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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (2 page)

BOOK: La pirámide
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Se sucedieron unos meses muy difíciles en los que el joven Kurt intentó convencer a Helena de que cambiase de opinión; pero ella lo rechazó tajante, y su insistencia llegó a irritarla hasta el punto de que lo amenazó con denunciarlo a la policía. Aquello lo indujo a una retirada que, por extraño que pudiera parecer, tuvo el efecto de ayudarlo a superar lo ocurrido. Helena podía quedarse tranquila con su nuevo novio. Todo aquello había sucedido un viernes.

Pero esa misma noche, Wallander emprendió un viaje al otro lado del estrecho y, durante el regreso de Copenhague, vino a ocupar el asiento contiguo al suyo una chica que se entretenía en hacer punto y que se llamaba Mona.

Wallander atravesó la ciudad dando un paseo, sumido en sus recuerdos y preguntándose qué estarían haciendo Mona y su amiga en aquellos momentos. Y, entonces, empezó a pensar en lo que había sucedido la semana anterior, en cómo las manifestaciones degeneraron en violencia; si no fue la incapacidad de sus propios mandos para valorar correctamente la situación lo que hizo que todo se disparase. Él pertenecía a una unidad de refuerzo improvisada que se mantenía a la expectativa y que no fue requerida hasta que las calles no se hubieron convertido en un puro altercado. Pero su contribución no sirvió más que para extremar el caos.

La única persona con la que Wallander había intentado discutir de política en serio era su propio padre. Tenía el hombre sesenta años de edad y no hacía mucho que había tomado la decisión de trasladarse a Österlen Era una persona de carácter variable y Wallander nunca estaba seguro de cuál sería la naturaleza de sus reacciones. En especial desde una ocasión en que el padre se había indignado tanto con su hijo que a punto estuvo de retirarle el saludo. Esto sucedió el día en que Wallander, hacía ya algunos años, llegó a casa con la noticia de que pensaba hacerse policía. Su padre se encontraba en el taller, envuelto en el sempiterno olor a pinturas y a café. Al oír sus palabras, le arrojó el pincel que sostenía en la mano y le pidió que se marchase para siempre: él no tenía la menor intención de tolerar a un policía en la familia. Se produjo una acalorada y violenta discusión, pero Wallander no cedió; él sería policía y ningún proyectil en forma de pincel lo haría cambiar de idea. El enfrentamiento cesó de forma repentina, el padre se encerró en un silencio manifiestamente hostil y volvió a ocupar su silla ante el caballete dispuesto a, siguiendo un modelo, dar forma a uno de sus urogallos. En efecto, siempre elegía el mismo motivo para sus cuadros: un paisaje que representaba un bosque cuya única variación consistía en la presencia o la ausencia de un urogallo.

El recuerdo del padre lo hacía fruncir el entrecejo. En el fondo, jamás llegaron a reconciliarse sinceramente, aunque ahora, al menos, podían conversar con normalidad. Wallander solía preguntarse cómo su madre, que había fallecido cuando él estudiaba para policía, había podido soportar a su marido... Su hermana Kristina había sido lo suficientemente sensata como para marcharse de casa en cuanto tuvo oportunidad y se había instalado en Estocolmo.

Habían dado las nueve. Tan sólo una leve brisa discurría por las calles de Malmö. Wallander entró en una cafetería situada junto a los grandes almacenes NK. Pidió un café y un bocadillo, hojeó un ejemplar del diario Arbetet y otro del Sydsvenskan. En ambos periódicos podían leerse cartas al director remitidas por personas que encomiaban o reprobaban la intervención de la policía en las manifestaciones. El joven agente las pasó con premura, pues intuía que su lectura le resultaría poco llevadera. Por otro lado, confiaba en no tener que prestar sus servicios como oponente en las manifestaciones por mucho más tiempo. Él quería ser policía de la brigada judicial. Aquélla había sido su aspiración desde el principio y nunca lo había ocultado. Tan sólo en el plazo de unos meses, comenzaría a trabajar en uno de los grupos responsables de los delitos de violencia contra las personas y otros crímenes menores.

Y, de repente, alguien apareció ante él. Wallander miró hacia arriba con la taza de café en la mano. Era una joven de unos diecisiete años. Llevaba el cabello muy largo, estaba pálida y lo miraba encolerizada. Entonces, la chica se inclinó de modo que el cabello le cubrió la cara al tiempo que señalaba hacia su propia garganta.

—¡Aquí! —gritó la desconocida—. ¡Aquí fue donde me golpeaste!

Wallander dejó la taza sobre la mesa, sin comprender exactamente de qué le hablaba.

La joven había enderezado el cuello de nuevo.

—Perdona, pero creo que no te entiendo —repuso Wallander.

—Vamos a ver, ¿tú no eres policía?

—Así es.

—¿Y no estabas en la manifestación?

Entonces, Wallander comprendió. Aquella joven lo había reconocido, pese a que no llevaba uniforme.

—Lo siento, pero yo no golpeé a nadie.

—Me importa un bledo quién blandía la porra. Tú estabas allí, así que tú también nos aporreaste.

