Y así, no logró dar una cabezada hasta cerca de las cinco de la mañana, pero, apenas unos minutos más tarde, algo lo hizo saltar nervioso de la cama.
Una idea había acudido a su mente.
La quiniela.
Hålén tenía que haber dejado el resguardo en algún lugar. Seguramente, donde solía dejarlo todas las semanas. Y, puesto que no era habitual que el hombre frecuentase otro barrio que el propio, debía de haberla entregado en alguno de los expendedores de tabaco de los alrededores.
En realidad, no tenía muy claro adonde lo conduciría el hecho de dar con el comercio en cuestión. Lo más probable es que dicho hallazgo no aportase novedad alguna.
Aun así, resolvió seguir su instinto, que, por poco positivo que llegase a mostrarse, sí tenía la ventaja de mantener el miedo pánico que le producían los problemas con Mona a una distancia prudencial.
Cayó en un inquieto duermevela durante unas horas.
El domingo siguiente lo pasó sin hacer nada en absoluto.
El lunes 9 de junio hizo algo insólito en él: llamó al trabajo y dijo que estaba enfermo, aduciendo que había amanecido aquejado de gastroenteritis, dolencia que Mona había sufrido la semana anterior. Ante su sorpresa, no sintió el menor remordimiento por su mentira.
El cielo se presentaba nublado pero sin amenaza de lluvia cuando salió del apartamento poco después de las nueve de la mañana. El viento soplaba algo más recio que en días pasados y había refrescado. El verano se hacía esperar.
En las proximidades del bloque en que vivía había dos expendedurías de tabaco que administraban apuestas. Una de ellas se encontraba en una perpendicular próxima a su domicilio. Cuando Wallander cruzó la puerta, cayó en la cuenta de que debería haberse llevado una fotografía de Hålén. El hombre que lo atendió al otro lado del mostrador era húngaro y, pese a que vivía en Suecia desde 1956, su sueco era pésimo. Pero conocía a Wallander, pues el agente solía comprarle tabaco. Tras haberle pedido dos paquetes de cigarrillos, le preguntó:
—Tú aceptas quinielas, ¿verdad?
—¡Vaya! Y yo que creía que tú sólo jugabas a la lotería.
—¿Recuerdas si Artur Hålén sellaba aquí sus boletos?
—¿Quién?
—El hombre de la casa que se incendió hace un par de días.
—Ah, pero ¿ha habido un incendio?
Wallander lo puso al corriente de lo ocurrido, pero el dependiente negó con la cabeza al oír la descripción de Hålén que le hizo el agente.
—No, aquí no venía. Debía de dejarlos en otro comercio.
Wallander le pagó los cigarrillos y le dio las gracias. Cuando salió, comprobó que había empezado a lloviznar, de modo que apresuró el paso, sin dejar de pensar en Mona. Tampoco en la otra expendeduría de tabaco conocían a Hålén. Wallander se resguardó bajo un balcón preguntándose qué estaba haciendo en realidad. «Hemberg pensaría que no estoy en mis cabales», afirmó para sí.
Al final, prosiguió su camino hacia el siguiente comercio de tabaco, que estaba a cerca de un kilómetro de allí. Wallander lamentó no haberse llevado el chubasquero. Cuando entró en el establecimiento, que se hallaba junto a una pequeña tienda de comestibles, tuvo que esperar su turno. La dependienta era una joven de la edad de Wallander. Era muy hermosa y Wallander no le quitó el ojo de encima mientras ella buscaba un número atrasado de una revista de motocicletas que el cliente al que atendía le había pedido. Lo cierto era que a Wallander le resultaba en extremo difícil no quedar perdidamente enamorado de toda mujer hermosa que se cruzase en su camino. Tan sólo en aquellas situaciones, el desasosiego que le producía Mona podía quedar reducido y dominado. Pese a que acababa de comprar dos paquetes de cigarrillos, pidió uno más en tanto que intentaba dilucidar si la dependienta pertenecería a esa clase de mujeres que se muestran displicentes al saber que tienen a un policía delante. O si, por el contrario, se contaba entre la mayoría de la población, que, pese a todo, seguía considerando que la mayor parte de los policías eran tan necesarios como decentes. Apostó por la segunda alternativa, antes de añadir, no sin antes haber pagado el paquete de tabaco:
—Gracias, pero, además, tengo un par de preguntas que hacerte. Soy ayudante de la brigada judicial. Me llamo Kurt Wallander.
—¡Vaya! —exclamó la dependienta en un dialecto diferente al de la zona.
—¿No eres de aquí?
—¿Era eso lo que querías preguntar?
—No.
—Soy de Lenhovda.
Wallander ignoraba dónde quedaba aquel lugar, y supuso que quedaría cerca de Blekinge. Sin embargo, no hizo ningún comentario al respecto, sino que pasó a la cuestión de Hålén y al asunto de las quinielas. La joven estaba enterada del incendio. Wallander le ofreció una descripción de su vecino. La muchacha se esforzaba por hacer memoria.
