Todo el mundo tiene un pasado. Wallander, como se nos explica en este libro de la serie, se remonta a veinte años atrás, cuando ni siquiera había entrado en Homicidios y era un joven agente despierto, lleno de ambiciones profesionales y con una vida privada que, ya entonces, hacía agua por todas partes. Los cinco relatos incluidos en
La pirámide
abarcan desde 1969 a 1989, justo antes del comienzo de la primera novela de la serie.
En el primero de los relatos, un inexperto Wallander, con apenas veintiún años, se entromete en un aparente caso de suicidio y termina en el hospital con una cuchillada. En el segundo, es secuestrado por un exiliado sudafricano que acaba de cometer un asesinato. Y en el último tiene que rescatar a su padre de una comisaría de El Cairo, interrumpiendo una investigación doble sobre una misteriosa avioneta que se ha estrellado en la costa y sobre dos hermanas ancianas que han aparecido calcinadas y con disparos en la cabeza. Es éste un Wallander antes de Wallander: el lector de la serie encontrará aquí claves desconocidas hasta ahora del pasado del inspector, y el que no lo conozca está de enhorabuena: no podría tener mejor manera de introducirse en su mundo.
En el prefacio a este libro, Mankell propone con su acostumbrada lucidez el subtítulo que le daría a la serie de Wallander: «Novelas sobre el desasosiego sueco». Y cierto es que las intrigas detectivescas del inspector, su inestable vida personal y el trasfondo de desintegración de valores y certidumbres sobre el que se desarrollan las novelas componen una imagen desasosegante; pero, como las grandes obras del género negro, reflejan con precisión fotográfica nuestro tiempo, con sus temores e inseguridades, su violencia y su desconcierto, de ahí que Wallander haya cautivado a millones de lectores.
Henning Mankell
La pirámide
Saga inspector Wallander - 9
ePUB v1.0
_Joselín_28.12.11
Título original: Pyramiden
Traducción del sueco: Carmen Montero Cano
© Henning Mankell, 1999. Publicado por acuerdo con Ordfronts Forlag AB,
Estocolmo, y Leonhardt Høier Literary Agency aps., Copenhague
© Tusquets Editores, S.A, 2005
ISBN: 978-84-674-3442-2
Para
Rolf Lassgård
,
[1]
con cariño, gratitud y gran admiración.
Él ha sabido descubrirme a un Wallander
que yo mismo desconocía.
Hasta que no terminé de redactar la octava y última parte de la serie sobre Kurt Wallander, no caí en la cuenta de cuál era el subtítulo que, en vano, había estado buscando para ella sin cesar. Una vez que todo lo relativo a Wallander o, al menos, la mayor parte, pertenecía al pasado, comprendí que ese subtítulo debía ser, lógicamente, «Novelas sobre el desasosiego sueco».
Pero lo cierto es que se me ocurrió, como digo, demasiado tarde. Pese a que los libros no eran sino una variación sobre este único tema: «¿Qué estaba sucediendo con el Estado de derecho sueco durante la década de los noventa? ¿Cómo sobreviviría la democracia si los fundamentos de dicho Estado no se mantenían ya intactos? ¿No tendrá la democracia sueca un precio que pueda llegar a parecemos demasiado alto y deje de merecer la pena pagar?».
Precisamente estas preguntas han sido el motivo de la mayor parte de las cartas que he recibido, de las que deduje que no eran pocos los lectores cuyas observaciones y juicios podían considerarse como muy acertados. Y creo que bien puedo dar por confirmado el hecho de que Wallander ha funcionado como una especie de portavoz de la sensación de inseguridad dominante que muchos ciudadanos experimentaban, de su indignación y de sus justas valoraciones sobre la relación entre el Estado de derecho y la democracia. Se trataba unas veces de largas cartas en sobres abultados o de sencillas tarjetas postales procedentes de lugares extraños de los que nunca había oído hablar; en otras ocasiones, era una llamada telefónica la que me alertaba a deshoras o unas palabras excitadas que me llegaban por correo electrónico.
Sin embargo, no han sido el Estado de derecho y la democracia los únicos temas de consulta. En efecto, algunas de las cuestiones planteadas por los lectores aludían a las incoherencias que muchos de ellos habían detectado, con no poco regocijo, en mis novelas. En la práctica totalidad de los casos en que los lectores habían detectado «fallos», éstos eran, ciertamente, reales (y permítanme que, de una vez por todas, deje aquí bien claro que, también en este volumen, surgirán nuevas incoherencias, pero que así son las cosas, ¡esto es lo que hay! Y no se ha de culpar al redactor editorial, pues no habría podido encontrar a nadie más diligente que Eva Stenberg).
En cualquier caso, en la mayor parte de las cartas, el remitente acababa formulando la misma pregunta: ¿qué había ocurrido con Wallander antes de que comenzase la serie policiaca? Es decir, indagaba acerca de todo lo que sucedió, con una indicación temporal exacta, antes del 8 de enero de 1990, la mañana en que, a hora bien temprana, Wallander fue arrancado de su sueño al comienzo de Asesinos sin rostro. Y no crean que no comprendo el hecho de que la gente se pregunte cómo empezó todo: cuando Wallander entra en escena tiene ya cuarenta y dos años, y anda camino de los cuarenta y tres. Pero, para esa fecha, él ya lleva mucho tiempo siendo policía, ha estado casado y aparece como separado, tiene una hija y, en un momento dado, se desliga de la ciudad de Malmö para refugiarse en Ystad.
Y los lectores se plantean preguntas, por supuesto, igual que yo mismo. Durante estos nueve años, me he dedicado, de vez en cuando, a hacer limpieza en los cajones, a rebuscar entre polvorientos montones de papeles y en la maraña de disquetes.
