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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (10 page)

BOOK: La pirámide
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Tras haber proporcionado a Andersson todos los datos de la carrera en cuestión, concluyó la conversación y se sentó a tomar un café. Mona no llamaba y él empezó a pensar en su hermana y en la explicación que su padre le daría de por qué había abandonado la casa de forma tan precipitada. Eso, claro está, si el hombre se molestaba en mencionar el hecho de que su hijo había estado allí. Kristina solía ponerse de parte de su padre y Wallander sospechaba que ello se debía, en el fondo, a su falta de valor y al miedo que le infundía el humor variable del padre.

Se acomodó para ver las noticias: la industria automovilística marchaba de maravilla. Suecia se encontraba en una situación de auge económico. A esta información siguió una serie de imágenes de una exposición canina. El agente bajó el volumen y oyó que la lluvia persistía. A lo lejos le pareció incluso percibir un rumor de tormenta. ¿O sería un avión Metropolitan que se disponía a aterrizar en el aeropuerto de Bulltofta?

A las nueve y diez, Andersson volvió a llamar.

—Tal y como yo pensaba —celebró el taxista—. En la centralita de Malmö hay orden y concierto.

Wallander estaba ya preparado con el bloc de notas y el bolígrafo.

—La carrera fue hasta Arlöv —explicó el amigo—. No aparece anotado el nombre del cliente, pero sí el del taxista, que se llama Norberg. Ni que decir tiene que se lo puede localizar para preguntarle si recuerda el aspecto del cliente.

—¿No cabe la posibilidad de que se trate de otra carrera?

—No, no hubo ninguna otra a esa dirección a lo largo del miércoles.

—¿Y estás seguro de que fue a Arlöv?

—Así es. A la calle de Smedsgatan nueve, para ser exactos. Está junto a la azucarera, en un antiguo barrio de casas adosadas.

—O sea, que no es probable que se trate de edificios de alquiler —sugirió Wallander—. Y en tal caso vivirá allí una familia o una persona sola.

—Sí, es lo más probable.

Wallander no dejaba de tomar notas.

—Bueno, has hecho un buen trabajo —elogió el agente.

—Pues tengo un dato más —lo sorprendió el taxista—. Aunque tú no me lo pediste, me informé de que hubo un viaje de regreso desde la calle de Smedsgatan al centro, exactamente a las cuatro de la madrugada del jueves. El taxista se llama Orre. Pero con él no hay nada que hacer: está de vacaciones en Mallorca.

«Así que un taxista puede permitirse tal lujo. Vaya, vaya. Seguro que se trata de dinero negro», resolvió Wallander, que, no obstante, no comentó sus sospechas con Andersson.

—Ése puede ser un dato importante.

—¿Sigues sin coche?

—Sí.

—Ya, bueno. Supongo que puedes utilizar los coches de la policía, ¿no?

—¡Claro!

—De lo contrario, yo podría llevarte. No tengo nada que hacer ahora, y hace tanto tiempo que no charlamos...

Wallander no lo dudó ni un instante y aceptó el ofrecimiento de Lars Andersson, que prometió recogerlo media hora más tarde. Entretanto, Wallander llamó al servicio de información telefónica para preguntar si había algún abonado en la calle de Smedsgatan 9, en la localidad de Arlöv. Supo entonces que, en efecto, había un abonado, pero que el número era secreto.

La lluvia había arreciado, por lo que el agente se calzó unas botas de goma y se enfundó el chubasquero dispuesto a aguardar, junto a la ventana de la cocina, hasta que vio cómo el coche de Andersson frenaba ante el edificio. El coche no tenía ningún cartel luminoso en la parte superior, pues el taxista había acudido a buscarlo en su vehículo privado.

«Una empresa tan insensata como este tiempo», se dijo el agente mientras cerraba con llave la puerta de su apartamento. «Pero, aun así, es preferible a quedarse aquí dando vueltas a la espera de que llame Mona. Y, si llama mientras estoy fuera, se lo tiene bien merecido.»

Tan pronto como vio a Wallander, Lars Andersson empezó a evocar antiguos episodios escolares, la mayor parte de los cuales no habían dejado la menor huella en la memoria del agente. A él le resultaba más que cansina la pasión del antiguo compañero por hablar únicamente de sus años de colegial, como si éstos representasen el mejor tiempo de su vida. Wallander, por su parte, recordaba el colegio como un gris día a día en el que tan sólo la historia y la geografía conseguían infundirle algo de entusiasmo. Pese a todo, le agradaba el hombre que ahora iba al volante. Wallander recordaba que sus padres tenían un horno en Limhamn. Había periodos en los que Lars y él apenas se separaban y Wallander tuvo en aquel chico a un amigo infalible en el que siempre podía confiar. Lars era, en definitiva, una persona que se tomaba en serio la amistad.

Una vez que hubieron salido de Malmö, no tardaron en alcanzar Arlöv.

—¿Sueles tener carreras hasta esta localidad?

—A veces, sobre todo los fines de semana. Por lo general, de gente que vive aquí y que vuelve borracha de Malmö o de Copenhague.

