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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La pirámide (39 page)

BOOK: La pirámide
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—Estuve hablando con un controlador aéreo llamado Lycke —comenzó—. Dijo que te conocía.

—Bueno, he hablado con él un par de veces, pero no recuerdo a propósito de qué.

—Ya, en fin, de todos modos, estaba completamente seguro de que ningún aparato de un solo motor había solicitado ni recibido licencia para sobrevolar Mossby a las cinco de esta mañana. Y tampoco recibieron en la torre ninguna llamada de socorro de ningún piloto. Las pantallas de los radares estaban limpias y sin señales que indicasen la presencia de ningún avión fuera de programa. Según Lycke, el avión que se estrelló no existe. Y dice que ya han presentado el informe al Ministerio de Defensa y a no sé qué otras instituciones. Puede que a la aduana.

—En otras palabras, que tenías razón: se trata de algún asunto ilícito.

—Bueno, eso es algo que aún no sabemos —objetó Rydberg—. Es seguro que circulaba sin licencia de vuelo, pero ignoramos si, además, el motivo de su salida era ilegal.

—Pero ¿quién sale a volar de noche sin un motivo muy especial?

—Hay mucho loco por ahí suelto —le recordó Rydberg—. Tú deberías saberlo mejor que nadie.

Wallander lo miró inquisitivo.

—Ya, pero eso no te lo crees ni tú, ¿verdad?

—Pues claro que no —admitió Rydberg—. Pero, hasta que no sepamos quiénes eran o conozcamos la identidad del aparato, no podemos hacer nada. Este asunto irá a parar a manos de la Interpol. Apuesto lo que quieras a que el avión venía de fuera.

Rydberg salió del despacho.

Y Wallander quedó meditando sobre sus afirmaciones.

Al final, se levantó de nuevo, recogió los documentos que precisaba y se dirigió a la sala en que esperaba Yngve Leonard Holm, acompañado de su abogado.

Cuando Wallander puso en marcha la grabadora y comenzó el interrogatorio, eran exactamente las once y cuarto.

2

Una hora y diez minutos más tarde Wallander apagó la grabadora. Yngve Leonard Holm había colmado su paciencia, tanto por su actitud como por la evidencia de que se verían obligados a soltarlo. Wallander estaba convencido de que el hombre que ocupaba la silla que había al otro lado de la mesa era culpable de reiterados y graves delitos relacionados con la droga. Pero no había en el mundo entero un fiscal que considerase que sus investigaciones previas gozaban de la consistencia suficiente como para llevarlo a juicio. Y menos aún las daría por buenas Per Åkeson, el fiscal a quien se disponía a entregar su resumen.

Yngve Leonard Holm tenía treinta y siete años. Había nacido en Ronneby, pero estaba censado en Ystad desde mediados de los años ochenta. Dijo ser vendedor ambulante de libros de bolsillo en los distintos mercados que solían organizarse en verano. Durante los últimos años, había indicado cantidades irrisorias en su declaración de renta, al tiempo que se hizo construir un gran chalet en una zona residencial próxima a la comisaría de policía. El chalet fue tasado en varios millones de coronas. Holm sostenía que había financiado la construcción de la casa con diversos premios de cantidades sustanciosas obtenidas en el juego, tanto en Jägersro como en Solvalla, así como en distintos hipódromos de Alemania y Francia. Como era de esperar, no conservaba los justificantes de dichos premios pues, por desgracia, los había perdido en el incendio que, muy oportunamente, se había declarado en la caravana en la que conservaba su contabilidad privada. El único justificante que pudo mostrar fue el de un premio menor por valor de cuatro mil novecientas noventa y nueve coronas, que había obtenido hacía un par de semanas. Cabía la posibilidad, se decía Wallander, de que aquello fuese indicio de los conocimientos que Holm poseía sobre los caballos de carreras. Pero poco más. «En realidad», se dijo, «Hanson debería haber ocupado mi lugar. A él también le interesan las apuestas en las carreras de caballos. Así podrían haber intercambiado sus opiniones sobre los equinos.»

Sin embargo, persistía inalterable el convencimiento de Wallander de que Holm era el último eslabón en una cadena que introducía y vendía grandes cantidades de narcóticos en el sur de Escania. Los indicios eran abrumadores, pero la detención de Holm no se había organizado debidamente. Deberían haber intervenido no con una, sino con dos redadas al mismo tiempo: una en casa de Holm y la otra en el almacén de libros de bolsillo que tenía en un polígono industrial situado a las afueras de Malmö. Aquello habría sido una acción organizada entre la policía de Ystad y los colegas de Malmö.

No obstante, algo había fallado desde el principio. El almacén estaba prácticamente vacío, excepción hecha de una caja de viejos ejemplares de una célebre colección de bolsillo. Y Holm estaba en su casa viendo la televisión cuando la policía llamó a su puerta. Una joven que yacía enroscada en sus piernas le daba masajes en los dedos de los pies mientras los policías registraban la vivienda. Pero, claro está, no hallaron nada. Uno de los perros de narcóticos que habían ido a recoger a la aduana estuvo largo rato olisqueando un pañuelo que habían encontrado en una papelera. El análisis químico pudo probar, como mucho, que había estado en contacto con algún preparado de estupefacientes. Todo lo cual apuntaba a la circunstancia de que, de algún modo, alguien había prevenido a Holm de la acción. Por otro lado, Wallander no albergaba la menor duda de que el sujeto era tan inteligente como habilidoso para ocultar lo que se traía entre manos.