Hace algunos años, justo cuando acababa de terminar el quinto libro, La falsa pista, tomé conciencia de que, mentalmente, había empezado a elaborar historias que se remontaban a una época anterior a la del comienzo de la serie, o sea, anterior a la mágica fecha del 8 de enero de 1990.
Y aquí he reunido ahora estos relatos, algunos de los cuales se publicaron con anterioridad en diarios y revistas. He de admitir que los he revisado con bastante ligereza. Algunas inconsistencias cronológicas y palabras ya inoperantes en el sistema de la lengua sueca han sido eliminadas y dos de los relatos son inéditos.
Sin embargo, no quisiera que el lector pensara que he dado a imprimir estas narraciones por el simple hecho de haber estado haciendo limpieza en mis cajones. Lo hice porque constituyen el signo de admiración que precisaba el punto final que puse el año pasado. Hay ocasiones en que, a la manera del cangrejo, resulta útil retroceder... hasta un punto de partida. Hasta el espacio de tiempo que se sitúa con anterioridad al 8 de enero de 1990.
Ninguna imagen reproduce la totalidad. Pero, en mi opinión, estas contribuciones han de salir a la luz.
En cuanto al resto, es silencio; y en él permanecerá.
Henning Mankell, enero de 1999
Al principio, no había más que niebla.
O tal vez un mar denso en el que todo era blanco y mudo. El paisaje de la muerte. Y eso fue precisamente lo que pensó Wallander cuando, muy despacio, comenzó a emerger a la superficie de nuevo: pensó que ya estaba muerto. Había cumplido veintiún años, ni más ni menos. Un joven agente de policía, apenas un adulto. De repente, un extraño se abalanzó sobre él con un cuchillo sin darle tiempo a hacerse a un lado.
Después, no hubo más que aquella blanca neblina. Y el silencio.
Comenzó a despertar despacio, con la misma lentitud con la que había ido retornando a la vida. Las imágenes giraban imprecisas en su mente. Él intentaba capturarlas como mariposas, pero ellas se le escurrían de modo que tan sólo mediante un gran esfuerzo fue capaz de reconstruir lo que en verdad había sucedido...
Wallander tenía el día libre. Era el 3 de junio de 1969 y acababa de acompañar a Mona a uno de los barcos con destino a Dinamarca. Pero no era uno de esos transbordadores modernos de hoy, sino un ejemplar de aquellos fieles servidores trasnochados en los que uno tenía tiempo de ingerir un auténtico almuerzo durante la travesía a Copenhague. Mona iba a visitar a una amiga. Las dos mujeres habían pensado acudir al parque de atracciones Tivoli, pero lo más probable era que dedicasen la mayor parte del tiempo a ir de tiendas. A Wallander le habría gustado acompañarla, puesto que estaba libre, pero ella se había negado: aquel viaje no era para hombres, sino sólo para ella y su amiga.
Así que allí estaba él, observando cómo el barco se alejaba del puerto y terminaba por desaparecer. Mona volvería aquella misma noche y él le había prometido ir a buscarla. Si el buen tiempo se mantenía, podrían dar un paseo nocturno, antes de marcharse al apartamento del barrio de Rosengård donde vivía.
Wallander notó que la sola idea lo llenaba de excitación. Se colocó bien los pantalones y cruzó en diagonal hasta el edificio de la estación, donde compró un paquete de su marca habitual de cigarrillos, John Silver, y, antes de salir del local, ya había encendido uno.
No tenía más planes para aquel día. Era martes y no debía ir a trabajar. Llevaba acumuladas muchas horas extraordinarias, consecuencia sobre todo de las grandes y repetidas manifestaciones contra la guerra de Vietnam, celebradas tanto en Lund como en Malmö, ciudad en la que, además, se habían producido enfrentamientos violentos. A Wallander le desagradaba enormemente aquella situación. En realidad, él no sabía muy bien qué pensar sobre las exigencias de los manifestantes de que las fuerzas militares de Estados Unidos abandonasen Vietnam. De hecho, había intentado hablar de ello con Mona el día anterior, pero ella no tenía otra opinión que la de que «los manifestantes eran, en el fondo, unos alborotadores». Y cuando Wallander, pese a todo, insistió aduciendo que no podía ser justo que la mayor potencia bélica mundial bombardease a un pobre país agrícola de Asia hasta aniquilarlo, o hasta «hacerlo retroceder a la edad de piedra», en palabras de un alto mando militar americano, según él había leído en algún periódico, ella contraatacó asegurando que, ¡sólo faltaba!, que ella no estaba dispuesta a casarse con ningún comunista.
Wallander no supo qué decir y ahí cesó toda discusión sobre el asunto. Pero él sí estaba convencido de que quería casarse con Mona, aquella joven de cabello castaño claro, nariz puntiaguda y barbilla fina que tal vez no fuese la más hermosa de cuantas había conocido, pero que era, sin duda, la mujer a la que él amaba.
Se habían conocido el año anterior. Hasta entonces, Wallander había estado saliendo, durante más de un año, con una joven llamada Helena que trabajaba en una agencia de transportes de la ciudad. De pronto, un buen día, Helena le hizo saber que lo suyo había terminado, que había conocido a otro chico. Wallander se quedó mudo. Después, se encerró a llorar en su apartamento durante todo un fin de semana, loco de celos, para luego, una vez agotada la fuente de sus lágrimas, dirigirse a uno de los pubs de la estación central dispuesto a emborracharse. En el lamentable estado subsiguiente, regresó al apartamento, donde volvió a entregarse al llanto. Ahora se estremecía de dolor cada vez que pasaba ante las puertas del establecimiento: jamás volvería a poner un pie en aquel lugar.