—¿Un pastor?
Wallander asintió.
—¿Por qué no? Los pastores son pastores, pero convendrás conmigo en que no son más que personas. Claro que puede haber sido un pastor. Además, en una iglesia hay muchos objetos de cobre, ¿no?
No tuvieron que detenerse mucho en Rynge, pues la directora pudo identificar enseguida a la visitante desconocida en una de las fotografías que le mostró Wallander. Después pusieron rumbo a la comisaría de Ystad y fueron directamente al despacho de Martinson, donde también hallaron a Hanson.
—Anders Wislander sigue siendo pastor en Lund —informó Martinson—. Pero ahora está de baja por enfermedad.
—¿Por qué? —quiso saber Wallander.
—A causa de una tragedia personal.
Wallander lo miró sin comprender.
—¿Qué ha sucedido?
—Su mujer murió hace poco más de un mes.
Un profundo silencio inundó el despacho.
Wallander contuvo la respiración. En realidad, no tenía certeza de nada pero, aun así, estaba seguro: hallarían la solución al caso o, al menos, una parte de ella en la persona del pastor Anders Wislander, en Lund. El inspector empezaba a entrever cómo encajaban las piezas.
Wallander convocó a sus colegas en una de las salas de reuniones en la que también apareció, nadie sabía de dónde, Nyberg. Wallander se mostró inamovible en su decisión: debían concentrarse por completo en la persona de Anders Wislander y su esposa fallecida; todo lo demás debería esperar hasta nueva orden. Así, a lo largo de la tarde, intentaron averiguar cuanto les fue posible acerca del matrimonio. Wallander les recomendó que se anduviesen con cuidado, que se comportasen con la mayor discreción. Cuando Hanson propuso que se pusieran en contacto con Wislander aquella misma noche, Wallander se mostró decididamente reacio pues, según él, aquello podía esperar al día siguiente. Lo que más urgía era hacerse con una base de información sólida sobre la que apoyarse.
Cierto que no fue mucho lo que consiguieron aclarar. Sus esfuerzos los condujeron más bien a revisar cuanto ya sabían, contando ahora con dos piezas más, Anders y Louise Wislander, que dispusieron como una retícula sobre las circunstancias conocidas en torno a la muerte de Simon Lamberg.
Pese a todo, pudieron constatar una serie nada despreciable de datos. Svedberg logró, con la ayuda de un periodista al que conocía, encontrar la necrológica que sobre Louise Wislander había aparecido en el diario Sydsvenska Dagbladet, y en la que podía leerse que la mujer había muerto a los cuarenta y siete años de edad, «tras prolongados padecimientos que soportó con paciencia», según rezaba la nota. Estuvieron discutiendo acerca de qué podría significar aquello. Desde luego, quedaba descartado el suicidio. Tal vez padeciese cáncer. Además, se desprendía también de la necrológica que había dejado dos hijos, que ahora la lloraban. Otro de los puntos que trataron fue el de la conveniencia de ponerse en contacto con los colegas de Lund. Wallander vaciló al principio pero, según avanzaban en la discusión, su opinión fue cimentándose sin atisbo de duda: era demasiado pronto.
Poco después de las ocho de la tarde le pidió a Nyberg que hiciese algo que, en realidad, no le correspondía hacer según su condición de técnico. Sin embargo, Wallander acudió a él, pues necesitaba a los demás, de modo que le pidió que averiguase si la dirección de Wislander correspondía a una casa o a un apartamento. Nyberg desapareció, dispuesto a obedecer. Los demás tomaron asiento para proceder a una nueva revisión de los hechos. Alguien había encargado unas pizzas y, mientras comían, Wallander intentaba dar forma a una hipótesis en la que Anders Wislander fuese el autor del crimen.
