Y entonces lo oyó perfectamente.
Alguien había entrado en el apartamento de Hålén. Contuvo la respiración, sin dejar de prestar atención al ruido. Oyó un tintineo, como si hubiesen cambiado de lugar algún objeto metálico o de cristal. Después, el rumor sordo de un mueble al ser arrastrado. Wallander miró el reloj que tenía sobre la mesilla de noche. Eran las tres menos cuarto. Aplicó el oído a la pared, y ya había empezado a pensar que todo eran figuraciones suyas cuando lo oyó de nuevo. No le cupo entonces la menor duda de que había alguien allí dentro.
Sentado en la cama, se preguntaba qué hacer. ¿No debería llamar a la policía? Si Hålén no tenía parientes, nadie tenía por qué estar en su apartamento, pero, en realidad, aún ignoraban cuál era la situación familiar del fallecido. Por otro lado, su vecino bien podía haberle dejado un juego de llaves a alguien sin que ellos lo supiesen.
Wallander se incorporó y se puso los pantalones y la camisa, antes de salir descalzo al descansillo. La puerta del apartamento de Hålén estaba cerrada, pero él llevaba las llaves en la mano. De pronto, no supo muy bien cómo proceder. Lo más lógico era llamar a la puerta. No en vano, Hemberg le había confiado, junto con las llaves, cierta responsabilidad. Así, dio unos toquecitos sin pensarlo más y aguardó. El ruido cesó por completo. Volvió a llamar, pero nada sucedió. En ese preciso momento comprendió que si, como él sospechaba, había alguien en el apartamento, aquella persona podría huir por una de las ventanas. De hecho, no había ni dos metros de altura hasta el suelo. Con una silenciosa maldición, echó a correr hacia la calle y después hasta la esquina a la que daba el apartamento de su vecino. La calle estaba desierta, pero una de las ventanas de Hålén se veía abierta de par en par.
Volvió a entrar y abrió la puerta de Hålén. Preguntó en voz alta si había alguien allí, pero no oyó nada. Cuando, tras haber encendido la lámpara del vestíbulo, entró en la habitación, comprobó que los cajones del escritorio estaban abiertos. Wallander echó una ojeada a su alrededor. La persona que había estado en el apartamento buscaba algo. Se acercó hasta la ventana con la intención de comprobar si la habían forzado, pero no halló marcas de ningún tipo. Lo que lo llevó a extraer dos conclusiones: la persona que había entrado en el apartamento de su vecino tenía las llaves, y esa persona no tenía el menor interés en permitir que la descubriesen.
Wallander encendió la luz de la habitación y se entregó a la tarea de investigar si faltaba algo, pero no estaba seguro de recordar todos los objetos que había visto unas horas antes. Lo que más les había llamado la atención seguía allí: el escarabajo, los dos libros de registro y la vieja fotografía que, no obstante, estaba fuera del sobre y yacía en el suelo. Wallander se acuclilló para mirar el sobre. Aquella persona había sacado la foto de allí, lo que lo llevó a pensar que tal vez estuviese buscando algo que, al igual que la fotografía, pudiese guardarse en un sobre.
Se puso en pie y continuó su inspección. Las sábanas estaban revueltas en el suelo y las puertas del armario abiertas. Uno de los dos trajes de Hålén había caído al suelo.
«De modo que alguien ha estado rebuscando aquí», se dijo. «La cuestión es qué buscaban. Y si ya lo habían encontrado cuando yo llamé a la puerta.»
Se dirigió entonces a la cocina. Las puertas de los muebles estaban abiertas y un cazo había ido a parar al suelo, lo que lo movió a preguntarse si no habría sido ése el ruido que lo había despertado. «En realidad, la respuesta es obvia», reflexionó. «Si la persona que irrumpió en el apartamento hubiese encontrado lo que buscaba antes de que yo llamase, se habría marchado por la vía habitual en lugar de salir por la ventana. De modo que lo que buscaba sigue aquí, si es que alguna vez ha estado aquí.»
Wallander volvió a la habitación y contempló la mancha de sangre reseca en el suelo.
«¿Qué sucedió?», se preguntó inquieto. «¿Habrá sido realmente un suicidio?»
Continuó examinando el apartamento pero, a las cuatro y diez se dio por vencido y volvió al suyo dispuesto a meterse en la cama de nuevo, no sin antes poner el despertador a las siete de la mañana. Lo primero que haría sería llamar a Hemberg.
Al día siguiente, una lluvia torrencial inundaba las calles de Malmö mientras Wallander se apresuraba hacia la parada del autobús. Había dormido mal aquella noche y se había despertado mucho antes de que sonase la alarma del reloj. La sola idea de poder impresionar a Hemberg con su prudente seguimiento de todo aquel asunto lo hizo entregarse a la recreación de imprecisas fantasías acerca de cómo él, un día, llegaría a ser un investigador criminalista fuera de lo común. Aquella idea lo movió, además, a decidirse a discrepar de Mona sin tanta reserva: no cabía esperar que un agente de policía fuese siempre puntual.