—Te soltaremos —concluyó Wallander—. Pero las sospechas contra ti siguen en pie o, más bien, digamos que yo estoy convencido de que te dedicas al tráfico de drogas a gran escala en Escania. Te pillaremos, tarde o temprano.

El abogado, que parecía una comadreja, se estiró en su asiento.

—Este es un trato al que mi cliente no tiene por qué verse expuesto —protestó—. Además, es un ataque personal sin cobertura legal.

—Por supuesto que lo es —concedió Wallander—. Si lo deseas, puedes cursar una denuncia contra mí.

Holm, que iba sin afeitar y parecía hastiado de todo aquello, impidió que su abogado insistiese.

—La policía sólo hace su trabajo —intervino—. Aunque, por desgracia, han cometido un error al sospechar de mí. Yo no soy más que un simple ciudadano experto en caballos de carreras y en libros de bolsillo. Y nada más. Además, presto mi apoyo regular y mis subvenciones a fundaciones benéficas.

Wallander salió de la sala. Holm se marcharía a casa, a que le masajeasen los pies. Las drogas seguirían entrando a mares en Escania. «Jamás saldremos vencedores de esta lucha», se desanimó el inspector. «La única posibilidad es que las nuevas generaciones se distancien por sí mismas de todo esto.»

Habían dado las doce y media y se sentía hambriento. Pero ahora lamentaba no haber tomado el coche por la mañana pues, según vio a través de los cristales de la ventana, había empezado a caer aguanieve y la idea de recorrer a pie y dos veces la distancia que lo separaba del centro, sólo para comer, no le resultaba muy atractiva. De modo que abrió uno de los cajones del escritorio para buscar el menú de una pizzería que servía a domicilio. Ojeó el repertorio, incapaz de decidirse, hasta que, con los ojos cerrados, puso el dedo sobre una de las pizzas, al azar. Después, llamó y pidió la pizza que el destino le había asignado y se colocó junto a la ventana a contemplar el depósito del agua que se alzaba al otro lado de la calle.

Al cabo de un rato sonó el teléfono. Se sentó ante el escritorio y, al responder, comprobó que era su padre, que lo llamaba desde Löderup.

—Creía que habíamos quedado en que vendrías ayer noche —recriminó el padre.

Wallander suspiró en silencio.

—Pues no, no habíamos quedado en nada.

—Pues sí, que yo me acuerdo muy bien —insistió el padre—. Eres tú el que empieza a olvidar las cosas. Yo pensaba que los policías teníais blocs de notas. Quizá podrías apuntar que tienes que arrestarme. Y así a lo mejor te acuerdas.

Wallander no se sentía con fuerzas para enfadarse.

—Iré esta tarde —prometió—. Pero que sepas que no habíamos quedado en vernos ayer.

—Bueno, sí, es posible que me haya confundido —claudicó el padre en tono sorprendentemente suave.

—Estaré allí sobre las siete —aseguró Wallander—. Pero ahora tengo mucho que hacer.

Tras despedirse, colgó el auricular. «Mi padre ejerce un constante y premeditado chantaje sentimental», resolvió. «Y lo peor de todo es que siempre se sale con la suya.»

El chico llegó con la pizza, que Wallander pagó y se llevó al comedor. Sentado ante una de las mesas, Per Åkeson comía un plato de gachas, y Wallander fue a ocupar la silla que había frente al fiscal.

—Creía que vendrías a mi despacho, por lo de Holm —le reprochó Åkeson.

—Sí, sí, iré. Pero, por ahora, lo hemos dejado ir.

—Claro, no me extraña. La redada estuvo tan mal organizada...

—Pues eso díselo a Björk —se defendió Wallander—. Yo no tuve nada que ver.

Ante la sorpresa de Wallander, Åkeson le ponía sal a las gachas.

—Dentro de tres semanas comienza mi excedencia —le recordó Per Åkeson.

—Ya, no creas que lo he olvidado —aseguró Wallander.

—Me sustituirá una joven llamada Anette Brolin, de Estocolmo.

—Te echaré de menos —confesó Wallander—. Además, me pregunto cómo nos irá con una mujer de fiscal.

—Y ¿por qué habría de entrañar ningún problema el que sea mujer?

Wallander se encogió de hombros.

—Prejuicios, supongo.

—Medio año pasa volando. Además, debo reconocer que será estupendo apartarme de todo por un tiempo. Necesito pensar.

—Pues yo creía que ibas a estudiar.

—Y lo haré. Pero eso no significa que no me dedique a pensar en el futuro al mismo tiempo. No sé si quiero seguir siendo fiscal toda mi vida. Tal vez debiera dedicarme a otra actividad, ¿no crees?