Pero le plantearon muchas objeciones. La supuesta historia de amor entre Simon Lamberg y Louise Wislander tenía muchos años de antigüedad. Además, ella estaba muerta. ¿Por qué habría de hacerse espejar tanto tiempo la reacción de Anders Wislander? ¿Acaso tenían conocimiento de que fuese un hombre violento? Wallander sabía que aquellas objeciones tenían fundamento y él mismo dudaba en su interior, por más que no lograba renunciar a su convencimiento de que, de un modo u otro, se hallaban próximos a una solución.
—Veamos, lo único que vamos a hacer, por ahora, es hablar con Wislander —los tranquilizó—. Después, ya veremos.
Nyberg regresó con la información requerida: Wislander habitaba una casa que pertenecía a la Iglesia sueca. Puesto que estaba de baja, Wallander supuso que lo hallarían en su domicilio y, antes de poner punto final a la reunión, decidió que Martinson lo acompañaría al día siguiente, pues no creía que fuesen necesarios más de dos agentes para aquella visita.
Hacia las doce tomó el coche rumbo a casa, a través de la noche primaveral. Al pasar por la plaza de Sankta Gertrud, dominada por la más absoluta quietud, una sensación de tristeza y de cansancio lo invadió. Por un instante, el mundo le pareció estar compuesto de enfermedad y de muerte. Y el vacío que había dejado Mona... No obstante, enseguida reparó en la primavera, que por fin se presentaba radiante, y se sacudió el abatimiento: al día siguiente visitarían a Wislander. Y entonces podrían comprobar si estaban o no próximos a la resolución del caso.
Se quedó despierto hasta tarde, pensando que tenía unas ganas locas de hablar tanto con Linda como con Mona. En torno a la una de la mañana, puso a cocer unos huevos que se comió de pie junto al fregadero. Antes de irse a la cama, observó su rostro en el espejo del cuarto de baño. La mejilla seguía amarillenta y constató que ya estaba necesitando un buen corte de pelo.
La noche le reportó un sueño inquieto, del que despertó a las cinco de la madrugada. Mientras aguardaba la llegada de Martinson, se dedicó a clasificar la montaña de ropa sucia acumulada y pasó la aspiradora. Se tomó varias tazas de café y, de vez en cuando, se acercaba a mirar por la ventana de la cocina mientras repasaba mentalmente todas las circunstancias que rodeaban la muerte de Simon Lamberg.
A las ocho bajó a la calle para esperar al colega. Aquél sería, sin duda, otro hermoso día primaveral. Martinson llegó puntual, como de costumbre. Wallander se sentó en el coche y partieron hacia Lund.
—Por extraño que parezca, he dormido fatal esta noche —comentó Martinson—. A mí no suele ocurrirme, pero tenía una especie de presentimiento...
—¿Un presentimiento? ¿De qué?
—Yo qué sé.
—Eso será la primavera.
Martinson le lanzó una mirada fugaz.
—¿Cómo que la primavera?
Wallander no contestó más que un murmullo ininteligible.
Llegaron a Lund poco antes de las nueve y media. Como de costumbre, Martinson había conducido a trompicones y con escasa concentración, pero, al parecer, había memorizado la descripción del camino hasta llegar a la calle de la zona residencial en que vivía Wislander. Pasaron ante la casa número 19, donde habitaba el pastor, y dejaron el coche aparcado unos metros más lejos.
—Bien, vamos allá —lo exhortó Wallander—. Pero deja que hable yo.
Era una casa grande. Wallander supuso que sería de principios del siglo XX. Una vez dentro, tanto él como Martinson comprobaron que el jardín estaba poco cuidado. Wallander hizo sonar el timbre de la puerta preguntándose quién les abriría. Volvió a llamar, pero no obtuvo respuesta. Tras un nuevo intento con idéntico resultado, Wallander se decidió sin dudarlo.
—Espérame ahí, no junto a la casa, sino en la calle. Su iglesia no está lejos. Me llevo tu coche.