—Ya, pero vosotros transgredisteis las normas —replicó Wallander, consciente de lo absurdo de su excusa.

—Los policías me dais asco —declaró la joven—. La verdad es que había pensado tomarme un café aquí, pero ahora creo que me iré a otro sitio.

Dicho esto, la muchacha desapareció. La camarera que había tras la barra observaba a Wallander con un reproche en la mirada, como si le hubiese arrebatado una cliente.

Wallander pagó y se marchó, con el bocadillo a medias. El encuentro con la joven lo había trastornado sobremanera. Al salir, tuvo la sensación de que todo el mundo se lo quedaba mirando por la calle; como si, pese a todo, llevase puesto el uniforme en lugar de sus pantalones azul marino, su camisa clara y su cazadora verde.

«Tengo que cambiar de puesto y salir de la calle», resolvió. «Mi sitio está en un despacho, en las reuniones de los grupos de investigación, en el lugar del crimen. Si me mandan a otra manifestación, me doy de baja.»

Apremió el paso mientras sopesaba la posibilidad de tomar el autobús hasta Rosengård, pero al final decidió que no le vendría mal ir a pie. Por otro lado, lo que más deseaba en aquellos momentos era volverse invisible y no encontrarse con ningún conocido.

Pero cerca del parque Folkparken, se topó con su padre. El hombre apareció con uno de sus cuadros envuelto en un papel marrón. Wallander, que iba caminando con la vista fija en el pavimento, descubrió su presencia tan tarde que no tuvo tiempo de evitarlo. El padre llevaba cubierta la cabeza con una curiosa capucha puntiaguda y vestía un grueso abrigo, bajo el que se atisbaba una especie de chándal y unas zapatillas de deporte sin calcetines.

Wallander lanzó un rugido interior. «Joder, parece un mendigo», se dijo. «¿Por qué no podrá vestirse como todo el mundo?»

El hombre dejó el cuadro en el suelo entre resoplidos.

—¿Por qué no vas de uniforme? —le preguntó sin saludarlo—. ¿Has dejado de ser policía?

—No, hoy tengo el día libre.

—¡Vaya! Y yo que pensaba que los policías siempre estabais de servicio, para protegernos de todo mal...

Wallander logró controlar su genio.

—¿Por qué te has puesto abrigo? —inquirió él a su vez—. Estamos a veinte grados.

—Es posible, pero yo me mantengo sano y fuerte gracias a lo mucho que transpiro. Tú también deberías hacerlo —sugirió el padre.

—Pero es que no se puede ir con abrigo en verano.

—Pues enfermarás.

—¡Si yo nunca estoy enfermo!

—Todavía no. Pero ya te tocará.

—Pero ¿tú te has visto bien?

—No suelo perder el tiempo en mirarme al espejo para comprobar mi aspecto.

—¿Cómo se te ocurre ponerte un gorro de lana en junio, hombre?

—Intenta quitármelo y te denunciaré por agresión. Por cierto, supongo que tú también habrás participado golpeando a los manifestantes.

«¡Vaya, hasta él viene con ese mismo cuento!», se dijo Wallander. «Esto no puede ser. ¡Si nunca se ha preocupado por cuestiones de política, por más que yo haya intentado discutir...!»

Pero Wallander se equivocaba.

—Toda persona decente debe oponerse a esa guerra —declaró el padre con vehemencia.

—Y toda persona ha de hacer su trabajo, ¿no? —replicó Wallander con artificiosa calma.

—Bueno, ya te lo dije: nunca deberías haberte hecho policía. Pero, claro, tú no me escuchaste y, ahora, ya ves lo que pasa, vas por ahí golpeando las cabezas de los niños con tu bastón.

—¡Yo no le he pegado a nadie en mi vida! —estalló Wallander presa de un repentino furor—. Además, no llevamos bastones, sino porras. Bueno, ¿adonde vas con ese cuadro?

—Voy a cambiarlo por un humidificador.

—Y ¿para qué necesitas tú un humidificador?

—Para cambiarlo por un colchón nuevo. El que tengo está tan deteriorado que me produce dolor de espalda.

Wallander sabía que su padre solía implicarse en curiosas transacciones susceptibles de múltiples ramificaciones previas a la consecución final del objeto que precisaba.

—¿Quieres que te ayude? —inquirió Wallander.

—No, gracias. No necesito vigilancia policial. Lo que sí podrías hacer es venir alguna tarde para echar una partida de cartas.

—Iré en cuanto pueda —aseguró Wallander.

«Las partidas de cartas», pensó. «Ése es el único lazo existencial que nos une.»

El padre tomó de nuevo el cuadro.

—¿Por qué no me das un nieto? —preguntó ya dispuesto a marcharse y, sin aguardar la respuesta, echó a andar.

Wallander permaneció un instante observándolo mientras pensaba que, después de todo, sería un alivio que su padre se mudase a vivir a Österleden. De ese modo, no correría el riesgo de toparse con él.

