, se sentó en un banco y se puso a comer mientras contemplaba ausente a unas gaviotas que se disputaban un trozo de pan.

Mona y él no solían enfadarse, pero, cada vez que ocurría, él se preocupaba. En el fondo, sabía que todo quedaría olvidado al día siguiente y que entonces ella se comportaría como de costumbre. Pero el sentido común no aplacaba su desazón, que solía persistir hasta la reconciliación.

Cuando llegó a casa, se acomodó ante la mesa de la cocina y comenzó a confeccionar un esquema de lo sucedido en el apartamento del vecino, aunque con la sensación de que su esfuerzo no lo conducía a ninguna parte. Por otro lado, se sentía inseguro: en realidad, ¿cómo había que conducirse en la investigación y análisis del lugar del crimen? Comprendió que, pese a los años invertidos en la Escuela Superior de Policía, carecía de la mayor parte de los conocimientos básicos precisos. Media hora más tarde y con no poco enojo, arrojó el lápiz sobre la mesa. Todo eran imaginaciones suyas. Hålén se había pegado un tiro y ni la quiniela ni el vendedor de libros podían modificar aquel hecho. Lo que debería estar haciendo, se recriminaba, era más bien lamentar no haber mantenido un contacto más estrecho con su vecino, pues tal vez hubiese sido la soledad lo que, finalmente, lo había movido a acabar con su vida.

El joven Wallander iba y venía por el apartamento lleno de zozobra y tremendamente agitado. Mona había quedado decepcionada. Y él era el único responsable.

Desde la calle se oyó el ruido de un coche al pasar. A través de la ventanilla abierta, surgían las notas de una canción, The House of the Rising Sun, que había sido muy popular hacía unos años, pero... ¿cómo se llamaba el grupo? ¿Kinks? Wallander no lo recordaba. Después cayó en la cuenta de que, a aquellas horas, lo que solía oír era el débil ronroneo del televisor de Hålén al otro lado de la pared. Ahora, en cambio, reinaba el silencio.

Wallander se sentó en el sofá y puso los pies sobre la mesa. Recordó la imagen de su padre con la capucha de lana y los pies sin calcetines. De no haber sido tan tarde, podría haber ido a jugar una partida con él. De todos modos, se sentía cansado, pese a que aún no habían dado las once de la noche. Encendió el televisor, donde, como de costumbre, daban un programa de debate. Le llevó algo de tiempo comprender que los participantes discutían sobre las ventajas y los inconvenientes del nuevo orden cuya implantación era ya inminente: el orden del mundo de los ordenadores. Apagó el aparato y se quedó allí sentado un instante aún hasta que, con un bostezo, decidió desnudarse e irse a dormir.

Ya en la cama, no tardó en caer vencido por el sueño.

Jamás llegó a saber qué lo había despertado. De improviso se halló a sí mismo totalmente despabilado y atento a los sonidos de la penumbrosa noche estival. Era evidente que algo lo había arrancado del sueño; tal vez el paso de un coche con el tubo de escape estropeado... La cortina se mecía despacio ante la ventana entreabierta. Wallander cerró los ojos.

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