—Sí, claro, podrías aprender a navegar a vela y hacerte vagabundo marino.

Åkeson negó con un gesto vehemente.

—No, no, nada de eso. Pero sí que se me ha ocurrido irme al extranjero. Tal vez a algún lugar en el que me sienta útil. Quién sabe si no podría contribuir a construir un Estado de derecho sano en algún país donde no exista todavía. No sé, en Checoslovaquia, por ejemplo.

—Bueno, espero que me escribas de vez en cuando para contármelo —comentó Wallander—. Lo cierto es que yo también pienso en el futuro a veces; en si seguiré siendo policía hasta la jubilación o si me dedicaré a otra cosa.

La pizza no sabía a nada. Åkeson, por su parte, parecía estar disfrutando de sus gachas.

—¿Qué ha sido del avión siniestrado? —quiso saber Åkeson.

Wallander le reveló cuanto sabía.

—¡Vaya! ¡Qué extraño! —exclamó una vez que hubo concluido—. ¿Crees que puede ser un asunto de drogas?

—Seguro que sí —observó Wallander al tiempo que lamentaba no haberle preguntado a Holm si tenía una avioneta. Si podía permitirse un chalet, también cabía la posibilidad de que hubiese comprado un avión privado. Los ingresos procedentes del comercio de narcóticos podían alcanzar sumas desorbitadas.

Ambos se pusieron a fregar sus platos en el fregadero. Wallander dejó la mitad de la pizza: la separación continuaba influyendo en su apetito.

—Holm es una basura —afirmó Wallander—. Lo atraparemos, tarde o temprano.

—Pues yo no estaría tan seguro —opuso Åkeson—. Aunque espero que tengas razón, claro.

Poco después de la una Wallander estaba de vuelta en su despacho. Sopesó la posibilidad de llamar a Malmö, a casa de Mona. Linda vivía con ella y Wallander quería hablar con su hija, pues hacía ya casi una semana desde la última vez que mantuvieron una conversación. La joven tenía diecinueve años y estaba bastante perdida en general. La noticia más reciente era que, de nuevo, se planteaba dedicarse al tapizado de muebles. Pero Wallander sospechaba que la muchacha tendría tiempo de cambiar de parecer muchas veces aún, hasta tomar la decisión definitiva.

Sin embargo, el inspector marcó el número del despacho de Martinson y le pidió que acudiese al suyo. Juntos, revisaron los sucesos de aquella mañana. Martinson debería escribir el informe.

—Han llamado, tanto del aeropuerto de Sturup como del Ministerio de Defensa —lo informó—. Y resulta que hay algo raro con esa avioneta. Además, parece que tenías razón: habían pintado las alas y el cuerpo principal del aparato.

—Sí, ya veremos qué conclusiones saca Nyberg —comentó Wallander.

—Los cuerpos están en Lund —prosiguió Martinson—. La única manera de identificarlos es por medio de las dentaduras. Estaban tan carbonizados que se deshicieron cuando intentaron colocarlos sobre las camillas.

—En otras palabras, tendremos que esperar —concluyó Wallander—. Oye, había pensado proponerte ante Björk como nuestro representante en la comisión de investigación del siniestro. ¿Tienes algo que objetar?

—Bueno, siempre aprenderé algo nuevo —aceptó Martinson.

De nuevo a solas, Wallander se quedó meditando en torno a las diferencias que lo separaban de Martinson. La mayor ambición de Wallander había sido siempre llegar a ser un buen investigador criminal. Y lo había conseguido. Martinson, por su parte, tenía otras ambiciones. A él le atraía más el papel de comisario en un futuro no muy lejano, y hacer un buen trabajo de campo constituía tan sólo un paso más en su carrera hacia ese objetivo.

Wallander desechó las elucubraciones sobre Martinson, lanzó un bostezo y, desganado, atrajo hacia sí el archivador que coronaba el montón de papeles que se erguía sobre su mesa. Seguía irritado ante el hecho de no haberle preguntado a Holm por el avión. Al menos para observar su reacción. Pero, a aquellas alturas, Holm estaría ya inmerso en su jacuzzi, si no degustando un exquisito almuerzo en el hotel Continental, en compañía de su abogado.

El archivador permanecía ante él, aún cerrado, cuando decidió que podía ir a hablar con Björk sobre Martinson y su papel en la comisión encargada de investigar el siniestro. Y así acabaría con aquel asunto. Atravesó, pues, el pasillo, hasta el extremo en que Björk tenía su despacho. La puerta estaba abierta y el comisario jefe estaba a punto de marcharse.

—¿Tienes un minuto? —inquirió Wallander.

—Unos cuantos. Tengo que ir a dar una conferencia en una iglesia.

Wallander sabía que Björk se dedicaba a dar conferencias en los escenarios más inesperados. Al parecer, le encantaba aparecer en público, cosa que Wallander detestaba. De hecho, las conferencias de prensa le resultaban una auténtica tortura. Wallander le expuso los sucesos de aquella mañana, de los que el comisario ya había sido informado, y, según dijo, no tenía nada en contra de que Martinson participase como representante de la policía en la investigación del siniestro.

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