El joven Wallander residía en un viejo edificio de Rosengård. La manzana entera vivía bajo la constante amenaza de demolición. Pero a él le gustaba, aunque Mona ya le había advertido que, si se casaban, tendrían que trasladarse a otro barrio. El apartamento de Wallander constaba de una habitación, cocina y un baño minúsculo. Era su primera vivienda propia. Había adquirido los muebles en subastas y en distintos establecimientos de muebles usados. Fotografías con motivos florales o con islas paradisíacas adornaban las paredes y, puesto que su padre iba a verlo de vez en cuando, se había visto obligado a colgar también uno de sus paisajes sobre el sofá: uno sin urogallo.

Pero el elemento más importante de su hogar era el tocadiscos. Los pocos discos que tenía eran, principalmente, de ópera. Cuando recibía la visita de sus colegas, éstos solían preguntarle cómo podía escuchar aquello... De ahí que hubiese adquirido algunos discos con otro tipo de música, para ponerlos cuando tuviese invitados. Por alguna razón que a él se le ocultaba, los policías parecían ser entusiastas de Roy Orbison.

Poco después de la una, tras el almuerzo, se tomó un café y adecentó el apartamento lo mejor que pudo mientras escuchaba a Jussi Björling. Era su primer disco y estaba tan rayado que era difícil poder escucharlo bien. Y, sin embargo, solía pensar que, si se declarase un incendio en el edificio, sería lo primero que se apresurase a salvar.

Acababa de poner el disco por segunda vez cuando se oyeron unos violentos golpes en el techo que lo movieron a bajar el volumen. En aquella casa se oía todo. En el piso de arriba vivía una mujer jubilada, Linnea Almqvist, que había regentado una floristería. Cuando la mujer consideraba que su música sonaba demasiado alto, daba golpes en el suelo para que él, obediente, bajase el volumen. La ventana estaba abierta, la cortina que Mona había colgado se mecía al suave vaivén de la brisa y él se tumbó en la cama, relajado. Se sentía cansado e indolente. Tenía derecho a tomarse un descanso. Empezó a hojear un número de la revista Lektyr, que solía ocultar cuando Mona iba a visitarlo, pero no tardó en dejarla caer en el suelo, vencido por el agotamiento.

Lo arrancó del sueño un alarmante estrépito cuyo origen no fue capaz de precisar. Se levantó y fue a la cocina para ver si alguno de los enseres que allí tenía había caído al suelo, pero todo estaba en orden. Volvió entonces al dormitorio y miró por la ventana. El jardín que quedaba flanqueado por los edificios colindantes aparecía desierto. Un chándal de color azul pendía solitario de un tendedero y se agitaba, despacioso, al soplo de la brisa. Wallander volvió a tumbarse en la cama. Cuando despertó, fue para emerger de una ensoñación en la que aparecía la joven de la cafetería. Pero todo había sido impenetrable y caótico en aquel sueño.

Se incorporó de nuevo y comprobó en el reloj que eran las cuatro menos cuarto. Había estado durmiendo durante más de dos horas. Se sentó ante la mesa de la cocina y escribió la lista de la compra. Mona le había prometido comprar algo de bebida en Copenhague. Se guardó el papel en el bolsillo, se puso la cazadora, salió y cerró la puerta tras de sí.

Pero, entonces, se detuvo un momento en la semipenumbra, pues se percató de que la puerta de su vecino estaba entreabierta. Aquello era bastante extraño, dado que el hombre que vivía en el apartamento contiguo era muy reservado y había hecho instalar una cerradura adicional hacía apenas un mes. Wallander consideró la posibilidad de marcharse pero, finalmente, decidió llamar a la puerta. El inquilino vivía solo en aquel apartamento; se llamaba Artur Hålén y era marino jubilado. Cuando Wallander se mudó, él ya habitaba allí. Solían saludarse y, de vez en cuando, si se encontraban por la escalera, intercambiaban unas frases banales, pero eso era todo. El joven Wallander había observado que Hålén jamás recibía una visita. Por las mañanas, el hombre escuchaba la radio; por las tardes, veía la televisión; pero, a las diez de la noche, no se oía ya el menor ruido en su apartamento. A Wallander se le había ocurrido pensar en alguna ocasión qué pensaría aquel hombre de las visitas femeninas que él recibía; y, en especial, cómo percibiría los sugerentes ruidos nocturnos. Sin embargo, y como era lógico, jamás se le había ocurrido preguntarle.

El joven agente llamó, pues, a la puerta una vez más, pero tampoco en esta ocasión recibió respuesta. Entonces la abrió y lo llamó en voz alta, sin obtener más respuesta que un profundo silencio. Accedió, vacilante, al vestíbulo, que despedía un denso olor a hombre mayor, a lugar cerrado. Una vez dentro, volvió a llamar.

«Ha debido de olvidarse de cerrar con llave al salir», concluyó Wallander. «Después de todo, el hombre tiene más de setenta años y es normal que ande despistado.»

Echó una ojeada a la cocina. Junto a una taza de café que había sobre el hule de la mesa, halló una quiniela arrugada. Después, apartó la cortina que separaba aquella dependencia de la habitación contigua y... un grito se escapó de su garganta. En efecto, Hålén yacía en el suelo, la blanca camisa empapada en sangre. Junto a la mano había un revólver.

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