Faltaban cuatro minutos para las siete de la mañana cuando entró en la comisaría. Había oído decir que Hemberg solía llegar al trabajo muy temprano y, tras consultar en recepción, el rumor le quedó confirmado, pues, según supo, el inspector estaba allí desde las seis. Wallander se dirigió a las dependencias de la brigada judicial. Casi todos los despachos estaban aún vacíos. Él fue directamente al de Hemberg y dio unos golpecitos en la puerta. Cuando oyó la voz de Hemberg, la abrió y entró para comprobar que el inspector, sentado en la silla de las visitas, se concentraba en la tarea de cortarse las uñas. Al ver a Wallander, frunció el entrecejo.
—¿Habíamos acordado vernos esta mañana? En tal caso, lo había olvidado.
—No, pero tengo cierta información que creo debo transmitirle.
Hemberg dejó el cortaúñas en el lapicero y se sentó al otro lado del escritorio.
—Si crees que puede llevarte más de cinco minutos, tienes permiso para sentarte —propuso el inspector.
Wallander le refirió, de pie, los sucesos acontecidos, comenzando por el vendedor de libros para proseguir con la intempestiva visita nocturna al apartamento del fallecido. Mientras hablaba, le fue imposible determinar si Hemberg estaba o no interesado en su relato, pues el rostro del inspector era impenetrable.
—Y eso es todo —concluyó Wallander—. Pensé que debía informar de todo ello lo antes posible.
Hemberg le indicó que tomase asiento, antes de abrir un bloc escolar y escoger un lápiz para anotar el nombre y el número de teléfono del vendedor de enciclopedias. Wallander grabó en su memoria la imagen del bloc escolar: al parecer, Hemberg no se servía ni de papeles sueltos ni de los modelos de informe impresos.
—La visita nocturna resulta extraña —admitió—. Pero yo creo que, en el fondo, no modifica nuestra interpretación de los hechos. Estoy convencido de que Hålén se suicidó. Los resultados de la autopsia y del examen del arma confirmarán esta tesis cuando estén listos.
—Ya, pero yo me pregunto quién sería la persona que entró allí ayer noche.
Hemberg se encogió de hombros.
—Bueno, tú mismo has sugerido una respuesta plausible: alguien que tenía llaves y que buscaba algo que no quiere perder. Los rumores se difunden con una rapidez sorprendente y la gente vio tanto los coches patrulla como la ambulancia, de modo que muchos sabían que Hålén estaba muerto tan sólo un par de horas después del suceso.
—Sí, claro, pero es muy extraño que esa persona huyese por la ventana, ¿no?
Hemberg exhibió una amplia sonrisa.
—Es posible que pensase que eras un ladrón —sugirió.
—¿Un ladrón que llama a la puerta?
—Bueno, es un medio muy usual de comprobar si hay gente en casa.
—De acuerdo, pero ¿a las tres de la mañana?
Hemberg dejó el lápiz y se retrepó en la silla.
—No pareces muy convencido —declaró el inspector sin ocultar la irritación que la pertinacia de Wallander empezaba a provocar en él.
Por su parte, el joven agente comprendió que se había extralimitado y emprendió la retirada.
—Por supuesto que sí. Fue un suicidio y nada más.
—¡Estupendo! —exclamó Hemberg—. Entonces, no se hable más. Has hecho bien en venir a informarme. Enviaré a algunos chicos para que pongan un poco de orden y esperaremos a ver qué dicen los médicos y los técnicos. Después, podremos archivar a Hålén en una carpeta y olvidarnos de él.
Hemberg echó mano del auricular, en señal de que daba por finalizada la conversación, y Wallander salió del despacho. Se sentía como un perfecto idiota. Un idiota que se había precipitado. Pero ¿qué se había creído? ¿Que había descubierto un caso de asesinato? Se marchó, pues, a su ala del edificio y resolvió que Hemberg tenía, sin duda, toda la razón; que debía olvidar de una vez por todas el asunto de Hålén y conducirse como un diligente policía por un poco más de tiempo.
Aquella misma noche, Mona fue a visitarlo a Rosengård. Cenaron juntos, pero Wallander no dijo nada de lo que tenía previsto. En cambio, le pidió perdón a su novia, que aceptó las disculpas y se quedó a pasar allí la noche. Estuvieron despiertos, tumbados en la cama, durante un buen rato, planificando el mes de julio, en que pasarían juntos dos semanas de vacaciones. Aún no tenían decidido qué hacer. Mona trabajaba en una peluquería de señoras y no ganaba demasiado. Su sueño era poder abrir su propia peluquería en un futuro. Tampoco el salario de Wallander era muy alto: mil ochocientas noventa y seis coronas al mes, para ser exactos. Como no tenían coche, se verían obligados a planificar todo al detalle para sacarle el mayor partido a su dinero.