Wallander llevaba escrito en un papel el nombre de la iglesia, cuya localización le había mostrado Svedberg en un mapa la noche anterior. No le llevó más de cinco minutos llegar hasta allí. El templo aparecía desierto y pensó que se había equivocado. Anders Wislander no parecía estar allí. Pero, cuando tanteó el picaporte de la puerta, comprobó que no estaba cerrada, de modo que entró en el oscuro recinto del pórtico y cerró la puerta tras de sí. Todo estaba en silencio, pues el ruido de la calle no era capaz de atravesar los gruesos muros. Wallander se dirigió a la gran nave central, donde la claridad era mayor, gracias a los rayos de sol que penetraban por las vidrieras.
El inspector vio que había alguien sentado en el primer banco, muy cerca del altar. Avanzó muy despacio por el pasillo central hasta que comprobó que era un hombre el que, inclinado en profundo recogimiento, parecía entregado a la plegaria. Cuando Wallander llegó a su lado, el hombre alzó la vista. Y, en aquel preciso momento, Wallander lo reconoció. Aquél era, en efecto, Anders Wislander, el mismo que aparecía en la única fotografía que de él conservaba el conductor Eklund. Pero iba sin afeitar y en sus ojos lucía un brillo intenso. Wallander empezó a sentirse incómodo y a lamentar no haber llevado a Martinson consigo.
—¿Anders Wislander? —preguntó.
El hombre lo miró con gravedad.
—¿Y quién eres tú?
—Me llamo Kurt Wallander y soy policía. Me gustaría hablar contigo.
La voz de Wislander sonó, de repente, chillona e impaciente:
—¿Estoy de luto y vienes a molestarme? ¡Déjame en paz!
La situación se tornaba cada vez más desagradable. El hombre que tenía ante sí parecía estar al límite de sus fuerzas.
—Ya sé que tu esposa ha muerto —prosiguió el inspector—. Y de eso quería hablarte.
Wislander se puso en pie de forma tan repentina que Wallander retrocedió, ya convencido de que su interlocutor era víctima de un claro desequilibrio.
—¿De modo que vienes a molestarme e insistes, pese a que te he pedido que te marches? Bien, en ese caso, no tendré otro remedio que escucharte —cedió al fin—. Vayamos a la sacristía.
Wislander echó a andar y giró a la izquierda junto al altar mientras Wallander constataba que, a juzgar por su espalda, era un hombre de constitución física sorprendentemente recia. Aun así, pensó que bien podía tratarse del mismo sujeto al que él había intentado dar alcance antes de que lo abatiese de un puñetazo.
En la sacristía había una mesita rodeada de sillas. Wislander fue a sentarse en una de ellas al tiempo que le indicaba a Wallander que hiciese otro tanto. Wallander la retiró de la mesa preguntándose por dónde empezar. Wislander lo observaba con sus ojos relucientes. El inspector echó una ojeada a la sala. Había, sobre otra mesa contigua, dos candelabros enormes. Los miró fijamente sin tener conciencia clara de por qué le habrían llamado tanto la atención, hasta que advirtió que uno de ellos no estaba completo: le faltaba uno de los brazos. Los candelabros eran de cobre. Miró entonces a Wislander y comprendió que éste se había percatado de la reflexión de Wallander. Pese a todo, el ataque le resultó por completo inesperado. Wislander se abalanzó sobre él al tiempo que lanzaba algo similar a un rugido y aferró las manos a su garganta. La fuerza, tal vez la locura, de aquel hombre era inmensa. Wallander intentaba combatir el ataque que Wislander acompañaba de frases inconexas que profería a gritos. Sin embargo, Wallander alcanzó a oír que se refería a Simon Lamberg, el fotógrafo que debía morir. Entonces, en medio de su delirio, Wislander comenzó a vociferar algo acerca de los jinetes del Apocalipsis. Wallander no cejaba en su empeño de liberarse y, con un esfuerzo sobrehumano, lo consiguió al fin. Pero Wislander volvió a la carga, como una fiera que luchase por su supervivencia. Durante el enfrentamiento, habían ido aproximándose a la mesa sobre la que se alzaban los candelabros. Wallander consiguió hacerse con uno de ellos y golpear con él el rostro del pastor que cayó enseguida abatido por el impacto. Por un instante, el inspector temió haberlo matado al igual que Lamberg resultó muerto. Pero después comprobó que Wislander aún respiraba.