—¿Has tenido problemas en alguna ocasión?

Lars Andersson le lanzó una mirada inquisitiva.

—¿A qué te refieres?

—Robo, amenazas, yo qué sé.

—Jamás. Una vez llevé a uno que pretendía largarse sin pagar. Pero lo pillé.

Ya habían llegado al centro de Arlöv y Lars Andersson fue directamente a la calle que buscaban.

—Ahí lo tienes —declaró al tiempo que señalaba a través de la ventanilla salpicada de gotas de lluvia—. Smedsgatan nueve.

Wallander bajó la ventanilla y miró con los ojos entrecerrados a través de la intensa lluvia. El número nueve correspondía a la última casa de una hilera de seis. Se veía luz en una de las ventanas, de lo que dedujo que habría alguien en casa.

—¿No vas a entrar? —inquirió Lars Andersson con extrañeza.

—No, es cuestión de vigilancia —repuso Wallander evasivo—. Si te acercas un poco, saldré a echarle un vistazo.

—¿Quieres que vaya contigo?

—No, no es necesario.

Wallander salió del coche y se puso la capucha del chubasquero. «¿Qué hago ahora?», inquirió para sí. «¿Llamo y pregunto si fue aquí donde el señor Hålén estuvo de visita el miércoles pasado, entre las tres de la tarde y las cuatro de la madrugada? Además, podría ser una historia de infidelidad; ¿qué digo entonces, en caso de que sea el marido quien abra la puerta?»

Wallander se sentía ridículo. «Esto es una pérdida de tiempo absurda y pueril», resolvió. «Lo único que he logrado demostrar con mi escapada es que, en efecto, existe en Arlöv una dirección denominada Smedsgatan nueve.»

Pese a todo, no pudo resistir la tentación de cruzar la calle. Junto a la verja de acceso al jardín había un buzón. Wallander intentó descifrar el nombre que aparecía allí escrito, pero no resultaba fácil. Con no poco esfuerzo, consiguió encender una cerilla de la caja que llevaba en el bolsillo de la cazadora y pudo identificar el nombre antes de que la lluvia extinguiese la llama.

«Alexandra Batista», leyó, concluyendo así que Maria, la chica de la expendeduría de tabaco, no andaba muy descaminada y que el nombre de la persona a la que llamaba su vecino empezaba por la letra a. Por tanto, Hålén solía llamar a una mujer llamada Alexandra. La cuestión era si aquella mujer vivía en la casa sola o con su familia. Miró por encima de la cerca para ver si había bicicletas o cualquier otro objeto que indicase que la casa estaba habitada por una familia, pero no encontró nada digno de interés.

Rodeó entonces el edificio hasta llegar al lateral, junto al que se extendía una porción de terreno en el que aún no habían construido ninguna vivienda. Tras una valla semiderruida, se distinguían alineados varios bidones envejecidos por el óxido. Por lo demás, el terreno aparecía desierto. La parte posterior de la casa estaba a oscuras. La única luz que resplandecía sobre la calle era la procedente de la cocina. Presa de la creciente sensación de haberse entregado a una actividad por completo despreciable y absurda, tomó la determinación de llevar hasta el final su inspección. Saltó la valla, de escasa altura, y echó a correr a través del césped hasta ganar la casa. «Si alguien me ha visto, llamará a la policía», se dijo. «Me detendrán y mi futura carrera policial se esfumará sin dejar rastro.»

Cambió entonces de parecer y decidió abandonar. Ya averiguaría el número de teléfono de la familia Batista al día siguiente. Si contestaba una mujer, podría hacerle algunas preguntas. Pero si, por el contrario, era un hombre el que atendía la llamada, colgaría el auricular sin más.

La lluvia había empezado a menguar. Wallander se secó la cara y, cuando estaba a punto de desandar los pasos que lo habían llevado hasta donde se encontraba, descubrió que la puerta del porche estaba entreabierta. «Tal vez tengan un gato al que desean dejar vía libre durante la noche», conjeturó.

Pero, al mismo tiempo, experimentó la sensación de que allí había algo que no encajaba. Cierto que no era capaz de determinar qué podía ser, pero la sospecha no lo abandonaba. Con suma cautela, avanzó hasta la puerta y aplicó el oído. La lluvia había cesado ya casi por completo. Desde la distancia, se oyó el ruido de un camión que fue atenuándose hasta extinguirse del todo. Pero del interior de la vivienda no se oía más que silencio. Wallander se alejó de la puerta de la terraza y se encaminó de nuevo hacia la fachada de la casa.

Seguía habiendo luz en la ventana, que estaba entreabierta. Se agazapó junto al muro para comprobar si se oía algo. El silencio era absoluto. Avanzó entonces cauteloso, de puntillas, y miró por la ventana.