Wallander había propuesto que fuesen al norte para hacer senderismo, pues jamás había estado más al norte de Estocolmo. Pero Mona quería ir a algún sitio donde pudiesen bañarse, de modo que estuvieron estudiando si sus ahorros conjuntos bastarían para un viaje a Mallorca. Sin embargo, los cálculos los llevaron a comprender que aquello resultaría demasiado caro. Entonces Mona sugirió un viaje a Skagen, a las costas de Dinamarca. Ella había estado allí varias veces de niña, con sus padres, y tenía un grato recuerdo del lugar. Además, había tomado la precaución de informarse y sabía que había varias pensiones a precios razonables que aún disponían de habitaciones libres. Antes de dormirse, lograron ponerse de acuerdo: irían a Skagen. Al día siguiente, Mona se encargaría de reservar habitación mientras Wallander averiguaba los horarios de los trenes desde Copenhague.
Aquella tarde, la del 5 de junio, Mona fue a visitar a sus padres, que vivían a las afueras de Staffanstorp. Wallander estuvo jugando al póquer con su padre durante un par de horas. Cosa curiosa, el hombre se encontraba de buen humor aquella tarde y no hizo ningún comentario crítico acerca de la elección profesional de Wallander. Cuando, además, logró ganarle a su hijo casi cincuenta coronas a las cartas, su estado de ánimo mejoró hasta el punto de que sacó una botella de coñac.
—Algún día iré a Italia —afirmó después del brindis—. Y, además, también me he propuesto ver las pirámides de Egipto.
—Y eso, ¿por qué?
El padre lo observó largo rato.
—¡Esa sí que es una pregunta de lo más estúpido! —exclamó—. Está claro que, antes de morir, uno tiene que ver Roma. Y las pirámides también. Eso lo sabe todo el mundo.
—Pero ¿tú crees que hay muchos suecos que puedan permitirse ir a Egipto?
El padre fingió no haber oído su objeción.
—Pero yo no pienso morirme —añadió, cambiando de tema—. Lo que sí pienso hacer es mudarme a Löderup.
—¿Qué tal va la compra de la casa?
—El trato ya está cerrado.
Wallander lo miró atónito.
—¿Qué significa que ya está cerrado?
—Pues eso, que ya he comprado la casa y que está pagada. Svindala doce veinticuatro es la dirección.
—¡Pero si yo aún no la he visto!
—Bueno, pero no eres tú quien va a vivir en ella, sino yo.
—¿Y tú sí has estado allí?
—No. Vi una fotografía. Eso basta. Yo no emprendo viajes innecesarios. Entorpecería mi trabajo.
Wallander rugía por dentro. Estaba convencido de que habrían vuelto a engañarlo, como solía ocurrir cuando vendía sus cuadros a aquellos personajes de moralidad dudosa que llegaban en sus grandes coches americanos y que, durante años, habían sido sus compradores casi exclusivos.
—¡Vaya! Eso sí que es una noticia —comentó Wallander—. Y ¿puede saberse cuándo piensas mudarte?
—El camión llegará el viernes.
—¿Quieres decir que te trasladarás esta misma semana?
—Ya lo has oído. La próxima vez que juguemos a las cartas, será rodeados del fango de Escania.
Wallander alzó los brazos en señal de impotencia.
—¿Cuándo piensas embalarlo todo? Esto es un puro lío de trastos.
—Supuse que no tendrías tiempo para ayudarme, así que le he pedido a tu hermana que venga.
—Es decir, que si no hubiese venido esta tarde, la próxima vez me habría encontrado con la casa vacía, ¿no es así?
—Exacto.
Wallander le tendió su copa para que le pusiese más coñac, pero el padre la llenó sólo hasta la mitad.
—¡Si ni siquiera sé dónde está Löderup! ¿Es antes de llegar o pasado Ystad?
—Está antes de llegar a Simrishamn.
—¿No podrías responder a mi pregunta?
—Acabo de hacerlo.
El padre se levantó y guardó la botella, antes de señalar la baraja.
—¿Echamos otra ronda?
—No, ya no me queda dinero. Intentaré venir a echarte una mano con el embalaje por las tardes. Por cierto, ¿qué te ha costado la casa?
—Ya no me acuerdo.
—Eso no es posible. ¿Tanto dinero tienes?
—No. Pero el dinero no me interesa.
Wallander comprendió que no obtendría ninguna respuesta más concreta con respecto al precio de la casa. Eran ya las once de la noche y debía volver a casa y descansar. Sin embargo, le costaba marcharse, pues él había pasado en aquella casa toda su vida. En realidad, vivían en Klagshamn cuando él nació. Pero de aquel primer hogar no conservaba ningún recuerdo.
—Y ¿quién vendrá a vivir aquí?
—He oído decir que la van a derribar.
—Pues no pareces muy afectado. ¿Durante cuánto tiempo has vivido aquí?
—Diecinueve años. Más que suficiente.
—En fin, la verdad es que nadie puede acusarte de ser un sentimental. ¿Tienes conciencia de que éste fue el hogar de mi niñez?
—Una casa es una casa —sentenció el padre—. Me he cansado de vivir en la ciudad. Quiero instalarme en el campo. Seguro que allí podré vivir en paz, pintar y planificar mis viajes a Egipto y a Italia.