—Tal vez —declaró al fin—. ¿No hablaba muy despacio y como en voz baja?
Wallander recordó el talante del fallecido y asintió en silencio, persuadido de que era una buena forma de describir el modo de expresarse de Hålén.
—Creo que no apostaba muchas columnas —añadió Wallander—. Un par de ellas, más o menos.
La joven volvió a reflexionar y terminó por asentir.
—¡Claro! —exclamó—. Ya sé por quién preguntas. Sí, solía venir aquí una vez a la semana. Una vez apostaba dos columnas y la siguiente cuatro.
—¿Recuerdas cómo vestía?
—Una cazadora azul —respondió ella sin titubear.
Wallander recordaba la cazadora con cremallera con la que siempre había visto a Hålén.
Así que la joven dependienta no presentaba carencias de memoria, ni tampoco de curiosidad...
—¿Qué hizo?
—Que sepamos, nada en absoluto.
—Algo oí acerca de un suicidio.
—Así es. Pero el incendio fue provocado.
«¡Vaya! Eso debería habérmelo callado», se recriminó enseguida Wallander. «Aún no estamos seguros de ello.»
—Siempre traía cambio —prosiguió la joven—. Pero ¿por qué quieres saber si era aquí donde sellaba las quinielas?
—Pura rutina —replicó Wallander esquivo—. ¿Recuerdas algún otro detalle sobre él?
La respuesta de la muchacha lo sorprendió.
—Solía preguntar si podía usar el teléfono.
El aparato estaba sobre una pequeña balda fijada junto a la mesa sobre la que se exponían los diversos boletos de apuestas.
—¿Lo hacía a menudo?
—Siempre que venía. En primer lugar, entregaba la quiniela y pagaba el importe. Después hacía su llamada y se acercaba al mostrador para abonarla.
La muchacha se mordió el labio.
—Había algo extraño en aquellas conversaciones telefónicas. Recuerdo que me llamaban la atención.
—¡Aja! ¿Y qué era lo extraño?
—Pues que siempre esperaba a que hubiese algún otro cliente antes de llamar. Nunca llamaba cuando sólo estábamos él y yo en la tienda.
—Es decir, que no quería que prestases atención a lo que decía, ¿no es eso?
La joven se encogió de hombros.
—Bueno, supongo que lo único que quería era que no lo molestasen. Es normal cuando uno va a hablar por teléfono, ¿no?
—¿Y nunca oíste lo que decía?
—A ver, una puede oír aunque esté atendiendo a otro cliente.
«Pues sí que nos va a ser útil su curiosidad», se dijo Wallander.
—Ya, ¿y de qué hablaba?
—La verdad es que no decía mucho. Eran conversaciones muy cortas. Algunas indicaciones horarias y poco más.
—¿Indicaciones horarias?
—A mí me daba la sensación de que estaba concertando una cita con alguien. Además, no paraba de mirar el reloj mientras hablaba.
Wallander reflexionó un instante.
—¿Solía venir siempre el mismo día de la semana?
—Así es. Los miércoles a media tarde, de dos a tres, más o menos. O quizás algo más tarde.
—¿Compraba algo?
—No.
—¿Y cómo es que recuerdas todos esos detalles con tanta seguridad? Debes de tener muchísimos clientes, ¿no es así?
—No lo sé. A mí me parece que una recuerda siempre más de lo que cree, de modo que basta con que te pregunten para que te venga a la memoria.
Wallander observó sus manos y comprobó que no llevaba ningún anillo. Fugazmente, sopesó la posibilidad de invitarla a salir, pero enseguida rechazó la idea, aterrado.
Se sintió como si Mona le hubiese leído el pensamiento.
—¿Recuerdas algún otro dato? —quiso saber el agente.
—No —repuso ella con determinación—. Pero estoy convencida de que hablaba con una mujer.
Wallander quedó perplejo.
—Y ¿cómo puedes estar tan segura de ello?
—Esas cosas se notan —aseguró ella.
—¿Quieres decir que Hålén llamaba para concertar una cita con una mujer?
—¿Y qué hay de extraordinario en eso? Es cierto que era bastante mayor, pero eso no quiere decir nada.
Wallander asintió, consciente de que la dependienta tenía razón. Por otro lado, si ella estaba en lo cierto, acababa de averiguar algo importante: por raro que pudiera parecer, había existido una mujer en la vida de Hålén.
—Muy bien. ¿Algo más?
Antes de que la joven pudiese contestar, entraron en el establecimiento dos niñas que, con sumo miramiento, eligieron el contenido de sendas bolsas de golosinas que, finalmente, pagaron con una cantidad infinita de monedas de cinco céntimos.
—Por cierto, es posible que el nombre de la mujer comenzase por la letra a —añadió la muchacha—. Él siempre hablaba en tono muy bajo, ya te lo he dicho, pero tal vez se llamase Anna; o un nombre compuesto, pero con la letra a.
—¿De eso también estás segura?
—No, pero creo que es así.
A Wallander no le quedaba más que una pregunta por hacer.
—¿Venía siempre solo?
—Siempre.