Wallander se dejó caer sobre una de las sillas e intentó recobrar el aliento. Notó que tenía el rostro lleno de heridas, y que la muela reparada se había partido, por tercera vez.
El pastor, que yacía en el suelo, empezó a recuperarse poco a poco. En ese momento, Wallander oyó que abrían la puerta de la iglesia.
Salió de la sacristía y se encontró con Martinson, que había empezado a sospechar y que acudió allí en un taxi al que había llamado desde la casa del vecino de Wislander.
El resto sucedió muy deprisa. Pero Wallander sabía que todo había terminado. Por otro lado, reconoció en el pastor al hombre que lo había atacado en Ystad, pese a que jamás llegó a ver su rostro. Sin duda, era él.
Pocos días después Wallander convocó a sus colegas en una de las salas de reuniones de la comisaría, pasado el mediodía. Una de las ventanas estaba abierta: el calor de la primavera parecía haber venido para quedarse. Wallander ya había terminado de interrogar a Anders Wislander. El pastor se encontraba a aquellas alturas en un estado psíquico tan delicado que el inspector se había visto obligado a interrumpir las entrevistas por prescripción facultativa. Sin embargo, él ya se había forjado una idea muy clara de lo sucedido. Y ése era el motivo por el que había reunido a sus colegas: para ofrecerles una síntesis del desarrollo de los acontecimientos.
—Todo este asunto es oscuro y lúgubre y trágico —comenzó—. Pero resulta que Simon Lamberg y Louise Wislander siguieron viéndose después de aquel viaje en autocar. Y su marido no supo nada, hasta hace muy poco, antes de que Louise muriese como consecuencia de un tumor en el hígado. Ella le confesó a Wislander su infidelidad en el lecho de muerte y a él le sobrevino una afección que no puede calificarse sino de locura. Por un lado, a causa de la muerte de su mujer; por otro, como reacción colérica y desesperada ante su traición. Comenzó, pues, a vigilar a Lamberg, al que fue cargando también con la culpa de la muerte de su esposa. Al final pidió la baja por enfermedad y, a partir de entonces, pasaba la mayor parte del tiempo en Ystad, manteniendo el estudio bajo vigilancia. Se alojaba en uno de los hostales de la ciudad. Se dedicó incluso a seguir a la mujer de la limpieza, Hilda Waldén, y un sábado se las arregló para entrar en su apartamento, tomar las llaves y hacer una copia. Antes de que la mujer regresase, él ya las había devuelto a su lugar. De este modo, pudo entrar en el estudio y asesinar a Simon Lamberg con el candelabro. En su perturbación, llegó a creer que Lamberg seguía vivo, de modo que regresó para matarlo una vez más. Perdió el libro de salmos en el jardín el día que, en su huida, intentó ocultarse entre los arbustos. El hecho de que cambiase la emisora de radio programada es un detalle extraño. Al parecer, tenía el convencimiento de que podría oír la voz de Dios a través del aparato; y de que el mismo Dios le otorgaría el perdón por el pecado cometido. Pero lo único que consiguió fue sintonizar un canal de música rock. Las fotografías eran obra de Lamberg, pero no tienen nada que ver con el asesinato. De ellas se desprende que alimentaba un desprecio acerado por los políticos y demás poderosos. Además, no estaba muy satisfecho con el trabajo de la policía. En definitiva, era un hombre resentido e insignificante que dominaba el mundo deformando los rostros de aquellos a quienes detestaba. Pero esto desvela el último misterio, y eso es todo. La verdad, no puedo evitar sentir compasión por Wislander. Su mundo se derrumbó y él no supo resistirlo.