El sobresalto fue mayúsculo. En efecto, allí dentro había una mujer que, sentada en una silla, lo miraba fijamente. Wallander echó a correr hacia la calle convencido de que, en cualquier momento, alguien saldría a la puerta pidiendo socorro a voz en cuello. O tal vez los coches patrulla estuviesen ya a punto de llegar. Se apresuró hasta el coche donde lo aguardaba Andersson y se sentó de un salto.

—¿Ha ocurrido algo?

—Tú arranca y sal de aquí —ordenó Wallander.

—¿Hacia dónde?

—Lejos de aquí. Volvemos a Malmö.

—¿Había alguien en la casa?

—No hagas preguntas. Simplemente pon el motor en marcha. Hay que largarse de aquí.

Lars Andersson siguió las instrucciones de Wallander. Ya en la carretera principal de regreso a Malmö, el agente seguía sin poder apartar de su mente la mirada fija de la mujer a la que acababa de ver por la ventana.

Y allí estaba de nuevo: la persistente sensación de que algo no cuadraba.

—Métete en el próximo aparcamiento —ordenó al amigo.

Lars Andersson obedeció de nuevo. Finalmente se detuvieron, pero Wallander permanecía en silencio.

—¿No crees que deberías contarme qué está pasando? —inquirió con timidez Andersson.

Pero Wallander seguía sin pronunciar palabra. Había algo en el rostro de aquella mujer..., algo que no acababa de identificar.

—Da la vuelta —resolvió al fin.

—¿Hacia Arlöv?

Wallander notó que su amigo empezaba a impacientarse.

—Luego te lo explico —prosiguió—. Vuelve a la misma dirección. Y no te preocupes, te pagaré todos estos viajes.

—¡Qué cojones! ¡Yo no le cobro a un amigo! —estalló Andersson ofendido.

Recorrieron el camino de vuelta a Arlöv en silencio. La lluvia había cesado por completo. Wallander salió del coche. Ni coches patrulla, ninguna reacción, nada de nada. Tan sólo la luz solitaria en la ventana de la cocina.

El agente abrió la verja con cuidado. Se encaminó de nuevo hacia la ventana y, en esta ocasión, respiró hondo un par de veces antes de ponerse de puntillas.

Si su suposición era correcta, aquello sería muy desagradable.

Se empinó sobre las puntas de los pies y se agarró al marco de la ventana. La mujer seguía sentada en la silla y lo miraba insistentemente con expresión inmutable.

Wallander rodeó la casa y abrió la puerta. A la luz de la farola vislumbró una lámpara de mesa. La encendió, se quitó las botas y se dirigió a la cocina.

Allí estaba la mujer, en su silla. Pero no era en Wallander en quien fijaba la vista, sino en la ventana.

En torno a su cuello alguien, sirviéndose del mango de un martillo, había ceñido la cadena de una bicicleta.

Wallander sintió que el corazón se le salía del pecho.

Transcurridos unos segundos, buscó hasta dar con el teléfono, que estaba en el vestíbulo, y llamó a la comisaría de Malmö.

Eran las once menos cuarto.

Wallander pidió que lo pasaran con Hemberg, quien, según supo, había abandonado la comisaría hacia las seis de aquella tarde.

Entonces solicitó el teléfono de su domicilio y lo llamó de inmediato.

Fue Hemberg quien contestó a su llamada, aunque se notaba que el teléfono lo había despertado.

Wallander le expuso los hechos sin contemplaciones.

En una casa adosada de Arlöv había una mujer sentada en una silla. Y estaba muerta.

3

Hemberg llegó a Arlöv poco después de medianoche, cuando la investigación técnica ya había comenzado. Wallander envió a Andersson a casa sin la menor aclaración acerca de lo ocurrido y, una vez solo, esperó junto a la verja hasta que llegó el primer coche de policía. Estuvo hablando con un ayudante de homicidios llamado Stefansson, que tendría su misma edad.

—¿La conocías? —quiso saber el joven ayudante.

—No —repuso Wallander.

—Y entonces, ¿qué haces tú aquí?

—Ya se lo explicaré a Hemberg.

Stefansson lo miró con desconfianza pero no insistió con más preguntas.

Lo primero que hizo Hemberg fue entrar en la cocina y observar largamente a la mujer fallecida. Wallander lo veía pasear la mirada por la habitación. Tras un largo rato, se volvió hacia Stenfansson, al que el inspector parecía inspirar un profundo respeto.

—¿Sabemos quién es? —inquirió Hemberg.

Fueron a la sala de estar, donde Stefansson tenía extendidos sobre la mesa una serie de documentos de identidad que había hallado en el bolso de la difunta.

—Alexandra Batista-Lundström —aclaró—. Ciudadana sueca nacida en Brasil en 1922. Al parecer, llegó a Suecia justo después de la guerra. Si no me equivoco y a juzgar por la documentación, estuvo casada con un sueco de nombre Lundström, pero tenemos los documentos del divorcio, que datan de 1957. Para esa fecha, ella ya había obtenido la ciudadanía sueca. En cualquier caso, conservó el apellido de su ex marido. No obstante, tiene una cuenta de ahorro en una caja postal bajo el nombre de Batista, sin Lundström.

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