—Has sido de gran ayuda —concluyó agradecido.
—¿Puede saberse a qué vienen tantas preguntas?
—Lo siento, pero no. Nosotros solemos hacer preguntas, pero no siempre explicamos los motivos.
—Oye, pues tal vez sea una solución hacerse policía —comentó la joven—. De todos modos, yo no tengo planes de estar de dependienta toda la vida.
Wallander se inclinó sobre el mostrador y anotó su número de teléfono en un pequeño bloc de notas que había junto a la caja registradora.
—Llámame cuando quieras, quedamos y te cuento cómo es el trabajo de policía. Vivo por aquí cerca.
—Te llamas Wallander, ¿no?
—Así es, Kurt Wallander.
—Yo me llamo Maria. Pero no te hagas ilusiones, que tengo novio.
—Yo no suelo hacerme ilusiones —advirtió Wallander con una sonrisa antes de marcharse.
«Un novio no es un obstáculo insalvable», se dijo una vez en la calle. Pero entonces, se detuvo en seco. ¿Qué ocurriría si ella lo llamase de verdad cuando Mona estuviese en casa? Se preguntó angustiado si no acababa de cometer una tontería, aunque, al mismo tiempo, no pudo evitar sentir cierto grado de satisfacción.
Mona debía aceptar aquello, que él le diese su número de teléfono a una joven que se llamaba Maria y que era, a todas luces, muy hermosa.
Como si le hubiese sobrevenido el castigo correspondiente a su apenas meditado pecado, una lluvia torrencial empezó a caer del cielo en aquel preciso momento. Llegó a casa completamente empapado. Dejó los paquetes de tabaco mojados sobre la mesa de la cocina y se desnudó. «No estaría nada mal que Maria estuviese aquí ahora para secarme», pensó. «Mientras Mona se dedica a lavar cabezas en la peluquería.»
Se puso el albornoz y se aplicó a anotar en el bloc cuanto Maria le había revelado. Una mujer cuyo nombre empezaba por la letra a. Lo más probable era que se tratase del nombre, y no del apellido. La cuestión era qué podía significar aquello, salvo que el mito del anciano solitario había quedado destruido.
Wallander se sentó junto a la mesa de la cocina y leyó lo que había escrito el día anterior. De repente, una idea acudió a su mente. Debía de existir, sin duda, un registro de marinos, algún archivo en el que hallar información sobre todos aquellos años que Halen pasó en el mar y sobre los barcos en los que había trabajado.
«¡Ya sé quién puede ayudarme!», exclamó para sí. «Helena, que trabaja en una agencia de transportes. Como mínimo, podrá decirme dónde buscar, a menos que decida colgar tan pronto como oiga mi voz.»
Aún no habían dado las once de la mañana. Wallander comprobó, a través de la ventana de la cocina, que la lluvia había cesado. Helena no solía ir a almorzar antes de las doce y media, con lo que tendría tiempo sobrado de verla en el trabajo antes de que saliese a comer.
El agente se vistió y tomó el autobús hasta la estación central. La agencia de transportes donde trabajaba Helena se encontraba cerca del puerto. Cuando cruzó la puerta de entrada, la recepcionista lo saludó al reconocerlo.
—¿Está Helena? —quiso saber Wallander.
—Está al teléfono, pero puedes subir. Ya sabes dónde está su despacho.
Angustiado, Wallander subió hasta la segunda planta. Cabía la posibilidad de que Helena se enfadase, pero trató de consolarse ante la posibilidad, más probable, de que quedase sorprendida, pues ello le otorgaría los minutos que necesitaba para explicarle que el motivo de su visita era profesional; que no era el ex novio Kurt Wallander quien la visitaba, sino el policía del mismo nombre, el futuro investigador de la brigada judicial.
«Helena Aronsson, ayudante», rezaba una placa fijada a la puerta. Wallander respiró hondo antes de dar unos golpecitos discretos. Cuando oyó su voz, entró. La joven había concluido su conversación telefónica y estaba sentada ante la máquina de escribir. Él estaba en lo cierto: la muchacha parecía muy sorprendida, pero en modo alguno enojada.
—¿Tú por aquí? —preguntó perpleja.
—Vengo por motivos de trabajo —aclaró Wallander—. Creo que tu colaboración puede sernos de utilidad.
Entretanto, la joven se había incorporado y daba muestras de manifiesta reticencia.
—Te aseguro que es cierto —insistió Wallander—. No es un asunto privado lo que me ha traído hasta aquí.
Ella seguía a la expectativa.
—Y ¿en qué se supone que podría ayudarte?
—¿Puedo sentarme?
—Sólo si no te quedas mucho rato.
«Los mismos términos de superioridad que Hemberg», constató Wallander. «Uno debe quedarse de pie y sentirse inferior mientras que los superiores permanecen sentados.» Pero él tomó asiento al tiempo que se preguntaba cómo había podido estar enamorado de la mujer que ocupaba el sillón situado al otro lado del escritorio. De hecho, ya no era capaz de recordarla más que como una persona fría y, por lo general, reticente.